Esta historia sobre Romero me la contó la madre Lucita. A mí me tocó lo sencillo: verificarla, narrarla.
Madre Lucita es María de la Luz Cueva Santana. Era. Falleció en mayo de 2014, a los 91 años de edad. Ella era a finales de los setenta la superiora de las carmelitas que atendían el Hospital Divina Providencia de San Salvador, donde Óscar Arnulfo Romero vivió sus últimos años. A finales de 2010, tuve la suerte de poder hablar largo con la madre Lucita, postrada ya en una silla de ruedas pero lúcida y vital.
La anécdota que me contó y que les comparto se remonta a mediados de 1979. Para entonces, las monjas que atendían desde 1966 el Divina Providencia –un pequeño hospital para enfermos terminales de cáncer– se propusieron construir un hogar para los niños huérfanos de las madres jóvenes y desamparadas que veían morir con demasiada frecuencia. En alguno de los desayunos, la madre Lucita le comentó la iniciativa a Romero, a quien la idea de inmediato le entusiasmó. “Es una obra verdaderamente de evangelio”, dijo alguna vez. Cada vez que podía, incluso en las homilías dominicales, Romero aprovechaba para pedir a la feligresía que apoyara a las carmelitas en la compra de un terreno en Santa Tecla, con modestas contribuciones de 50 colones.
Para entonces, Romero y su ejemplo se habían labrado ya un nombre a escala internacional, como hombre de paz en un ignoto país al bordo del abismo. Romero brillaba por su opción preferencial por los pobres y como un activo defensor de los derechos humanos; por eso su voz incomodaba tanto a los que fusil en mano querían imponer modelos políticos; por eso lo asesinaron.
Desde diciembre de 1978 sonaba como uno de los más firmes candidatos a ganar el Premio Nobel de la Paz, candidatura surgida desde el Parlamento del Reino Unido. Pero el 17 de octubre de 1979, la Academia Sueca anunció que el Nobel ese año sería para la Madre Teresa de Calcuta, también católica pero con un discurso mucho más llevadero para el establishment. Dicen que incluso Juan Pablo II, el papa anticomunista, presionó para que así fuera. Romero comentó el premio en la homilía dominical celebrada cuatro días después:
“Quiero decirles con alegría que el premio Nobel de la Paz se lo llevó la hermana Teresa de Calcuta. Yo le puse el siguiente telegrama que además de una felicitación a ella quiere ser un agradecimiento muy cordial a todas aquellas personas que quisieron este honor para mí. Dice: ‘Madre Teresa de Calcuta, India. Alégrome Premio Nobel condecore en usted opción preferencial pobres como eficaz camino para la paz. Quienes generosamente deseáronme semejante honor siéntanse igualmente satisfechos haber estimulado misma causa. Bendígola.’ (…) Y en estas noticias quiero hacer llegar el llamamiento de las hermanas Carmelitas del Hospital Divina Providencia porque su obra tan caritativa, de construir un hogar a los huérfanos de las enfermas que allí mueren, todavía necesitan 290,000 colones. Lástima que el Premio Nobel se fue para la India, ¡lo hubieran tenido!...”.
Romero quería los dineros del Nobel para que se pudiera construir el hogar de niños ideado por la madre Lucita. Lo dijo en público, en una homilía. Pero prometer el pisto que no se tiene es fácil, dirán algunos.
Un mes después de que se anunciara el Nobel de la Paz, el 24 de noviembre, Romero fue informado de que la prestigiosa Universidad Católica de Lovaina (en Bélgica) le había concedido el doctorado Honoris Causa. Y unas pocas semanas después, distintas iglesias de Suecia lo reconocieron con el Premio de la Paz 1980.
La madre Lucita no recordaba a cabalidad cuál de los dos, pero por uno de esos reconocimientos le dieron 10,000 dólares. Apenas tuvo ese cheque en sus manos, Romero se lo entregó a las carmelitas, para dar un vigoroso impulso a la campaña para comprar el terreno en el que se construiría el hogar para niños huérfanos. Lo hizo de corazón, sin cámaras ni declaraciones ni postureos ni alharacas. Lo hizo porque así era él.
En su discurso de investidura en Lovaina, el 2 de febrero de 1980, Romero dijo estas palabras que retrataban el El Salvador de entonces, y aún retratan el El Salvador de hoy:
“En el mundo de los pobres hemos encontrado a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí nos hemos encontrado con los obreros sin derechos laborales, despedidos de las fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía. Ahí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos y presos políticos. Ahí nos hemos encontrado con los habitantes de tugurios, cuya miseria supera toda imaginación y viviendo el insulto permanente de las mansiones cercanas. En ese mundo sin rostro humano, sacramento actual del siervo sufriente de Yahvé, ha procurado encarnarse la Iglesia de mi arquidiócesis. Y no digo esto con espíritu triunfalista, pues bien conozco lo mucho que todavía nos falta que avanzar en esa encarnación. Pero lo digo con inmenso gozo, pues hemos hecho el esfuerzo de no pasar de largo, de no dar un rodeo ante el herido en el camino sino de acercarnos a él como el buen samaritano”.
Romero donó esos 10,000 dólares porque creía que le servirían más a los niños huérfanos que a él. Pocos días después lo asesinaron. Y apagada su voz, el odio y la muerte se apoderaron de El Salvador.
En marzo de 1984, en la colonia Quezaltepec de Santa Tecla, abrió sus puertas el Hogar para Niños Divina Providencia, dirigido por la madre Lucita. Fue ahí donde ella me contó esta historia.
En estos tiempos, devenido ya santo de la Iglesia católica, a todo mundo le resulta más fácil proclamarse devoto de Romero, llamarlo guía espiritual, tatuárselo en la piel o llevarlo impreso en una camisa, usar su imagen para una u otra causa. Lo difícil en una sociedad como la salvadoreña, marcada a fuego por los valores nefastos del clasismo y del individualismo, es parecerse a Romero. Intentarlo siquiera.