Columnas / Cultura

Mi colaboración con Ana María Nafría

Hace treinta años, los caminos de Ana María Nafría y Francisco Domínguez se cruzaron gracias a las palabras. En 1986, él ingresó a la carrera de Filosofía de la Universidad Centroamericana (UCA) y recibió clases de Lingüística con ella. Este texto fue elaborado para el homenaje póstumo a Nafría realizado el jueves 24 de enero 2019.

Viernes, 25 de enero de 2019
Francisco Domínguez

1. Lingüística I

Durante el primer ciclo de 1990 en la UCA desperté todos los días a las tres de la mañana con la misma pesadilla: un estudiante me hacía una pregunta y yo no sabía responderle. Ese año era el último de mi carrera de Filosofía y ese mismo año, para mi suerte y mi desgracia, comenzaba la Licenciatura en Comunicación y Periodismo (así se llamaba entonces).

Desde hacía tres años, 1987, en mi segundo año de carrera, colaboraba con Ana María como instructor de Lingüística (como también lo fueron Márgara [de Simán] y Ricardo [Roque] en su momento) atendiendo consultas de los alumnos y revisando parte de los exámenes. En ese aciago 1990, mi plan era terminar mis estudios, graduarme y conseguir trabajo dando clases en un colegio; sin embargo, todo cambiaría de un día para otro cuando ocurrió lo siguiente.

Cuando la UCA abrió Comunicación y Periodismo, no se imaginó la avalancha de estudiantes que solicitarían ingreso, de modo que, además de las dos secciones habituales de Lingüística I, una por la mañana y otra por la tarde, hubo que abrir otra sección por la mañana. Para suplir esa necesidad, se publicó un anuncio en el periódico, se recibieron currículos y la jefa del Departamento, en ese momento llamado de Letras, Comunicación y Periodismo, nuestra querida Ana María, entrevistó a los candidatos. Una profesora joven fue la elegida. De acuerdo con su hoja de vida, acababa de terminar su maestría en Lingüística en la Universidad de Sao Paulo. Ana María le dio el programa de la asignatura, lo discutieron juntas y la profesora estuvo de acuerdo con que no tendría ningún inconveniente para desarrollarlo. En todo caso, Ana María le ofreció todo su apoyo para ayudarla en lo que fuera necesario.

Una o dos semanas después, comenzaron las clases y en la misma primera semana los estudiantes de Comunicación y Periodismo ya se habían organizado y a la recién estrenada profesora le habían hecho un motín. Nombraron una comisión que iría donde Ana María, pues acusaban a la catedrática de dos delitos: ellos no le entendían nada y ella no podía manejar la clase. Todo ocurría en la magna VI. Se concertó la reunión, se plantearon los problemas y Ana María se comprometió con los estudiantes a hablar con la profesora y a asistir como observadora, previa autorización de ella, a una de sus clases. No sé lo que vio ni lo que oyó, pero ese mismo día por la tarde Ana María me llamó a su oficina y me dijo: “A partir de la próxima semana, te tienes que hacer cargo de la sección de Lingüística I de la magna VI. Ya no hay tiempo para contratar a alguien más y tú estás suficientemente preparado. Además, yo te ayudaré en todo lo que pueda. Vas a venir todos los días a preparar conmigo la clase del día siguiente (nunca el “coyol quebrado, coyol comido” se había hecho en mi vida tan patente) y si alguna vez alguien te pregunta algo que tú no sepas, dile: “Qué pregunta tan interesante. Sin embargo, es de tal complejidad que prefiero no responderla en este momento porque puedo confundir a tus compañeros. En la próxima clase, vuelve a preguntar y entonces te responderé con propiedad”. Pero la bienintencionada fórmula no funcionó, pues esa pesadilla de las tres de la mañana me acompañó desde ese día hasta el final del ciclo… y, en algún otro momento crítico de mi vida, ha vuelto a aparecer modificada.

Así comencé mi experiencia docente en la UCA, como estudiante inconcluso y profesor ilegal. Fue tal el trauma que me provocó tal experiencia que no recuerdo nada de lo que enseñé en ese curso de Lingüística I. Por ahí he revisado algunos apuntes de esa época, pero no me reconozco en ellos. Sin embargo, hay algo que no puedo olvidar: cuando yo me equivocaba en un concepto y un grupo de los rebeldes iba donde Ana María a dar la queja, ella, sin saber si aquello era cierto, y seguramente lo era, los increpaba: “Eso no puede ser. Él no les ha dicho eso. Lo más probable es que ustedes no hayan puesto atención y se hayan confundido. En todo caso, ya le diré yo a él que en la próxima clase lo aclare”. A partir de esos días comprendí, porque Ana María me enseñó, que gran parte de la labor docente se basa en la confianza y en la solidaridad, pero más aún en la certeza de que con la debida ayuda todos podemos comunicar a alguien lo que sabemos.

2. Módulos de educación a distancia

Ocho años después, en 1998, la UCA ya llevaba algunos años trabajando con el Ministerio de Educación en la reforma educativa y, como parte de ella, a un grupo de profesores se le había encargado producir los textos para tercer ciclo y bachillerato de las asignaturas fundamentales y, además, los módulos de educación a distancia.

Yo recién había regresado de estudiar en Madrid, todavía no me habían asignado oficina ni clase ni nada, cuando Ana María me llamó para que la ayudara con un proyecto: los famosos módulos de educación a distancia para Lenguaje y Literatura. Ella, Paco Escobar y alguien a quien no recuerdo harían los de tercer ciclo, y dos colegas, Claudia Hernández y Manuel Velasco, y yo nos encargaríamos de los dos años de bachillerato.

En ese entonces, yo no sabía nada de educación a distancia y menos aún de escribir textos educativos. Sin embargo, era un encargo de Ana María y, como tampoco me preguntó si yo estaba de acuerdo, empezamos a trabajar en ellos inmediatamente porque había que terminarlos cuanto antes. Claudia se encargó del área de Literatura, yo de Lengua y Manuel de Expresión. Joaquín Samayoa sería nuestro editor y la pesadilla comenzó, pero no por Joaquín, sino por nuestra inexperiencia. A Joaquín no le gustaba lo que escribíamos y tenía razón; a nosotros tampoco. Esta segunda vez, Ana María me había tirado a la piscina sin flotador y, peor aún, en compañía. No recuerdo la cantidad de veces que nos reunimos Claudia, Manuel y yo, y más aún las veces que llegamos a la oficina de Joaquín a recoger los textos con una legión interminable de observaciones, pues en cada entrega desaparecían unas, pero aparecían otras. Al final, luego de varios meses de labores, ya enzarzado en la responsabilidad de las clases y los estudiantes, trabajando por las noches y durante los fines de semana, los textos se concluyeron con la rotunda frase de Joaquín: “Ahora, por fin, están a mi entera satisfacción”.

Esa experiencia, más que la producción de los contenidos en sí, me ayudó la ordenar mi cabeza y a sentar las bases de mi trabajo futuro. De esta segunda colaboración aprendí que, además de tener unas capacidades, en el camino vamos desarrollando otras, aunque a veces eso mismo se nos olvide en los salones de clase.

3. La corrección de textos

A inicios del 2000 dejé la UCA, pero nunca a Ana María; todo lo contrario, nuestras reuniones se volvieron más frecuentes y entonces ocurrían en su casa o en la casa de Carmen [Álvarez]. Luego de un raudo año en el Ministerio de Educación, aterricé en La Prensa Gráfica y, como ahí corregía textos, Ana María empezó a pedirme que le ayudara con los que a ella le llegaban.

Quien ha revisado, corregido y mejorado textos que otros han escrito sabe que parte importante de esa tarea es la resolución de dudas. Entonces, con Ana María, comenzamos a coleccionar primero cada uno y luego los dos juntos aquellas dudas que los documentos que leíamos nos sugerían y que habíamos resuelto “provisionalmente” para salir del apuro, pero con cuyas respuestas no estábamos plenamente de acuerdo.

Como correctores y coleccionistas de dudas, vivimos una época dorada, pues durante esos años, luego de décadas de mutismo, la Real Academia Española (RAE) publicó los textos que ahora son referencias de la normativa hispánica: el Diccionario panhispánico de dudas (2005), la Nueva gramática de la lengua española (2009-2011), el Diccionario de americanismos (2010), la Ortografía de la lengua española (2010) y la 23.a edición del Diccionario de la lengua española (2014). No llegó a conocer el Libro de estilo de la lengua española (2018), publicado apenas dos días antes de su muerte, en noviembre del año pasado, pero estoy seguro de que le habría hecho mucha ilusión.

Estos textos a menudo acompañaban nuestras reuniones y nos servían para solucionar “provisionalmente” nuestras dudas. Hago énfasis en el “provisionalmente” porque en más ocasiones de las que podrían imaginarse, luego de un examen profundo, Ana María afirmaba: “No estoy de acuerdo con lo que dice la Academia” o “Esto aquí no está bien explicado” o, peor aún, “Este texto contradice lo que sostiene este otro”. Ella era así. Todos los que la conocieron saben que su amor profundo por la RAE jamás comprometió su privilegiada mente cartesiana en su necesidad de ideas claras y distintas.

4. Los diálogos gramaticales

Mi última colaboración con Ana María fueron los “Diálogos gramaticales”, publicados por El Faro (2016-2017). Tuve que insistirle porque no quería. La sola idea de que apareciera su fotografía en un periódico, peor aún que tuviera que describirse a sí misma en el epígrafe que acompañaría su imagen, la ponía nerviosa. Sin embargo, presionada por mí y por la periodista encargada de la sección, María Luz Nóchez, escribió: “Me entusiasma facilitar a mis estudiantes la comprensión de la estructura de la lengua española”. En una línea sintetizó sus más de cuarenta años de docencia universitaria.

La redacción de los diálogos era pura diversión. Cada quince días nos reuníamos en su oficina en la UCA y empezábamos a platicar sobre aquellas dudas que durante años habíamos ido coleccionando. Cada uno llevaba sus apuntes, teníamos aquellos libros a la mano y nuevamente ella era la profesora y yo el alumno. Yo preguntaba y ella respondía (El Faro, 31 de julio del 2017):

Francisco: Hoy no puedo quedarme a preparar este diálogo porque tengo que ir a traer a mi papá para llevarlo al médico.

Ana María: Y si quieres llevarlo al médico, ¿para qué lo vas a traer aquí?
F: No lo voy a traer aquí, lo voy a traer a su casa.
AM: ¿A mi casa?
F: No, a su casa de usted no, a la de él.
AM: Entonces, lo vas a ir a buscar.
F: No, no lo tengo que buscar porque ya sé dónde está. Lo que quiero es ir a dejarlo al médico, pero antes tengo que ir a traerlo.
AM: ¡Cuántas vueltas! Sigo sin entender por qué primero vas a la casa de tu papá, lo subes a tu carro, lo traes para acá y, a continuación, lo llevas al médico. ¿Por qué no lo llevas directamente al médico?
F: Me está mareando usted.
AM: Estoy bromeando. Ya entendí que estás utilizando el verbo “traer” con el significado de “recoger a alguien”. Parecemos aquellos dos cómicos que hacían un diálogo a propósito del nombre de su perro llamado Quien:
[…]
F: Claro. Es que a veces se me olvida que usted es española y que hay frases o construcciones que solo un salvadoreño entiende, porque muchas palabras tienen significados diferentes según la región en la que se utilicen.
AM: Sí, y además, en ocasiones los significados de una misma palabra son opuestos; por ejemplo, en este caso, “traer”.
F: ¿Y habrá otras palabras, así como “traer”, que en regiones diferentes tengan significados opuestos?
AM: Por supuesto. Yo mencionaría “hoy” y “ahora”, y peor si es “ahorita”. Si en cierto país vecino le pides a un camarero un vaso de agua y te responde “ahorita se lo traigo”, ármate de paciencia porque ese “ahorita” puede significar un lapso de una hora, dos horas, una semana…
F: ¡Qué exagerada!
AM: Hablo por experiencia. Desde luego, no quiere decir “de inmediato”.
F: Pero ese no es ejemplo para lo que estamos hablando.
AM: Claro que no. Se trata de una anécdota, pero refleja una actitud cultural. Si en una región, “ahora” quiere decir “enseguida” o “en este momento”, en otras regiones es una respuesta cuyo significado es una incógnita para el que la recibe. Pero regresemos a tu pregunta sobre los significados opuestos. La palabra “animal” dicha a una persona, en El Salvador significa que esta es alguien “de comportamiento instintivo, ignorante y grosero”. Pero en otro país con el mismo idioma, la pueden usar para designar a una persona “que destaca extraordinariamente por su saber, inteligencia o esfuerzo”.
F: Pues yo nunca había oído este último significado. Jamás se me habría ocurrido que llamar a alguien “animal” fuera una alabanza. No me veo yo gritándole a alguien “sos un animal”, sin que por ello mi vida corra peligro.
AM: Eso te pasa por no consultar el diccionario.

En ello estábamos cuando sobrevino la enfermedad y la historia que ustedes ya conocen. De esta colaboración aprendí que yo siempre seré el alumno y ella siempre la maestra, y que no puedo estar más agradecido con la vida por haber podido conocer a una mujer con tanta capacidad de reír y de transformar el lenguaje en una cotidiana fiesta.

*Este texto fue elaborado para el homenaje póstumo a Nafría realizado el jueves 24 de enero 2019 en la Universidad Centroamericana.

La lingüista Ana María Nafría y el lexicógrafo Francisco Domínguez conversan en uno de los jardines de La Casa de Las Academias. Foto: Fred Ramos
La lingüista Ana María Nafría y el lexicógrafo Francisco Domínguez conversan en uno de los jardines de La Casa de Las Academias. Foto: Fred Ramos


*Francisco Domínguez estudió Filosofía en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), Lingüística en la Universidad Complutense de Madrid y Lexicografía Hispánica en la Real Academia Española. Ha sido becario de la Academia Salvadoreña de la Lengua en dos ocasiones y trabaja desde hace más de una década como profesor del área del lenguaje en la Escuela Superior de Economía y Negocios (Esen).

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