Tres comunidades del interior de El Salvador retratan la crisis de agua que viven muchas zonas empobrecidas. En un año de protestas por supuestos intentos privatizadores y de un proyecto de ley entrampado en la Asamblea Legislativa, un recorrido por algunos confines de El Salvador ilustra el atraso en la materia. La comunidad La Maraña, en Sensuntepeque; el cantón La Uvilla, en Ciudad Victoria, ambos en Cabañas; y la Isla Perico, en La Unión, ponen en escena a los que nunca han tenido chorros útiles. Según dijo la ONU en 2016, más de 600,000 salvadoreños no tenían acceso al agua potable. El 99%, en zonas rurales. Estos son salvadoreños al margen del debate del agua potable. Se rebuscan, se bañan; se rebuscan, beben; se rebuscan, lavan; se rebuscan, hay agua.
Entre las hidroeléctricas Cerrón Grande y 5 de Noviembre hay vida en una comunidad compuesta por 157 familias, construida en las orillas del embalse. Es el caserío La Maraña, en el cantón Santa Rosa, del municipio de Sensuntepeque, en Cabañas, zona fronteriza con el departamento de Chalatenango. En el año 2013, les inauguraron un proyecto de agua. Hasta la fecha nunca han visto caer líquido de un chorro. En la imagen, Jaqueline Echeverría , de cinco años, extrae agua de un pozo para bañar a Gerson, su hermano de tres años.
La familia Escobar invirtió alrededor de $115 para hacer la conexión de tuberías internas en su hogar. Además, pagó $30 por el derecho a un contador y una acometida. En los patios de la vivienda, los tubos y grifos son una decoración más de esa precariedad, donde el agua para el uso diario la extraen del Río Lempa. Hubo tuberías, pero nunca agua potable.
El agua que llega al caserío La Maraña llega contaminada por las aguas negras que bajan de la capital, a través del río Acelhuate. Los habitantes de esta zona rural del municipio de Sensuntepeque la usan para sus oficios de rutina, y para sobrevivir por medio de la pesca.
Con tres cubetas semanales se abastece una familia de cinco integrantes del caserío La Maraña. Es agua que extraen de un pozo ubicado a 200 metros de distancia. Agua que, según un estudio del Laboratorio Fisicoquímico de Aguas de la Universidad de El Salvador, realizado entre el 25 de noviembre al 5 de diciembre de 2014, contiene altos niveles de aluminio, arsénico, manganeso y plomo. Todas las familias consumen agua de un pozo, es la única a la que tienen acceso.
A las 5 de la mañana, Tránsito Rivas (izquierda), de 45 años, se baña junto a su hijo Óscar, de diez años, para comenzar la jornada del día. Esta familia almacena agua lluvia que se mezcla con tierra y hojas secas, en un estanque de cemento de dos metros de profundidad y cuatro de diámetro, ubicado a unos diez metros de la vivienda. En el cantón La Uvilla, del municipio de Ciudad Victoria, en el departamento de Cabañas, sus habitantes nunca han disfrutado el agua potable.
El cantón La Uvilla es una comunidad precaria en medio de montañas, con una dinámica ecónomica que se sostiene por la agricultura y la ganadería. El invierno es un bálsamo para sus habitanes. Es la época en la que menos se les dificulta tener agua. Acueductos improvisados que bajan el agua de los techos han sido instalados en la mayoría de viviendas.
En la vivienda de Josefina García, de 37 años, viven ella, sus esposo y sus cuatro hijos. El agua para beber y cocinar la obtienen con un sistema de tubería artesanal, hecho con tubo negro de plástico y soportado por alambres, que extrae el agua de un nacimiento, desde un terreno ubicado a un kilómetro y medio de distancia. Por este servicio, la familia del cantón La Uvilla paga $20 cada dos meses, y tiene derecho a llenar sus recipientes dos veces por semana.
Los nacimientos de agua están en la parte baja del cantón La Uvilla. Todos hacen uso de los tres manantiales que se abstecen por las filtraciones de agua que bajan desde la montaña, pero que a su paso, esas mismas filtraciones recorren las zonas donde están ubicadas las letrinas en la parte alta de la comunidad. En su recorrido, el agua se filtra por tierra mezclada con excrementos.
La casa de Cristian David Orellana, de seis años, en el cantón La Uvilla, es casi la última en lo alto de la comunidad. Para obtener un poco de agua, su madre ha colocado los escombros de una refrigeradora, donde almacena lo que baja del techo cuando llueve. Cristian vive en una casa fabricada con láminas, junto a sus padres y su hermana menor.
El caserío La Ceiba es un asentamiento aislado del cantón La Uvilla. Este nacimiento abastece a sus pobladores. El agua para beber, que extraen de este hoyo de dos metros de profundidad, contiene residuos de jabón, con el que lavan ropa. Para poder llenar un recipiente, antes deben ensuciar el agua con los pies que pisan la escalera improvisada con un tronco.
María Cristina Rivas sube tres veces al día a un nacimiento de agua desde el caserío La Ceiba. Debe recorrer 300 metros desde su casa, en medio de la maleza, para lavar la ropa, los trastes y conseguir un poco de agua para beber.
En el caserío El Ocotillo, cercano a La Uvilla, sus habitantes han construido un reservorio de 20 metros de diámetro y diez de profundidad, con una base de plástico negro. Este acumula toda el agua lluvia, que en época seca les abastece para regar los cultivos de maíz, frijol y café.
Cuando baja la marea, cinco pozos aparecen como una ilusión que dura cuatro horas en la Isla Perico, en La Unión. La comunidad ha escarbado la arena para recolectar agua agridulce. Se trata de hoyos donde insertan un tubo de cemento o plástico, al que le colocan arena blanca al fondo para filtrar. Es el invento más importante de esta comunidad. Gracias a él, tienen agua cuatro horas al día.
Balbina Viera, a sus 42 años, lava la ropa de las maestras del Centro Escolar de la Isla Perico una vez por semana. Lava cuatro docenas en cuatro horas. Eso le garantiza un ingreso de ocho dólares, imprescindibles para dar de comer a sus siete hijos. Su tiempo es valioso mientras la marea no suba.
En medio de ese desierto que genera la bajada del mar por cuatro horas, Oneyda Mendoza, de 25 años, toma un baño a media mañana. En esa isla, el mar es el que manda en su rutina.
Las familias de la Isla Perico funcionan bajo las normas de las aguas del Golfo de Fonseca. Cuando la marea sube, pescan para vivir; cuando baja, recolectan agua para vivir.