Columnas / Memoria histórica

Romero, hombre y santo bueno

Mientras no se coloque en el centro de las preocupaciones nacionales el respeto de la dignidad humana, san Romero de América ‒patrono de los derechos humanos‒ seguirá siendo la incómoda “voz de los sin voz”.

Domingo, 14 de octubre de 2018
Benjamín Cuéllar

Parafraseando la lírica de Guillermo “Pikín” Cuéllar, al fin lo proclamaron santo. Se tardaron lo que quisieron, porque dentro y fuera del país los “astros” se alinearon siempre en su contra. Y ahora, ¿qué? Sufrió su calvario en vida, siendo víctima propiciatoria del poderío económico, político, militar y mediático de la época; también fue criticado en nombre de una “revolución” por quienes a estas alturas, casi por terminar su segundo Gobierno del ¿cambio?, quizás ya ni la recuerdan. Hasta sus “hermanos de báculo y mesa” no lo dejaron en paz mientras pastoreaba la arquidiócesis de San Salvador, “poniendo el pecho” en defensa de los derechos humanos de su pueblo.

Convertido en mártir después de aquel 24 de marzo de 1980, unos lo siguieron llamando “comunista” y permanecieron defendiendo siempre ‒vivo y muerto‒ al fundador de su partido señalado como el autor intelectual del magnicidio; los otros, tras la guerra sobre todo, quisieron “jalar agua para su molino” y su figura aparecía mencionada en los discursos de ocasión o retratada en paredes ‒junto a íconos de la izquierda nacional e internacional‒ o declarada “guía espiritual” de sinvergüenzas; y quienes debían haber empujado con todo en su camino hacia la santidad, se esmeraron en ponerle cualquier cantidad de obstáculos a lo largo del mismo.

“El martirio de monseñor Romero ‒aseguró el papa Francisco‒ no fue solo su muerte. Inició antes, con los sufrimientos por las persecuciones […] y continuó después, porque no bastó que muriera; lo difamaron, calumniaron y enfangaron”. Y hoy que ya fue canonizado, ¿de qué Romero van a hablar? Al subirlo a los altares, se corre el riesgo de institucionalizar la versión del sacerdote y luego obispo que ‒antes de ser cabeza de la arquidiócesis de San Salvador‒ no estaba impactado por la realidad nacional y el sufrimiento de las mayorías populares; esa “leyenda” que habla de su labor pastoral exclusivamente “clerical”.

¡Nada más falso que eso! Hay constancia de la palabra enérgica, congruente y osada del “padre Romero”; así lo llamaba la gente que lo quería desde que fue nombrado párroco de Anamorós, La Unión, en la década de 1940. Después, además de ser secretario de la diócesis de San Miguel, entre 1961 y 1967 fungió como director del semanario “Chaparrastique”; también era su editorialista. Díganme si no fue crítico de la situación del país en esos años al leer “¿Cuál patria?”, que fue como tituló lo que publicó en ese medio el 7 de septiembre de 1962. “¿La que sirven nuestros Gobiernos –cuestionaba‒ no para mejorarla sino para enriquecerse? […] ¿La de las riquezas pésimamente distribuidas en que una ‘brutal’ desigualdad social hace sentirse arrimados y extraños a la inmensa mayoría de los nacidos en su propio suelo?”.

Su posición ante los comicios legislativos y municipales realizados el 8 de marzo de 1964, es otra muestra clara e irrebatible de su talante y entereza que desmiente a quienes después dijeron que su “conversión” fue producto del martirio del jesuita Rutilio Grande, otro humilde igual que él ‒me consta‒ y su amigo. Días antes de ese evento electoral, el 21 de febrero, el futuro IV arzobispo de San Salvador se pronunció con fuerza frente a lo que –igual que la cita anterior– podría ser un retrato de lo que continúa ocurriendo en El Salvador al día de hoy.

“[S]e ha difamado sin miramientos –afirmó el santo–, hemos visto casos sorprendentes de cambios de opinión política, se cambia de partido como se cambia de camisa... Por conveniencia, no por convicción, se han traicionado amistades que se creían irrompibles, […] desde la radio se ha jugado con la opinión por fuerza del mal hábito de ciertos locutores a quienes lo que interesa es el dinero y no la opinión (¡qué piltrafa han hecho su propio criterio ciertos pigmeos de hombres!) […] La política es una pasión creada por Dios para facilitar y enardecer a los hombres en el servicio de la Patria. Pero como todas las pasiones es una espada de doble filo; si no se esgrime en servicio del pueblo, destroza honores comenzando por el propio del que la maneja […] Pero el descontrol de una pasión provoca el malestar público, es un crimen de lesa patria […]”.

Desde el Gobierno le reclamaron al obispo migueleño de la época por la “intromisión” de su subalterno en política; lo hizo el entonces ministro del Interior, coronel Fidel Sánchez Hernández, después general y presidente de la república. Pero monseñor Miguel Ángel Machado y Escobar respaldó al secretario de su diócesis afirmando que sí había “hablado de política, pero en cumplimiento del deber de la Iglesia de orientar la conciencia del pueblo acerca de sus deberes de ejercer su acción política, conforme a su conciencia y no por momentáneas conveniencias demagógicas”. Eso que hizo entonces el “padre Romero”, seguro lo estaría haciendo el ahora santo.

El 5 de junio del mismo año, este objetó a quienes sostenían que la fe cristiana era el “opio del pueblo”. “La religión –sostuvo– eleva a los cristianos no haciéndoles escapar a los problemas que tienen aquí abajo, sino haciéndoles capaces espiritual y humanamente de enfrentarse con ellos y transformarlos. Como cristianos nuestra mejor adhesión a Dios debe hacernos ser fieles a lo real de este mundo, porque es necesario ser fiel a lo real para ser fiel a la gracia. Es necesario construir la comunidad. No hay que poner a Dios al lado de lo real y fuera de este mundo, ya que amar a Dios es amar todo lo que él nos ha dado. Amar a Dios verdaderamente, es amar en Él a todos nuestros hermanos”. Desde que lo nombraron obispo auxiliar de la arquidiócesis de San Salvador, el 25 de abril de 1970, eso quedó plasmado en su divisa episcopal que trascendió a su violenta desaparición física: “Sentir con la Iglesia”.

Ese era el cura y ese fue el monseñor después. No vivía ensimismado en las nubes celestiales, alejado del mundanal ruido. Ese ruido ensordecedor ‒mezcla de atrocidades que ocurrían y angustias de quienes las sufrían‒ lo describió tan bien en su última homilía completa: la del 23 de marzo de 1980; su última homilía quedó inconclusa cuando un disparo criminal perforó, al día siguiente, ese pecho rebosante de amor hacia su pueblo. En la víspera de su martirio, desde su alta autoridad moral y coherente bondad, clamó: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” Así firmó la sentencia de su inmolación y confirmó su trascendencia a la inmortal santidad, tan tardíamente reconocida por el Vaticano.

La gente se equivoca, pero tiene la oportunidad de superar sus pifias. Así le pasó a mi hermano Roberto, fundador ‒en 1975‒ y primer director del Socorro Jurídico Cristiano. Cuando nombraron arzobispo a Romero, “Beto” pensó que siendo este “conservador” no permitiría continuar la labor de esa oficina en defensa de los derechos humanos ni en la asistencia legal gratuita a la población que no tenía cómo pagar esos servicios. Llegó sumamente molesto, quejándose, a nuestra casa. Su padre, también mío, lo escuchó y “le paró el carro”. “Cuidado ‒le dijo al imberbe vástago‒ vos no lo conocés y yo sí”. Y le aclaró: “Él es un hombre bueno”.

“Nuestro padre me dijo ‒cuenta mi hermano‒ que don Óscar fue de los pocos obispos que verdaderamente movían las bienaventuranzas, en atención a las necesidades de campesinos migrantes y cortadores de café. En su casa diocesana muchos comían y se protegían de la lluvia y el frío durante ‘las cortas’. Literalmente, me dijo el doctor Cuéllar Milla, que Romero abrió su casa de obispo a la gente más dolida y necesitada en Santiago de María”. “Beto” lo conoció después, cuando el santo se apropió del “Socorro” para que fuera su brazo derecho, su “maquila” en la que procesaban rigurosamente ‒así lo mandaba su jefe‒ la información cotidiana de las violaciones de derechos humanos que infelizmente ocurrían en el país y que el prelado denunciaba con propiedad y valentía. Mi hermano reconoció, como debía, su yerro.

El primer santo salvadoreño ‒deben haber más en esa Iglesia martirial como Rafael Palacios, Marcial Serrano y tantos curas, religiosas, celebradores de la palabra e integrantes de comunidades eclesiales de base‒ fue, pues, un hombre bueno. Bueno, según un par de acepciones del diccionario, es quien posee bondad moral; quien tiene buena aptitud o calidad respecto a sus iguales. Por eso, él no se “convirtió” en alguien bueno de la noche a la mañana como San Pablo. Lo fue siempre.

Eso lo decían monseñor Arturo Rivera y Damas, su colega Ricardo Urioste y otros más que lo conocieron bien. Él “vivió en permanente conversión”, se lee en la Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal salvadoreña a propósito de su beatificación en el 2015. “El mismo arzobispo mártir ‒afirmó esta entidad‒ dejó en claro quién tiene razón. Lo hizo, por ejemplo, cuando un periodista suizo le preguntó: ‘Monseñor, dicen que usted se ha convertido’. Y él respondió textualmente: ‘Yo no diría que es una conversión sino una evolución’”.

Hoy, a casi cuatro décadas de su martirio, siendo santo seguirá siendo bueno para el país aunque no le sea grato a algunos “sepulcros blanqueados”. Mientras no se coloque en el centro de las preocupaciones nacionales el respeto de la dignidad humana; mientras no cambie la situación de quienes habitan donde, igual que antes, la muerte violenta y la inadmisible exclusión prevalecen; mientras el Estado, no importa quién gobierne, sea conducido para favorecer a minorías privilegiadas en perjuicio de las mayorías populares… Mientras las cosas sigan así, san Romero de América ‒patrono de los derechos humanos‒ seguirá siendo la incómoda “voz de los sin voz” para los poderes visibles y ocultos de cualquier signo que ya no podrán matar su cuerpo ni deberán manipular su figura. Pero, eso sí, habrá que cuidarse de sus intentos por “convertir” el alma de sus denuncias ‒aún vigente‒ en bandera partidista o en fría imagen escondida entre ángeles, arcángeles y querubines en la lejanía de los altares.

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