A las diez de la mañana con treinta y siete minutos, hora romana, Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue declarado santo por el papa Francisco. La Iglesia católica no tiene más dudas: la vida y el martirio del arzobispo de San Salvador, asesinado en marzo de 1980, son ejemplares para los cristianos del mundo entero. Romero es santo. Y es bendito. Reconocido así en la plaza de San Pedro, en Roma.
Un día perfecto. Cielo limpio y sol radiante sobre miles de salvadoreños venidos de todo el mundo a colorear de azul y blanco la majestuosa explanada a los pies de la basílica sede de la fe católica, para atestiguar una jornada histórica en la que por fin ingresaba al calendario santoral un hombre al que millones ven desde hace décadas como un hombre ejemplar, como un protector, como un santo. La Iglesia católica, la propia, fue la última en reconocerle.
Colgaba hoy su retrato al centro de la Basílica de San Pedro, brillante, espléndido, coronado por una aureola, junto al retrato de Paulo VI, el Papa a quien tocó guiar y clausurar el Concilio Vaticano II y transformar una iglesia distante a una que optó por los pobres y a la que Romero abrazó. Y allí los dos, acompañados de otros tres beatos y dos beatas también por ser canonizados. Debajo, el altar en el que oficiaba Francisco, el primer papa latinoamericano, que portaba el cíngulo aún manchado de sangre que Romero llevaba cuando fue asesinado mientras celebraba misa, el 24 de marzo de 1980.
La de este domingo fue una ceremonia de contrastes y de reivindicaciones. Las entradas de obispos y cardenales, su colocación a los costados del altar (a la izquierda los obispos, de blanco; a la derecha los cardenales, de negro); la pontificia guardia suiza anunciando la entrada del papa entre trompetas y aleluyas del Cántico de las Criaturas de San Francisco, una coreografía perfeccionada durante siglos de ritos para acercarse a la eternidad. Para honrar esta vez al más sencillo de los hijos de la curia salvadoreña.
Saludó el papa y de inmediato el cardenal Angelo Beccia, prefecto de la Congregación de la Causa de los Santos, acompañado de los postuladores de cada una de las causas, le pidió adscribir a estos beatos en el catálogo de los santos. Kyrie Eleison, Kyrie Eleison, cantó el coro. Difícil recordar allí, entre las arias, el tortuoso camino del mártir salvadoreño desde que a los trece años, subido en lomos de mula, dejó su natal Ciudad Barrios para irse a estudiar el seminario. Porque ya entonces, en 1930, quería ser sacerdote. Nadie en el departamento de San Miguel habría adivinado que estaríamos hoy aquí, menos de un siglo después, asistiendo a su canonización.
Francisco canonizó a los siete beatos, entre ellos Romero y Paulo VI. “Los adscribimos al catálogo de los santos, decretando que en la iglesia universal deberán ser venerados entre los santos con pía devoción. Amén”.
Con profunda emoción, la plaza entera aplaudió a sus nuevos santos y se agitaron las banderas azul y blanco, reclamando San Pedro como territorio propio. Su arzobispo asesinado, su arzobispo abandonado, había sido restituido.
Ya había ordenado el papa argentino, en abril de 2013, que se desbloqueara la causa de Romero, porque estaba bloqueada. Ya había anunciado que Romero era un mártir. Después dijo que había sido dos veces mártir, porque tras su muerte continuaron las calumnias y las difamaciones en su contra. No ha ocultado Francisco que Paulo VI es su inspiración papal y Romero el rostro de esa iglesia latinoamericana perseguida de la que él, un jesuita argentino, es también testigo. Que Romero es representante de esa nueva iglesia del Concilio Vaticano II, de la versión latinoamericana concluida en la Conferencia Episcopal de Medellín. Y que las defendió en el país de América Latina, El Salvador, en el que la iglesia fue más perseguida.
Francisco pronunció una homilía en homenaje a estos dos hombres. Una homilía romerista que reivindicó el Vaticano II.
El tener demasiado, el querer demasiado, sofoca nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo recuerde que ‘el amor al dinero es la raíz de todos los males’. Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para Dios y tampoco para el hombre.
Jesús es radical…
Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar las riquezas, la nostalgia de los puestos y el poder, las estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al mundo…”.
Homilía atada al mundo. Demandante. Como si el mismo Romero la hubiese pronunciado en la Catedral de San Salvador. Y se lo reconoció Francisco: “Monseñor Romero dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos” .
Que la iglesia entera lo venere, ha ordenado.
Si la de este domingo fue una fiesta para los católicos, fue también la reivindicación de un hombre azotado, abandonado y asesinado por los poderes político, económico y también eclesial de sus últimos años en el mundo. Después, objeto de desprecios a su legado y de obstáculos a su causa por parte incluso de sus mismos obispos; de cardenales latinoamericanos como el conservador cardenal colombiano Alfonso López Trujillo; de diplomáticos salvadoreños, de gobernantes. Algo de eso pareció haber sido rectificado en San Pedro este domingo. El reconocimiento a su estatura, a su legado que trasciende la fe de su iglesia. El de Romero, según Naciones Unidas, es un legado de Verdad y Justicia. Por eso nombró el 24 de marzo el Día del Derecho a la Verdad y la Dignidad de las Víctimas, como un homenaje al salvadoreño que dedicó su arzobispado a exigir justicia y dignidad para las víctimas.
Más que aquella beatificación en San Salvador, en 2015 -en la que solo sotanas, tacones y corbatas entraron a la ceremonia y los pobres se quedaron afuera-, pareció esta canonización en Roma la conclusión de su funeral, interrumpido por explosiones y disparos el 30 de marzo de 1980. A Roma, claro, viajaron los que pudieron pagarlo. Signo de los tiempos, de nuestra propia historia, y el propio martirio de tantos salvadoreños, miles venían del resto del mundo. De la diáspora. De Gotemburgo, de Long Island, de Londres, de Washington, Barcelona, Utah, Montreal. Una nutrida delegación de California. Vieron con sus hijos, adolescentes muchos que apenas hablan español. Romero es su vínculo con el país de la familia. También hay profesionales llegados la víspera desde San Salvador con sus familias, tras meses de ahorro y endeudamientos. Algunos trasladados directamente del aeropuerto Leonardo Da Vinci al Vaticano, a hacer cola desde la madrugada para asegurar su ingreso a la canonización. Romero no es su santo de estampita. Es su profeta.
Son salvadoreños que dicen venir en representación de otros que no pudieron peregrinar. En nombre de su padre, torturado. En nombre de su hermano que ya no puede viajar. En nombre de su familia que tuvo que dejar el país durante la guerra. Muchos de los que están también están por los que no están.
Beatriz Alcaine, gestora cultural y ahora residente en Barcelona, dijo venir también por solidaridad con las víctimas. “A mi hermana y a mí nos detuvieron cuando éramos adolescentes. Mi mamá le rezó a Romero para que nos permitiera salir vivas y sobrevivimos. He venido también con el sentido de representar a los miles de desaparecidos que no pudieron venir”.
Este sentido tuvo también la ceremonia: el de la restauración de la figura de Romero, del reconocimiento a su denuncia y su lucha por las víctimas. El de la restitución de su dignidad mediante el reconocimiento de esa misma iglesia que durante cuatro décadas puso en duda su legitimidad. Lo que vivieron los peregrinos romeristas en San Pedro, seguido en pantallas gigantes por decenas de miles en el Centro de San Salvador, fue una fiesta. El cierre del duelo por la muerte de Romero, que es no solo el primer santo salvadoreño sino también, en palabras del postulador de su causa, el obispo Vincenzo Paglia, “el primer mártir del Concilio Vaticano II”.
El papa Paulo VI, quien elevó a Romero al arzobispado de San Salvador, fue también su defensor y protector durante el poco más de un año previo a la muerte del pontífice. Romero estaba turbado por la oposición a su trabajo por parte de la mayoría de su conferencia episcopal, acostumbrada a una cómoda relación con una dictadura militar. A Roma llegaban los mensajes de sus enemigos, que lo acusaban de izquierdista y de enemigo del gobierno.
El 21 de junio de 1978, Paulo VI recibió al arzobispo de San Salvador, a pocos metros del lugar donde ambos fueron hoy canonizados. Romero registró en su diario las palabras que Paulo VI le dijo ese día, en audiencia privada: “Comprendo su difícil trabajo. Es un trabajo que puede no ser comprendido… Yo sé que no todos piensan como usted, es difícil en las circunstancias de su país tener esa ecuanimidad de pensamiento. Sin embargo, proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza, con esperanza”. Romero se fue de allí aliviado. Pero los ataques en su contra se incrementaron con la muerte del italiano y la llegada de Juan Pablo II.
Durante su última visita a Roma, pocas semanas antes de su muerte, Juan Pablo II lo reprendió. Obseso anticomunista, le advirtió que tuviera cuidado de no abrir paso a ideologías que, en defensa de los derechos humanos, podían dar lugar a dictaduras, como la que él había combatido en Polonia. “Pero Su Santidad –respondió Romero- en mi país es muy difícil hablar de anticomunismo. Porque el anticomunismo es lo que proclama la derecha. No por amor a los sentimientos cristianos sino por una preocupación egoísta de mantener sus privilegios”. Tímidamente escribió en su diario que sintió que el Papa le había dado fuerza, pero en privado dijo a otros que se sentía abandonado.
“Romero no fue comprendido”, dice Paglia, el postulador de la causa. “Buena parte de la curia salvadoreña y de la jerarquía en Roma no lo comprendió. Lo obstaculizó. Lo veían como representante del comunismo, porque en América Latina quien se acercaba a los pobres era llamado comunista. Y quienes acusaban a Romero eran muy poderosos. Fue necesario demostrar que Romero fue siempre fiel a las enseñanzas del Concilio Vaticano II”.
Cuenta Paglia que en marzo de 1982 Juan Pablo II le dijo que había que “recuperar” a Romero. “Romero es nuestro, de nuestra Iglesia”, le dijo. Un año después visitó El Salvador, y contra todo el programa, del aeropuerto pidió ser trasladado directamente a la tumba del mártir. Allí, el entonces papa se hincó a orar. Fue durante el papado de Juan Pablo II que la causa para la canonización de Romero se abrió. Pero pronto encontró los obstáculos de poderosos cardenales.
A pesar de la enorme oposición, finalmente su causa ha sido incluida en el canon del cristianismo. Roma ha legitimado su historia. La versión romerista de la historia. La de la denuncia de la represión y la injusticia. La de las víctimas de esa represión y esa injusticia. La de la verdad hecha palabra en defensa de los pobres. Eso es lo que fue celebrado por el papa Francisco, por la Iglesia romana, católica y apostólica. Para los católicos, por decreto papal, desde el 14 de octubre de 2018 no hay dos versiones de nuestra historia. Hay una. La de San Óscar Arnulfo Romero.