El 30 de marzo de 1980, domingo de ramos, Romero hizo su último viaje a Catedral. Su cuerpo, en un féretro gris con ornatos de plata, fue cargado en procesión desde la Basílica del Sagrado Corazón por una docena de jóvenes sacerdotes y acompañado por obispos de todo el continente. Era su misa de réquiem.
No fue un funeral de reyes. Ni un solo miembro de la Junta de Gobierno ni del gabinete asistió a despedir al arzobispo. Tampoco oficiales del Ejército ni la mayoría del cuerpo diplomático. No hubo cadetes de gala para custodiar el ataúd ni sonaron cañonazos ni asomaron representantes del sector empresarial. Ni siquiera estaban todos los obispos miembros de la Conferencia Episcopal Salvadoreña. En contraste con su pomposa beatificación en San Salvador, celebrada 35 años después, aquel 30 de marzo a monseñor Romero lo despidió el pueblo, que se volcó en masa a homenajear a su mayor defensor. La cantidad de gente —entre 100 000 y 150 000 personas— expresaba la devoción popular por el arzobispo, habida cuenta de las sospechas generalizadas de que el funeral podría ser aprovechado por la extrema derecha o por la extrema izquierda para desatar un pandemonio.
A la cúpula militar habían llegado rumores de que grupos de guerrilleros planificaban infiltrarse en la marcha y robarse el féretro con el cuerpo de Romero. La iglesia salvadoreña, alertada de aquellos presuntos planes, decidió celebrar la misa en el atrio de la escalinata frontal de Catedral y mantener cerrados los portones de hierro para que sirvieran de separación entre el muerto y la multitud.
José Napoleón Duarte, el líder demócrata cristiano recién retornado al país tras un largo exilio en Venezuela, se había incorporado pocos días antes a la Junta de Gobierno. Todos, militares y religiosos, sabían que grupos de guerrilleros ingresarían a la plaza acompañando el funeral, escribió Duarte en sus memorias. “La Iglesia sabía que delegaciones guerrilleras llegarían al funeral y les solicitaron que llegaran por último a la plaza… Los militares querían detener a los guerrilleros pero les aconsejé que dejaran el funeral en paz”. Duarte se atribuye el haber convencido a los militares de “no caer en una trampa”, de evitar ser provocados por los grupos armados frente a las cámaras de televisión de todo el mundo. El Ejército fue encuartelado.
Los miembros del gabinete debían mantenerse también al margen. El asesinato de Romero era ya un problema mayúsculo para el gobierno. Cualquier provocación en el funeral podía desencadenar una tragedia en el lugar y una crisis política para el débil gobierno.
Temprano aquel domingo, cientos de religiosos, entre sacerdotes, obispos y monjas, comenzaron a reunirse frente a la Basílica del Sagrado Corazón. Cerca de las diez de la mañana, doce jóvenes sacerdotes de piel morena y cabellera negra, en ineludible contraste con las albas blancas blanquísimas que cubrían sus cuerpos, cargaron el féretro y emprendieron la marcha sobre la calle Arce, acuerpados por decenas de obispos invitados que adornaban sus albas con estolas rojas. Recorrieron siete cuadras e ingresaron a Catedral por una puerta lateral. Atravesaron el templo y salieron a la explanada frente a la plaza Gerardo Barrios, donde ya esperaba un altar armado para la ceremonia y un pequeño pedestal para el ataúd abierto. Algunos fieles, en fila desde los ingresos laterales, llegaron hasta el pedestal, vieron a Romero acostado, con los brazos cruzados, y se despidieron de él; como decenas de miles habían hecho durante la semana.
Una hora antes del mediodía, según la crónica del periódico español El País, unas 150 000 personas se encontraban ya en Catedral y sus alrededores (La Prensa Gráfica habló de 50 000). El arzobispo de México, Ernesto Corripio Ahumada, designado por el Papa Juan Pablo II para presidir los funerales, inició los oficios cerca de las 11:30 de la mañana, acompañado por el nuncio apostólico, Emanuele Gerada, y por dos docenas de obispos provenientes de varios países de Norteamérica, Europa y América Latina. Frente a ellos, aún abierto, el ataúd plateado con los restos del obispo asesinado.
Juana Lemus peregrinó con algunos vecinos desde el caserío El Carmen, al poniente de la ciudad. Mujer menuda, de apenas metro y medio de estatura, logró colarse entre los miles de dolientes que se apretujaban y alcanzó a llegar hasta la escalinata. De carácter fuerte, como los rasgos de un rostro moreno marcado por una vida dura, asistía a reuniones semanales de la comunidad de la iglesia de San José de la Montaña y encontraba en ellas un refugio que le permitía soñar con una vida mejor que la de limpiar casas y lavar ropa de otras personas. Tenía por marido a un albañil dipsómano; y un hijo enlistado en el Ejército. Pero ella había decidido vivir su propia vida sin esperar permisos de borrachos ni de soldados.
Juana Lemus no era devota. Si iba a las reuniones de San José de la Montaña era para distraerse, dice. “Tenía interés y me llevaban unas vecinas, de apellido González. Una vez entré a la casa de ellas y pude ver unas armas. Tres armas largas y tres tipo pistolas. Pero no dije nada. Con ellas vivía uno de sus hijos, Amílcar González. De él eran esas armas porque él era un cabecilla guerrillero. Pero eso lo supe hasta después”.
La muerte del padre Romero la entristeció. Por eso fue al funeral. Cuando llegó al pórtico de la Catedral, se encontró con la reja cerrada que separaba los restos de Romero, y el altar improvisado, de las masas. Juana Lemus se conformó con verlo de lejos, detrás de la baranda. En primera fila.
A quince cuadras de allí, en el Parque Cuscatlán, frente al Hospital Militar, miles de personas convocadas por la Coordinadora Revolucionaria de Masas —una especie de organización sombrilla para movimientos populares— iniciaban su marcha hacia Catedral. Varios de los manifestantes iban armados. Esta era la marcha que todos temían. Bajaron por la Alameda Roosevelt gritando consignas revolucionarias y entraron a la plaza Barrios por la esquina de Palacio Nacional y Catedral. Su marcha contrastaba con la de cientos de religiosos y monjas nacionales y extranjeros que con los hábitos puestos peregrinaban cantando por la Segunda Avenida Norte. Los religiosos ingresaron a la plaza por la esquina del Teatro Nacional. Al otro costado, por la esquina de Palacio Nacional y Catedral, ingresó la manifestación de la Coordinadora. La plaza, que ya estaba a reventar de gente, se percató de inmediato de su llegada. Las pancartas y los megáfonos agitaron a los que ya estaban allí. La multitud los recibió con aplausos y vivas. El hacinamiento frente a Catedral era ya mayúsculo, bajo un sol asfixiante. Cuerpos de socorro dieron auxilio a más de algún desmayado.
Hay varios videos de lo que pasó después, pero es imposible determinar de dónde vino el primer disparo o qué fueron aquellas detonaciones. En las imágenes, los religiosos cantan y las organizaciones populares gritan consignas. Se escucha una primera explosión. La gente junto a Palacio Nacional corre en desbandada, de espaldas al edificio, lo que indica que allí se dieron las primeras detonaciones. ¿Pero de adentro del Palacio? ¿De arriba? ¿De afuera? El resto de la multitud, desconcertada, huye confusa. Hacia cualquier parte. Solo huye.
Juana Lemus dice haber visto gente armada en el Palacio. Una de las balas disparadas desde los balcones, asegura, alcanzó a Amílcar González, su vecino de 18 años que guardaba armas en la casa y a quien ella vio llegar con la marcha de la Coordinadora. También lo vio desvanecerse en la plaza. Fue el primero en morir.
Según el enviado del New York Times, Joseph Treaster, la primera explosión fue a las 11:40 de la mañana. Inmediatamente después se registraron “disparos de rifles seguidos por rondas de fuego semiautomático y más explosiones”. En medio de todo eso se originó la estampida.
Juana Lemus seguía frente a la reja de Catedral cuando inició el caos. Hombres y mujeres corrieron unos encima de otros. Los tropiezos fueron fatales. Ella decidió no moverse. Se aferró a la baranda perimetral mientras cientos se atropellaban para llegar a la escalinata del templo. Algunos manifestantes sacaron sus armas y dispararon contra el palacio o al aire o contra quién sabe quién. Contra quién sabe qué. Los que portaban megáfonos intentaron tranquilizar a una multitud que no tenía oídos para nadie. “Tírense al suelo, no corran, mantengan la calma”, se alcanza a escuchar en los audios.
No hubo más ceremonia. Los religiosos que rodeaban el féretro con el cuerpo de monseñor lo cargaron hacia adentro del templo. Afuera, ríos de gente despavorida corrían hacia la Plaza Morazán y el Teatro Nacional y por las otras calles laterales. Varios murieron aplastados por la estampida.
Juana Lemus no se soltó de la baranda ni siquiera cuando la señora que estaba a su lado, y con quien había estado conversando antes de que comenzara el alboroto, le dijo que corrieran, que allí las iban a matar. No. Respondió Juana Lemus. Yo aquí me quedo. La señora corrió hacia el Teatro Nacional. Juana Lemus apretó la baranda entre sus manos y agachó la cabeza. Así se quedó hasta que en la plaza hubo silencio. Pero para eso faltaba mucho.
Forzada y vencida la reja que obstaculizaba el ingreso, miles se refugiaron en la Catedral. Civiles armados, que acompañaban la marcha de la Coordinadora, rescataban heridos y los trasladaban al templo. Otros, con el rostro oculto tras pañoletas, apuntaban contra el Palacio Nacional. ¿Pero quién disparaba desde el Palacio?
En la plaza eran aún miles las personas que, inmovilizadas por el pánico o la serenidad, permanecían a ras de suelo, boca abajo, apenas asomando los ojos para prevenir el peligro. Los videos registraron el pánico: madres que corren arrastrando a sus hijos de la mano; socorristas que mueven heridos con camillas improvisadas. Campesinos sosteniendo su sombrero mientras intentan correr agachados. Las explosiones son frecuentes. Es imposible distinguir en las imágenes viejas y dañadas a los muertos de los vivos. En medio de la plaza, un fotógrafo asoma la cámara sobre un cuerpo sin vida que le sirve de trinchera. En el suelo, un hombre con lentes oscuros, que parece rondar los treinta años, sostiene un cigarrillo entre los labios. Fuma, con una tranquilidad que contrasta con el pánico a su alrededor. Su mano derecha empuña una pistola.
El sacerdote estadounidense James L. Connor estaba junto al féretro cuando escuchó la primera explosión. Con todos los demás celebrantes se refugió en Catedral. A su espalda, los manifestantes rompieron los candados de la baranda e ingresaron. “ Vi a la aterrada turba abrirse paso a través de las puertas y ocupar cada pulgada del templo. Miré a mi alrededor y, de repente, me di cuenta de que aparte de las monjas, los sacerdotes y los obispos, los otros dolientes eran los pobres y los marginados de El Salvador”.
Obispos y sacerdotes, guiados por Corripio Ahumada, bajaron el ataúd y lo enterraron de prisa en el hoyo cavado en el sótano de Catedral para que le sirviera de tumba, donde aún permanece hoy. No hubo tiempo para ceremonias. Apenas un par de oraciones. El obispo irlandés Eamon Casey, atribulado, ayudó a cargar el féretro de Romero hasta aquel lugar. Aún estremecido por la tragedia a su alrededor, le diría minutos después a un periodista: “Hay algo muy vil en esta tierra. Muy, muy vil”.
Las explosiones y los disparos continuaron durante hora y media o dos horas más. Las personas refugiadas en la iglesia se mantenían acurrucadas debajo de las bancas o se apretujaban unas con otras. Entre el hacinamiento y el miedo, y el calor de aquel día, era cada vez más difícil respirar. Desde la plaza seguían ingresando hombres que cargaban cuerpos de personas muertas.
Después de la una de la tarde, el nuncio Emanuel Gerada llamó a las autoridades y les exigió garantías de que el clero y todas las personas que se encontraban en Catedral podían salir, sin temor a ataques o detenciones. Cuando las obtuvo, todos salieron con las manos arriba. Ese día, casi 40 personas murieron, la mayoría aplastadas; y más de 200 resultaron heridas.
Juana Lemus sobrevivió. Milagrosamente no tuvo siquiera un rasguño. Solo perdió, no supo cómo, sus zapatos. Pocos años después, su comunidad de San José de la Montaña se dispersó, tras recibir amenazas de grupos de extrema derecha. Alguien la convenció de que los católicos se estaban convirtiendo en comunistas y que la iban a matar, así que Juana Lemus se hizo evangélica. Un pastor le prometió que, si acercaba a su esposo al templo, le ayudaría a vencer el alcoholismo. Y lo logró. Su esposo murió sobrio, en 2012. Su hijo, el soldado, fue dado de baja del Ejército al final del conflicto y hoy trabaja como guardia de seguridad privada, con un salario de $152 a la quincena.
Conocí a Juana Lemus en 2017, cuando ella tenía ya 80 años. La invité a mi casa y en la mesa del comedor le mostré videos de aquel entierro, hoy fácilmente accesibles en YouTube. Por primera vez, Juana Lemus miraba imágenes de aquel día y estaba impresionada. Vimos varios, en busca de alguna toma en la que pudiéramos identificarla. No la encontramos. Pero frente a nosotros desfilaron todas las imágenes de aquella jornada: el inicio de la misa, la manifestación, la primera detonación, los gritos, las carreras, los disparos… Algunas tomas parecen de una película de Sergei Eisenstein: los miles y miles en la plaza -las masas- corriendo de un lado al otro. Un movimiento frenético. En medio, una señora mayor, vestida de negro, hincada, con los brazos extendidos y el rostro hacia el cielo, ora. Otro plano general, cuerpos tirados en la plaza. “Yo no vi casi nada de eso. Solo cerré los ojos y dejé que todo pasara”, dice Juana Lemus.
Así, aferrada a la baranda, salvó la vida. No sabe explicar por qué, cuando la reja cedió a los embates de la gente, ella no entró a refugiarse a Catedral. Como si se hubiera desmayado de pie, dejó de percibir los ruidos de su alrededor. Una hora después abrió los ojos y vio los cuerpos tirados en la plaza. Muertos. Caminó descalza. Sin prisas. Tomó rumbo al Teatro Nacional y allí vio, a sus pies, el cuerpo de aquella señora que le dijo que corrieran para salvar la vida. Muerta. Aplastada. Junto a ella, también muerto, un niño. “Allí comenzó la guerra para mí”, me dice ahora Juana Lemus. “El horror, pues. Pero me aflige más hoy, que veo esto, que aquel día que lo viví. No sé por qué”. Aquel día siguió caminando descalza sin inmutarse por el asfalto ardiente. Al menos no tanto como para registrarlo en la memoria. Tomó la Cuarta Avenida Sur y pasó por el Mercado Belloso. Vio camiones y automóviles incendiados. No paró de caminar hasta que, cerca del Mercado Central, se encontró con su esposo y su hijo, que salían del cine. Juntos volvieron a casa.
La guerra había comenzado.