El primer tuit sobre la Mara Salvatrucha en la cuenta oficial de Donald Trump se escribió el 20 de abril de 2017, cumplidos tres meses exactos desde su juramentación como presidente del país más poderoso del mundo. “Las débiles políticas de inmigración ilegal de la administración Obama permitieron que pandillas de la MS-13 se formaran en ciudades de todo Estados Unidos. ¡Los estamos eliminando rápidamente!”. Con estas palabras, Trump iniciaba algo que luego devino una constante: usar el fenómeno de las maras (y una en particular, la Mara Salvatrucha o MS-13) para justificar su discurso y sus políticas antimigrantes.
Pero, ¿qué son las maras? Tratar de resumir en un párrafo un fenómeno tan complejo es una osadía, casi una imprudencia, pero ahí va: las maras son grupos juveniles muy violentos originados en el área de Los Ángeles (California), que comenzaron a ganar adeptos en la región centroamericana desde inicios de los noventa, vía la deportación masiva de miembros activos en las dos pandillas latinas que más apertura tuvieron a que los migrantes centroamericanos engrosaran sus filas: la MS-13 y el Barrio 18. Los primeros dieciocheros y emeeses deportados no tardaron en hacer crecer sus respectivas pandillas en un entorno social de pobreza, desigualdad y violencia, sumado a una debilidad institucional extrema y a una presencia del Estado nula o insignificante. En menos de un cuarto de siglo, esos grupos integrados por jóvenes y adolescentes pasaron de ser un problema de seguridad pública a convertirse en un problema de seguridad nacional, siendo El Salvador el país en el que más se desarrollaron. Es un fenómeno fragmentado, muy territorial y ultraviolento, y que ha demostrado tener gran capacidad de adaptación a las políticas públicas con las que los distintos gobiernos han tratado de combatirlas, casi todas de corte estrictamente represivo. Hoy, tras 30 años de evolución en función de las condiciones propias de las sociedades centroamericanas, muy poco tiene ya que ver la MS-13 que opera en San Salvador o en Tegucigalpa con su homónima en Los Ángeles. Referirse a la Mara Salvatrucha o a la pandilla 18 como un todo, como una especie de multinacional del crimen, es uno de los errores más recurrentes entre académicos, periodistas e incluso autoridades encargadas de neutralizar la amenaza que suponen.
Desde las primeras aproximaciones de la Sala Negra, un equipo de investigación que el periódico digital El Faro puso en marcha en 2010 para tratar de diseccionar y comprender las distintas expresiones de violencia en el Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras), nos apareció el tema de la relación de estas estructuras con el narcotráfico. ¿Eran –son– las maras actores clave en el trasiego de cocaína entre la región andina y las fosas nasales de los gringos? ¿Son una amenaza real para el país más poderoso, como se infiere de la importancia que la MS-13 ha adquirido en los discursos de Donald Trump?
Desde inicios de siglo, informes e investigaciones en apariencia serios –financiados en su mayoría por instituciones estadounidenses, o directamente con fondos federales– vinculan a la 18 y sobre todo a la Mara Salvatrucha con el tráfico internacional de drogas, pero esas aseveraciones no encajan con nuestras averiguaciones sobre el terreno, que dibujan a la mayoría de los pandilleros y a sus familias con preocupaciones mucho más mundanas, como garantizar los tres tiempos de comida. Washington terminó de alborotar el avispero cuando, a finales del año 2012, el Departamento del Tesoro incluyó la MS-13 en su lista negra de grupos criminales trasnacionales, a la par de organizaciones como Los Zetas, la Yakuza o la Camorra. La Mara Salvatrucha de Guatemala, la de Honduras, la de El Salvador y la que opera en territorio mexicano –al sur, sobre todo– no son lo mismo después de esas tres décadas de evolución en paralelo. Incluso dentro de El Salvador, el caso que mejor conocemos, dar el mismo rol a todas las clicas (la unidad básica de funcionamiento de la pandilla) y programas (conjunto de clicas que operan bajo un mismo mando) de la MS-13 es un absurdo. Ni en un país tan pequeño, de poco más de 20 000 kilómetros cuadrados, la generalización sin matices gruesos es buena consejera.
En la Sala Negra nos propusimos responder de una vez por todas la pregunta sobre qué tan importante era el papel de la MS-13 en el narcotráfico internacional. En alianza con The New York Times, se hizo una investigación que se prolongó por más de medio año, y que cuajó en un reportaje publicado simultáneamente por ambos medios, en noviembre de 2016, y cuya versión en castellano se tituló La mafia de pobres que desangra El Salvador. La nota es extensa, sólida, acuciosa, y desde ya la invitación a leerla completa, pero extraigo un párrafo que ilustra a cabalidad el tema de esta columna: “Aunque las pandillas de El Salvador sí venden drogas, son simples vendedores callejeros. De 2011 a 2015, la Policía Nacional Civil les confiscó en total 13,9 kilogramos de cocaína, menos del uno por ciento del total incautado. Tres cuartas partes de los miembros de las pandillas procesados por narcotráfico en los últimos años fueron acusados de los delitos de posesión y tenencia de drogas. Es decir, por poseer menos de 2 gramos”.
Desde esa publicación han pasado dos años, pero no tenemos pruebas de que haya habido cambios sustanciales, mucho menos certeza de que la MS-13 o la 18 se hayan convertido en agentes de peso en el tráfico internacional de droga, o que como pandillas mantengan siquiera una relación de iguales o de dependencia con cualquiera de los carteles mexicanos que suministran el mercado estadounidense.
Las maras mueven y consumen droga, eso es hecho irrefutable, pero su rol principal en la cadena de distribución es el narcomenudeo, amparados en el agresivo control territorial que mantienen en los barrios, colonias y cantones que dominan. Es probable que alguna clica o algún programa en particular haya dado el salto y esté moviendo cantidades más significativas, pero medidas siempre en kilogramos y no en toneladas.
Sobre los informes e investigaciones que afirman que las maras centroamericanas tienen un rol determinante en el narcotráfico mundial, no me cabe más que cuestionar sus métodos de investigación por superficiales, sesgados o apriorísticos, o incluso sus intereses o de los de sus financistas para hacer ese tipo de afirmaciones.
Que a medio o largo plazo se camine hacia un mayor involucramiento de los mareros no es algo que deba descartarse; al contrario. Por probable y hasta lógica, conviene tener en el radar la idea de que, en especial la Mara Salvatrucha (la más organizada y jerarquizada, dentro de la atomización y autonomía operativa de las clicas propia de este fenómeno), o un grupo selecto de sus miembros, termine convertida en un actor mucho más articulado y capaz de mover toneladas a través de las múltiples fronteras de la región centroamericana. Puede que incluso se haya comenzado a caminar en esa dirección ya en Honduras o Guatemala, donde las maras tienen una competencia más dura con el narco en el ámbito de la presencia territorial.
A este lado del oceáno Atlántico se escucha con frecuencia la expresión ‘Asustar con el petate del muerto’. La utilizamos cuando alguien o algo quiere provocar zozobra sin que haya una causa que lo justifique. No estoy en capacidad de explicar quién o por qué se nos lleva años asustando con el petate del muerto en el tema puntual de la relación entre las maras y el narcotráfico internacional, pero sí puedo afirmar que esa relación es, en todo caso, embrionaria. Las maras son un fenómeno que afecta de forma brutal el diario vivir de millones de centroamericanos, cuyos miembros cada día generan muerte, desplazamiento forzado y ruina. Conviene que el diagnóstico sea lo más certero posible si en verdad se quiere solucionar este problema.
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La versión original de esta columna se publicó en el número 35 de Por la Paz, una revista que edita el Instituto Catalán Internacional para la Paz (ICIP) en Barcelona, Cataluña. El Faro la reproduce con autorización expresa. El autor, Roberto Valencia, es periodista de El Faro y acaba de publicar Carta desde Zacatraz (Libros del KO, Madrid, 2018), un libro que desentraña el fenómeno de las maras.