Jueves 29 de noviembre. La temporada de lluvias ha comenzado en el norte de México. Desde la mañana, un aguacero frío llegó a Tijuana para quedarse, y cerca de la media noche no parecía tener fin. El agua se instaló sobre todas las cosas: los platos de pollo, que alguien llegó a donar, escurrían un liquidillo grasoso; las carriolas de bebé derrapaban en el fango; las aceras se convirtieron en riadas imposibles de saltar; las carpas se hundían bajo el peso de la lluvia acumulada. La ropa, las banderas, los cigarrillos para la venta, los zapatos, las colchonetas, la ropa donada, las mochilas, la putrefacción de los baños portátiles, los niños, la gente toda. Todo.
Al final del día, la lluvia había destruido el albergue instalado en la unidad deportiva Benito Juárez, de Tijuana, que terminó anegada e inhabitable. Más de 6,000 migrantes, la mayoría de los cuales fueron parte de la primer caravana que salió el 12 de octubre desde San Pedro Sula, Honduras, vieron convertido el refugio, que les ha albergado durante 15 días, en un miasma que se ha llevado gran parte de sus pertenencias.
El municipio tijuanense no fue capaz de anticiparse al hecho de que el lugar que destinó para recibir las caravanas migrantes es a cielo abierto, con un suelo de tierra y que, cada año, con la constancia de las estaciones lluviosas, pues… llueve. Y pasó lo que pasó.
Por la noche del jueves, la alcaldía comenzó a trasladar a las personas hasta otro sitio: el centro de convenciones El Barretal, a diez kilómetros del refugio actual, donde estarán menos conectados con la ciudad, pero bajo techo y por un tiempo indefinido. El traslado de los más de 6,000 migrantes fue hecho en autobuses financiados por la municipalidad, que iniciaron a mover personas a las seis de la tarde. A las nueve de la noche, apenas 500 habían llegado al nuevo refugio. El resto quedó habitando el desastre, a la espera de turno.
Algunos, al límite, decidieron jugarse la última carta: saltar el muro que atraviesa el mar. A las cinco de la tarde, a 15 grados, con un viento helado y bajo un aguacero tenaz, unas familias miraban la playa estadounidense desde el lado mexicano, deseando cosas que no pueden ser, midiendo el muro con la vista, haciendo planes y deshaciéndolos luego. Esperando que algo pasara y que nunca pasó.
Por la noche, bajo la luz potente de unos reflectores de alta intensidad colocados al norte del muro, un grupo de mujeres y sus hijos se colaron por la barrera de pilares metálicos y corrieron por la playa estadounidense ante la vista de un vehículo de la Patrulla Fronteriza. Ni siquiera intentaron correr. Los agentes los atraparon a metros de la valla. Si su plan funciona, se declararán refugiados y esperarán la compasión de la burocracia durante meses. Si no funciona, serán deportados a Honduras en los próximos días. Los hombres, en cambio, no caben entre los barrotes. Por la noche, al menos tres intentaron sortear la barrera fronteriza por el mar. Uno fue rescatado al borde de la hipotermia. Todavía no se sabe nada de los otros.
El fin de la caravana
Hay algo que todos parecen haber comprendido con claridad: aquello que les hizo invencibles en el sur –ser una multitud musculosa y compacta– es un lastre en el norte. El último intento de usar el argumento de la masa para llegar a la meta fue el domingo 25 y acabó con una lluvia de gases lacrimógenos lanzados por la policía fronteriza de Estados Unidos cuando unos cientos decidieron lanzarse contra el muro.
Ahora, a la luz de la realidad, cada quien sabe que es dueño de su propio destino y que ya no hay refugio posible en la multitud: Ilberto Montes fue electo como uno de los ocho miembros que liderarían la caravana hace ya miles de kilómetros, y dice que su trabajo ha terminado: “Ya no hay más. Llegamos hasta donde dijimos que íbamos a llegar. A partir de aquí cada quien debe tomar sus decisiones”. Él, por ejemplo, ha renunciado a la idea de entrar a Estados Unidos. En Honduras era trabajador en una bananera y está dispuesto a hacer cualquier cosa en Tijuana. Buscará una visa humanitaria. Y espera regularizar su situación para regresar a Honduras a traer a su esposa y a sus hijos.
La mayoría ha cifrado sus esperanzas en una feria de trabajo que se ha instalado frente al cementerio de Tijuana. Más de 2,000 personas han solicitado trabajo, dejando constancia de sus talentos: carpinteros, conductores de camiones pesados, cocineras, limpiadoras de casas ajenas, meseros. Y ahora esperan que algún día alguien pronuncie su nombre. Mientras tanto deben seguir juntos, al abrigo de un refugio y de la comida que la caridad municipal y privada ofrezca.
La caravana se acabó. Este es el fin del viaje colectivo. A partir de ahora, los caminos se caminan en solitario.