Es difícil distinguir a primera vista a un hondureño de un salvadoreño: llevan en la piel el mismo síntoma del sol; en el acento los mismos tonos, una sobreabundancia de jotas y ese canturreo neutro tan difícil de imitar. La mayoría tiene manos hoscas, producto de años de trabajo físico, aunque, cuando hablan, ambos emplean el diminutivo en exceso, dando la idea falsa de que vienen de lugares muy propensos a la ternura.
Ninguno tiene el cantito delator del guatemalteco o del nicaragüense, o la erre desmayada de los costarricenses y andan todos en la boca la palabra chele, o el cerote cotidiano y comodín, o el hijueputa sólido como un mazo, capaz de significar, a partes iguales, un insulto inadmisible o una prueba de la más pura amistad.
El camino del migrante tampoco ayuda: les impone las mismas necesidades, las mismas gorras, las mismas mochilas, los mismos zapatos rotos, la misma mirada desconfiada y las mismas preguntas.
“¿Sabe dónde está el puente?”, me preguntó un hombre –muy cerca del puente– mientras yo recorría el municipio de Ayutla buscando salvadoreños con los que hablar de política y de las elecciones presidenciales. Era el mediodía del sábado 18 de enero, cuando se comenzaban a acumular cientos y cientos de centroamericanos en aquel municipio guatemalteco fronterizo con México.
Carlos buscaba el puente Rodolfo Robles porque había escuchado una versión prodigiosa: los mexicanos ya no se dedicaban a arrojar gas lacrimógeno a los miembros de las caravanas de migrantes centroamericanos; ya no aterrorizaban con helicópteros a quienes cruzaban el río Suchiate para entrar a hurtadillas a Chiapas. Le habían contado que ahora daban “permiso de pasar”, así, sin más. Y quería verlo con sus propios ojos.
Así que caminamos juntos hacia el puente. “¿De qué parte de Honduras es usted?”, le pregunté. “Nombre, compa, yo soy salvadoreño”, me respondió cabizbajo, como si aquello fuera malo. “Chócale”, le dije, con mi mejor sonrisa. Me examino de pies a cabeza con el ceño fruncido y al cabo de unos segundos dictaminó “no parece”.
Carlos es de Nahuizalco, Sonsonate. Tiene 34 años, aunque aparenta muchos más, y responde a mis primeras preguntas sobre los candidatos presidenciales con versículos de la Biblia: “La palabra dice que en los últimos días se verán cosas”, me dijo. “¿Cómo qué cosas?”, le pregunté, asumiendo que estamos en los últimos días. “Todo eso, todo eso que se ve ahora”, respondió, asumiendo que yo sabía todo eso.
A Carlos la Mara Salvatrucha-13 lo aterroriza de un modo físico. No pronuncia siquiera el nombre de aquel monstruo que un día llegó a la venta de tortillas de su madre a pedir una cantidad de dinero impagable. Su madre tuvo que cerrar la tortillería y él se convirtió en el único responsable de alimentar a los suyos: dos hermanas menores de edad y su progenitora que lo voltearon a ver buscando respuestas.
Desde los 19 años, Carlos se considera un mecánico automotriz, oficio del que no ostenta título alguno, pues lo aprendió viendo cómo su padre destripaba motores. Trabajó en un taller, que cobraba a cada mecánico por usar el espacio y las herramientas… hasta que la Mara Salvatrucha-13 llegó también a exigir extorsión: 200 dólares al mes por trabajador. “¿Y de dónde iba a sacar yo para darles?”. Así que renunció al taller y emprendió camino hasta llegar a Ayutla.
“Pero vienen elecciones, Carlos, ¿no ve la posibilidad de que la cosa cambie?”, le solté para ir entrando en materia. “Mire, ya estamos grandecitos”, me respondió, como si le hubiera preguntado por Santa Claus. Carlos cree que no hay fuerza humana capaz de cambiar nada, o al menos no para bien. El único, dijo, capaz de arreglar las cosas es Dios y, puesto que Dios no está dentro de los candidatos a presidente de El Salvador, a él no le interesó seguir hablando del tema ni una palabra más.
Cuando llegamos al puente Rodolfo Robles, Carlos descubrió que la cosa no era tan sencilla como pasar a México caminando sin más: cientos se formaban en una línea kilométrica a la espera de turno para ser registrados en la aduana mexicana.
Aunque las autoridades de migración habían dispuesto varios toldos sobre el puente, éstos no eran suficientes para guarecer a aquella multitud, así que a Carlos, que fue el último de la fila por unos segundos, le tocó esperar bajo aquel sol perverso que derritió de inmediato su paciencia. “Gracias”, me dijo, seguido de un “adiós”, que interpreté correctamente como “dejá de preguntarme tonterías”. Así que no me quedó más remedio que seguir mi camino, recorriendo aquella fila alargada.
El día anterior a mi conversación con Carlos, 2 mil 373 personas se habían registrado para obtener una visa humanitaria, entre ellos 1933 hondureños y 262 salvadoreños. Esa fila de centroamericanos sobre el puente Rodolfo Robles se hizo infinita: no ha desaparecido ni aminorado con el paso de los días. Una semana después, el número de personas registradas era de 10466 personas: 1203 salvadoreños, 1396 guatemaltecos, 7644 hondureños, 206 nicaragüenses, siete haitianos, dos cubanos, dos brasileños, tres de Angola y uno de Ecuador.
Un saquito de Doggie
A Joaquín Ernesto las fechas electorales no le traen tan malos recuerdos: en votaciones anteriores ha trabajado como ayudante para el PDC y para el PCN. El asunto, dice, es sencillo: se trabaja desde las cuatro de la madrugada hasta bien entrada la noche, llevando paquetes, ayudando a personas que no se encuentran en los listados, acarreando agua y comida. Todo el día por 10 dólares.
“Y la comidita”, agrega Joaquín Ernesto, para completar la lista de beneficios. A él le parece que aquello es un trato estupendo: 10 enormes dolarotes, más la comida del día, es mucho mejor trato del que ofrecen los patrones a los jornaleros. Además, esos días traían una satisfacción extra, una travesura: aunque llevó puesto todo el día un chaleco con los colores de un partido político, no ha votado nunca por nadie. “Yo echaba la papeleta así como le la daban”, dijo, mostrando en su sonrisa los metales que coronan más de algún diente.
Es un muchacho de 27 años, oriundo de San Ignacio, municipio de Chalatenango, al que reconocí por un sonoro “cipote” con el que llamó a un niño entre la multitud. Lo único que sabe hacer para vivir es sacarle frutos a la tierra en parcelas de terreno que siempre son ajenas: lo contratan para doblar la espalda en pipianeras, papales, tomateras, rabanales o repollales, por seis dólares el jornal. Y cuando había esa suerte de lujo al que se le conoce como horas extra –en un generoso plural– pues tocaba un dólar más: siete.
“Es difícil vivir con eso”, me dijo, “y más ahora que operaron de cálculos a mi mujer, me tuve que endeudar”. Joaquín Ernesto es, en resumen, un campesino muy pobre.
Después de unas 26 horas de espera, había conseguido ser de los primeros en la fila y estaba a punto de obtener su turno para inscribirse como solicitante de visa humanitaria. Ese tiempo le había alcanzado para trabar amistad con sus vecinos de espera, hondureños todos.
“Mire, a mí me da lo mismo que me digan una paja u otra paja”, me respondió cuando por fin entramos en materia y me dio una lección de política práctica: “Ahí anduvo mi hermano detrás primero del Frente y después de Arena. En cada cosita ahí andaba él con su banderita. Igual sigue, jornalero es, igual a yo”.
Tuvo otro hermano que se alejó de las labores agrícolas y se dedicó a la carpintería. “Ahí lo dejaron tirado, a la par de la motosierra, desde un carro le pasaron disparando”. Jamás supo por qué lo mataron, ni a él ni a su familia les ha dado nadie alguna explicación. En su entender, en estos casos es mejor no andar por ahí haciendo muchas preguntas, no vaya a ser que la muerte lo voltee a ver a uno. Hay que resignarse de inmediato y seguir sacándole rábanos a la tierra.
Eso es la política para él: algo que no sirve para nada, salvo para ganarse diez dólares el propio día de las elecciones, más “la comidita”.
Atento a la charla había un hondureño, ansioso por meter su cuchara: los políticos y los presidentes, dijo, sin que nadie se lo preguntara, no valen nada. “Ese presidente que tenemos nosotros (Juan Orlando Hernández) sólo sirviera si lo molieran y lo convirtieran en un saquito de Doggie”, remató, refiriéndose a una marca de comida para perros. “Al menos, se lo podría dar uno a los cachorros”, precisó Joaquín Ernesto y los dejé riéndose de la ocurrencia.
DJ
“Yo me puse una gran pedera cuando ganó (el expresidente Mauricio) Funes, feliz, pensando que el país había cambiado. ¿Dónde está? En Nicaragua escondido. A él no lo van a entregar, Nicaragua lo va a tener ahí. Yo voté por ese maje y también voté por Carita de Nuégado y nada. Nada”, me dice Hever –con h–, a modo de confesión, luego de que yo le expusiera mis propios pecados. “La política nunca llega al pueblo”, sentenció.
Supe que era salvadoreño porque estaba enfrascado en una discusión donde explicaba a sus compañeros de espera que aunque en El Salvador se gana en dólares, “no es lo mismo” que en Estados Unidos. Y porque estaba empeñado en saber cuál era el cambio oficial del dólar a pesos mexicanos. Lo preguntaba por mera curiosidad, puesto que él no llevaba ningún dólar encima.
Hever se considera a sí mismo un tipo afortunado. Salió de El Salvador con un dólar y diez centavos que le alcanzaron para viajar desde San Miguel hasta la frontera con México. “Mire, yo no he caminado nada: salí a la una de la madrugada y a las nueve de la noche ya estaba aquí”.
Disfrutó presumiendo de su suerte, de los camioneros que le dieron aventones largos, de la generosidad de un guatemalteco que le regaló 85 quetzales (11 dólares) y de un hondureño que vendió su celular a cambio de transporte y comida para dos personas.
Hever no tiene un dejo campesino en su hablar. Lleva un tatuaje en el antebrazo derecho y un arete en la oreja izquierda. Luce un corte de pelo con estilo, ni muy largo ni muy corto y es un tipo locuaz por profesión: trabajaba de DJ en una discomóvil “full luces y full video”, según describió. Claro, la discomóvil no era de él, pero el dueño se la encargaba para que hiciera presentaciones en caseríos y cantones de San Miguel. “Trabajás dos veces a la semana y ganás unos 150 dólares semanales. Eso está muy bueno”, dijo. El problema es que estas historias suelen torcerse en algún momento.
“Yo me vine por problemas”, dijo, y no quiso entrar en detalles. “Si nosotros íbamos a un cantón cualquiera de San Miguel había que pagar a la pandilla para entrar con mi gente. A todos nos levantaban la camisa, buscando tatuajes de mareros. A veces pagabas 50 dólares por todo el equipo o 100 dólares por una tocada. Estás trabajando para ellos y no es gracia estar manteniendo lagartos”, explicó, a modo de pista, para comprender la naturaleza de sus problemas.
Hever se ha preocupado por tener una opinión política competente. Está seguro de que el próximo presidente de El Salvador será Nayib Bukele, pero tiene sus reservas: “Tal vez se hagan cosas durante los últimos dos años de Nayib, porque va a querer hacer crecer su partido para seguir gobernando a través de otra persona. Más ahora que la gente ya no quiere votar por Arena ni por el Frente”.
Antes de salir del país, alcanzó a ver la presentación del plan de gobierno de Bukele y tiene algunas observaciones muy puntuales: “¿De qué putas sirve un aeropuerto en San Miguel? ¿Qué beneficio voy a obtener yo de un aeropuerto? Quisiera que abrieran un vergo de maquilas y fábricas que le dieran empleo para tanto vago que anda en la calle. En oriente no hay eso. Quieren abrir un aeropuerto para un país tan pequeño. ¿Desde cuando vienen diciendo que eso va a reactivar la zona? Lo mismo dijeron del puerto Cutuco”, se quejó, memorioso.
A Hever le gusta estar informado, por eso está acá: porque se enteró del cambio en la política migratoria mexicana, que ofrece una tarjeta de identidad, con derecho a trabajo y a entrar y salir del país sin restricciones. “Eso te evita caer preso y tener que regresar al mismo fango del que venís saliendo”. Al mismo fango, dijo, y prendió un cigarrillo que se sacó de la oreja.
No vuelvan
Son idénticos, Cristian, Jairo y Balmore están, sin ninguna duda, cortados con la misma tijera genética. No en balde son hermanos. Tres salvadoreños jóvenes, bajitos y redondos, con el pelo liso, mojado por el sudor. Acaban de unirse a la fila, en la parte del puente en la que no hay toldos y donde el astro rey gobierna sin misericordia.
Son muy unidos estos tres hermanos. Cristian, el mayor, tiene 25 años y es la voz oficial del grupo. Jairo tiene 23 y Balmore 22. Entre los tres suman cinco hijos, que se han criado juntos. Cada uno de estos muchachos ha construido su casa en un terreno común, en el municipio de Izalco, en Sonsonate; de forma que viven –solían vivir– en una especie de comuna familiar en la que también vive su madre, por quien sienten una gran devoción. En el terreno común también alcanzó el espacio para poner la panadería familiar, que es el negocio que les da de comer, o que les debería dar de comer.
Están llenos de frases ensayadas para alardear del privilegio de contar con una familia unida: “La fuerza de la manada está en mantenerse unidos”, recita Balmore, muy serio. Y Jairo hace su intento: “Acuérdese, que una sola golondrina… no hace…. O sea, no le gusta hacer nido a una sola”.
El problema es que hay manadas más grandes: “La panadería comenzaba a levantarse. Empezamos a tener dificultades por las deudas y por los cipotes”, dijo Cristian. Desde luego, cuando habla de “los cipotes” no se refiere a sus hijos, sino a los pandilleros que comenzaron a exigir extorsión.
“Porque ahorita, si medio se va levantando un negocio, hay que pagar un billete para que lo dejen trabajar a uno. El país es bonito, pero el problema es el descontrol de las pandillas. Todo presidente promete lo mismo. Que las pandillas, que las pajas…. Más bien el control del país lo tienen las pandillas”, analizó Cristian, que se siente responsable por sus hermanos menores.
Cristian ya ha entrado a México y ha permanecido sin documentos durante algunas temporadas. Trabaja unos meses en Monterrey y regresa para echar el hombro en la panadería y estar con los suyos.
Los tres hermanos saben ver el vaso medio lleno en algunas áreas: reconocen, por ejemplo, el enorme alivio que significa para las economías precarias como las suyas, el programa de entrega de uniformes, zapatos y útiles escolares que “regala” el gobierno. Eso les permite tener a todos sus hijos escolarizados. Ninguno de ellos consiguió pasar del noveno grado: “No le alcanzó la colcha a nuestros padres para darnos un bachillerato. Con bachillerato ya uno se las arregla”, se lamentó Cristian.
“Mire”, ataja Jairo, “Bukele es lo mismo porque se ha unido con Gana. Es nada más el engaño. Todos esos partidos son de derecha. Es derecha”, remata, como si decir “derecha” lo explicara todo. “Todos los políticos que estaban con Gana están ahora con Nayib. El fundador es Tony Saca, que está preso por corrupto. No sé bien bien la totalidad de lo que se robó, pero sí fue bastantito”, analizó.
Hubo un tiempo, dice Balmore, desde sus 22 años, en que ellos también fueron jóvenes y eso también resultaba peligroso. Como prueba muestra una cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un grupo de policías que pilló a los tres hermanos jugando cartas y le pareció razón suficiente para darles una paliza por vagos.
“Ya nada cambia, nada puede cambiar. Gane quien gane. Con eso de las pandillas ya nada puede cambiar”, concluyó el mayor de los hermanos, y algo dentro de él le apretó la garganta y lo obligó a interrumpirse unos segundos, hasta recomponerse y lanzar: “Toda la familia lloró porque nos veníamos. Sólo somos tres hermanos. Todos vivimos juntos. Hay una casa grande y ahí vivimos todos”.
Los tres muchachos se lanzan enseguida a pronunciar juramentos sobre aquel puente asoleado, prometiendo al cielo, prometiéndose mutuamente, que regresarán por su madre, que ahorrarán dinero y que irán por ella y vivirán en una casita juntos, como debió ser siempre. Prometieron que no la olvidarán, que se partirán el lomo lo que haga falta, pero que tarde o temprano serán de nuevo una manada o unas golondrinas que no anidan solas.
“¿Qué fue lo último que les dijo su madre cuando se venían?”, pregunté. Se hizo un silencio incómodo. Los hondureños se acercaron sin disimulo para estar atentos a la respuesta, que salió de la boca de Cristian en un susurro: “Que ojalá no tuviéramos que regresar nunca”.