Lunes 26 de noviembre. La caravana migrante tuvo ayer un violento golpe de realidad: la frontera de los Estados Unidos no es la aduana guatemalteca, cuyos portones no resistieron el embate de la masa hace más de un mes; ni tampoco la mexicana, que vio con resignación cómo miles de centroamericanos la penetraban atravesando un río poco profundo. Esta es una frontera mayúscula, y los agentes que la custodian tienen el visto bueno de su gobierno para usar la fuerza. Incluso la fuerza mortal.
Unos 500 migrantes, en su mayoría hondureños, intentaron este domingo 25 de noviembre replicar la estrategia que los hizo invencibles a lo largo de su travesía por Guatemala y México: convertirse en multitud para cruzar países. Sin embargo, no funcionó esta vez. Los agentes de la Patrulla Fronteriza estadounidense replegaron a la multitud usando balas de goma y bombas lacrimógenas que dispararon desde su suelo hacia territorio mexicano.
Unos pocos centroamericanos consiguieron atravesar al norte del muro, usando boquetes en la lata divisoria, pero enseguida fueron interceptados por patrulleros y obligados a regresar a punta de gas pimienta y de unos fusiles similares a los utilizados en paint ball, que disparan balas de hule a gran velocidad.
El intento masivo por colarse a los Estados Unidos provocó el cierre del paso fronterizo de San Ysidro, el más transitado del mundo, y varias calles principales en Tijuana. Finalmente, al cabo de algunas horas, los migrantes fueron escoltados nuevamente hacia la Unidad deportiva Benito Juarez, que ha servido de albergue para la caravana desde hace 12 días, y que apenas da abasto para albergar a más de 5,000 personas. 98 de los que intentaron cruzar sin papeles fueron detenidos el mismo domingo por el Instituto Nacional de Migración de México, que asegura los deportará.
Esta vez, ganó una frontera. Los centroamericanos tuvieron que conformarse con ver su meta a unos metros de distancia y retroceder para seguir derrapando en Tijuana.
Atrapados en el limbo
La Unidad Deportiva Benito Juárez es un espacio recreativo en la zona norte de Tijuana, donde hay un campo de baseball, una cancha de fútbol rápido y un área con juegos infantiles, ahora convertido en un campo de refugiados que, con el paso de los días, se vuelve más inviable.
En un principio, las autoridades de Tijuana dijeron que el lugar tenía capacidad para 380 personas; o sea, servicios de mantas, baños, duchas, agua potable y logística para alimentar a 380 personas. Ahora se acumulan ahí más de 5,000, cada día llegan más y no parece que el torrente de gente que huye de Centroamérica esté cerca de parar.
Cada palmo de ese sitio está ocupado por carpas hechas de plástico, de ramas, de toallas, colocadas sobre una tierra rojiza y volátil que llena el lugar. En los graderíos, bajo los árboles, sobre el asfalto de los pasillos, a la sombra de los juegos infantiles duerme gente abrigada en mantas que nunca son muchas para una ciudad que comienza a enfriarse cada día más. Las duchas colectivas generan lodazales permanentes, y los servicios sanitarios… los servicios sanitarios no merecen ni el nombre. Hay una hilera de baños portátiles infames: están hasta el copete de mierda, literalmente. A ciertas horas, antes de que aparezca la empresa que los drena o los cambia, es imposible sentarse en los inodoros, puesto que los excrementos se derraman sobre las tazas, inundan las cabinas plásticas y despiden un olor insoportable, que orbita como una bruma sobre el refugio cada vez que se abre una puerta. La comida no abunda. Los migrantes, cada vez más flacos, están permanentemente a la caza de vehículos con donaciones. Un hombre llega con una bolsa llena de tortas y alguien grita: “¡Están dando comida!”. De pronto, el hombre se ve en medio de un huracán de manos y de súplicas hasta quedarse sin nada en cuestión de segundos. Y la escena se repite una y otra vez.
La temporada de lluvias frías está apenas por comenzar. En los siguientes diez días, la temperatura bajará hasta los ocho grados.
Para evitar conflictos con los tijuanenses, la policía mantiene una permanente presencia en las cuadras aledañas, con la idea de restringir la circulación de los migrantes por la ciudad. Luego de los incidentes en el muro fronterizo, la presencia policial se ha redoblado con la idea de mantener el movimiento de los centroamericanos reducido al perímetro de la Unidad Deportiva. Tijuana no está dispuesta a permitir que la caravana vuelva a ser un torrente masivo saliendo del albergue.
La zona norte de la ciudad es también un escenario de batalla entre organizaciones criminales que se disputan el control de la ciudad: el cártel de Sinaloa intenta resistir el embate del pujante cártel Jalisco Nueva Generación, lo que ha conducido a Tijuana a una enorme crisis de seguridad en la que los asesinatos son parte de la cotidianidad: El Salvador, siendo el país más violento de Centroamérica, tiene una tasa actual de menos de 60 asesinatos por cada 100,000 habitantes. Tijuana tiene ahora mismo una tasa de 125. El miércoles 21 de noviembre, tres hombres fueron asesinados a dos cuadras del albergue, a plena luz del día, pese a la nutrida presencia policial.
Los políticos suben el tono cada día: el alcalde, Juan Manuel Gastélum Buenrostro; el gobernador de Baja California, Francisco Vega de la Madrid; y el coordinador de los regidores de Tijuana, Arnulfo Guerrero León, claman por la deportación inmediata de los migrantes, o al menos porque el gobierno federal asuma el asunto como un asunto nacional. El alcalde ha declarado que no despilfarrará el dinero de los tijuanenses para alimentar a la caravana. Pero el auxilio federal está en un momento complejo: el nuevo gobierno tiene los días contados. El nuevo presidente, Andrés Manuel López Obrador, asume como presidente de México el primero de diciembre y todavía está por verse cuál será su orden de prioridades al frente de un país con demasiados asuntos pendientes.
La simpatía por los migrantes está en sus mínimos entre los tijuanenses que han visto trastocado su bien más sagrado: el paso fronterizo hacia los Estados Unidos. Antes de que la caravana se estacionara en la ciudad, la frontera de San Ysidro solo había sido cerrada por completo el día de los ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono, organizado por Al-Qaeda y su líder, Osama Bin Laden. En los 13 días que van desde la llegada del éxodo, la frontera ha sido cerrada por completo dos veces.
Uno de los días más ansiados para los comerciantes locales es el fin de semana que antecede al Black Friday, que los estadounidenses celebran el penúltimo viernes de noviembre y que en resumen se trata de una especie de orgía de consumo, en la que los comercios lanzan ofertas. Los mexicanos de la frontera esperan hacer su propia piñata el fin de semana antes, aprovechando la ansiedad que flota en el ambiente. El director de la Cámara de Comercio de San Ysidro, Jason Wells, aseguró que la presencia de los migrantes ahuyentó en un 40% las ventas en relación al año pasado, y ve a los centroamericanos como únicos y claros culpables.
Y en medio de todo este agreste panorama, los migrantes siguen llegando. Las autoridades mexicanas de Migración contabilizan en el país a 8,247 miembros de las distintas caravanas que han huido de Centroamérica. Casi todos ellos tienen por destino a Tijuana.
El ambiente se llena de malos augurios, de sombras, es un barril de pólvora con demasiadas mechas encendidas y con pocas probabilidades de apagarlas todas a tiempo.
Pelear contra un muro de lata
La idea original dde este domingo 25 de noviembre no era caminar hacia el muro fronterizo, sino realizar una marcha de protesta que tenía como destino un callejón aledaño a la frontera de San Ysidro, donde su presencia no entorpeciera el paso vehicular ni el peatonal. Pero todo se torció debido a las decisiones tomadas por la Policía Federal.
La inmensa mayoría de miembros de la caravana prefirió no arriesgarse y decidió mantenerse en el albergue. Unas 500 personas salieron con mantas y consignas con la idea de hacerse visibles y poco más. Pero la policía bloqueó el paso de la marcha y les impidió acceder a ese callejón lateral.
Tres días antes, el jueves 22, habían hecho ya un pequeño ensayo, con muchas menos personas: se estacionaron al lado de la frontera y durante un par de horas gritaron consignas y pidieron a las autoridades estadounidenses que les permitieran pasar. El paso fronterizo se mantuvo intacto y, cuando se aburrieron de tocar una puerta que no se abre, regresaron al albergue escoltados por las autoridades sin haber roto un plato.
Pero ayer fue diferente. Ante el muro policial, los migrantes hicieron algo que dicho en frío suena del todo lógico: si la policía no nos deja seguir en línea recta, pues pasemos por los lados. Y eso hicieron. Luego de una media hora de estar varados frente a la barrera de antimotines que les impedían subir al puente que conduce al paso internacional, decidieron cambiar la ruta y tomar una calle lateral. Cuando la policía reaccionó, el asunto se había desbordado ya.
Guiados por la adrenalina que produce el acto de desobedecer, se precipitaron en estampida, sin ningún orden, a carreras, hacia adelante, sin más brújula que el muro: corrieron por carreteras, se abalanzaron por las paredes de un canal que conduce aguas turbias, escalaron árboles y edificios, subieron paredes de tierra y cuando se dieron cuenta estaban ante la presencia poderosa de esa valla rígida, sin belleza alguna, sin más color que el del óxido, hecha de la basura sobrante de la Guerra del Golfo. Hostil. Y tras ella, unos nerviosísimos agentes de la Border Patroll que apuntaron de inmediato hacia México, a menos de diez metros de la muchedumbre.
Y entonces, a través de los barrotes de la cerca, los centroamericanos se dedicaron a ser ellos mismos:
“¡Déjennos pasar! Donal Tron, dejanos pasar, culero!”
“¡I want to be free!”.
“¿Estás en guerra, gringo, culero?, ¿Acaso estás en guerra para que nos estés apuntando? Dispará pues, pendejo”.
“A Rusia sí te le aguevás”.
“¿Ey, gringo, por qué le estás tomando fotos al negro? ¿Te gustan los negros? Vení, acercátele”.
Los estadounidenses dispararon las primeras latas lacrimógenas y los migrantes se replegaron… Unos minutos, pero luego volvieron a tener su díscolo intercambio con los agentes fronterizos. Algunos tomaron piedras con la peregrina idea de lanzarlas por el muro. Uno tomó un ladrillo entero. Afortunadamente las voces de la sensatez aplacaron las energías justo antes de que se desatara el pandemonio. Alex Mensing, miembro de la organización Pueblos Sin Frontera, que ha acompañado a la romería por todo México, recorría el lugar –un patio de trenes– con las manos alzadas y con pánico en el rostro: “no, por favor, no, calma, sin violencia, sin violencia, piensen, piensen, usen la cabeza” y caminaba de un lado para otro, llamando a la sensatez y sabiendo que una lluvia de piedras lo podía cambiar todo.
Tres helicópteros artillados sobrevolaban la zona.
Finalmente la Policía Federal mexicana apareció en el lugar. Hizo una barricada de escudos y arreó a la gente fuera del patio ferroviario. Sin violencia, sin lastimar a nadie, los federales hicieron retroceder a la muchedumbre. Pero varios volvieron a jugarles la vuelta, y se colaron por un arcén, que separa la carretera mexicana del territorio estadounidense. Al final de ese arcén hay una barrera hecha de alambre razor, tras el cual se apostaba un contingente de agentes fronterizos.
“Get Back”, gritaba un agente, que no paraba de apuntar a la multitud, que ya comenzaba también a ronronear insultos y a juguetear con piedras en las manos. Unos activistas se adelantaron, pidiendo calma a los centroamericanos: uno hizo retroceder a los más osados y se dirigió a los agentes tras la alambrada: “¡Este es territorio mexicano, no pueden disparar hacia acá, no estamos en territorio estadounidense!”. “Get Back”, respondía el otro, y no atendió razones: lanzó una ráfaga de disparos de goma, y luego el resto de agentes despacharon una decena de latas lacrimógenas que fueron a parar incluso hasta la calle tijuanense aledaña, convirtiendo el lugar en un escenario nebuloso y tóxico. Una lata encontró la cabeza de Rubén Figueroa, miembro de la organización Movimiento Migrante Mesoamericano, le rajó el cuero cabelludo y lo dejó ahogándose en gases y chorreando sangre. Más tarde le darían cuatro puntadas para cerrar la herida.
Los gases lacrimógenos tienen un horrendo efecto asfixiante, aprietan la garganta con un sabor malsano, se meten hasta los pulmones y los estrujan, picotean los ojos y los hacen llorar hasta la ceguera. Su efecto sigue activo varios minutos después de haber estado expuesto a ellos. Mucha gente corría sin dirección con los ojos enrojecidos, escupiendo –o queriendo escupir– el veneno y maldiciendo a la Patrulla Fronteriza.
De nuevo, aparecieron los agentes federales mexicanos para arrear a la multitud hacia el albergue. Fue una marcha triste. Una caminata derrotada. Fue para muchos la confirmación de que la estrategia tendrá que ser distinta, que ese muro sí repele multitudes y que las latas de gas tienen paso libre por sobre los vallas fronterizas. “Solo a que los gasificaran fueron”, se burló, a la entrada del albergue, un prudente que aquel día no salió a protestar, y el resto lo miró sin decir palabra.