Columnas / Desigualdad

Ser mujeres y el hilo común que nos une

Si al hablar de género nos referimos a relaciones de poder entre mujeres y hombres, es decir, a una relación entre personas desiguales, es necesario aclarar, de entrada, que esta no es la única relación de desigualdad que circunscribe la posición social en que vivimos.

Viernes, 29 de marzo de 2019
Morena Herrera

La atrevida invitación a reflexionar y escribir sin pudor y sin vergüenzas nos coloca ante el desafío de pensar sobre cosas que hemos reflexionado y no nos hemos atrevido a decir, o al menos a poner en negro sobre blanco. Cuando era niña deseaba ser un niño, envidiaba la libertad de la que mis amigos gozaban. Poco a poco he comprendido los porqués, por eso, ahora quiero seguir siendo mujer y contribuir a cambiar las reglas que nos oprimen.

Hablar de género
Género o gen plural, como se titula el número de Impúdica, es un concepto que se ha convertido en parte de los discursos políticamente correctos en ciertos círculos sociales, intelectuales y políticos, pese a que renieguen del feminismo como movimiento social que le ha dado origen y, sobre todo, del escándalo de algunas de sus propuestas y demandas, principalmente de aquellas que tienen que ver con los cuerpos, con el placer y con las decisiones reproductivas. Este cambio no es cosa menor, particularmente en sociedades que devienen de culturas conservadoras y, en muchos casos, profundamente misóginas como la salvadoreña.

La categoría género tiene dimensiones analíticas y políticas que no pueden y no deben separarse, pues su desarrollo es el resultado de luchas y cuestionamientos feministas a ideas arraigadas de que las desigualdades entre mujeres y hombres son inmutables y producto de la naturaleza. El uso de «el género» ha permitido explicar y demostrar cómo las sociedades se dividen y organizan jerárquica y simbólicamente a partir de construcciones culturales basadas en el sexo de las personas.

Durante un embarazo, la interrogante inicial casi de rigor de '¿qué es?', es una pregunta que no está asociada únicamente al color de la ropa, de la cunita o a la asignación de los primeros juguetes de quien acaba está por nacer. Por el contrario, es el reflejo de expectativas sociales que van mucho más allá de los deseos de sus progenitores. Nacer hembra/mujer o nacer macho/hombre es un dato casual, pero nuestras sociedades rápidamente se encargan de transmitirle una serie de valores, oportunidades y privilegios ─o restricciones─ derivadas de ese dato, que pareciera ser una simple información sobre la forma genital con que nacemos.

Si al hablar de género nos referimos a relaciones de poder entre mujeres y hombres, es decir, a una relación entre personas desiguales, es necesario aclarar, de entrada, que esta no es la única relación de desigualdad que circunscribe la posición social en que vivimos. Pero sí es posible afirmar que es una de las más pretendidamente ignoradas, o la que cuesta más reconocer. Mientras la alusión a las clases sociales, al racismo, al etnocentrismo, y otras expresiones de desigualdad social, política, cultural y económica son fácilmente aceptadas, las nociones de género resultan más difíciles de reconocer debido a la naturalización con que son percibidas y practicadas.

El modelo de dominio y control masculino sobre las mujeres, en contraste, o frente a la vida cotidiana de las mujeres y lo que ellas hacen, no se manifiesta de manera similar en todas las clases sociales. Por ejemplo, para las que tienen mayor poder económico producto de su posición de clase, esa discriminación parece ser solo un tema de autoridad, de tener que encargarse de mandar y supervisar a quienes hacen el trabajo doméstico y de cuidados en su familia, aunque a veces tienen que ocultar humillaciones e incluso graves situaciones de maltrato porque no se atreven a denunciar a su «poderoso esposo». Para otras, en las que confluyen intersecciones de múltiples opresiones, como la explotación de la clase social, la discriminación étnica o racial, ser mujer pobre, indígena, negra y aun más si es lesbiana o mujer trans, la simple lucha diaria por sobrevivir se convierte en una verdadera batalla.

No podemos hablar de las mujeres sin tener en cuenta esas otras determinaciones sociales, porque existen y nos hacen diferentes. Sin embargo, todas, independientemente de la clase social, el pueblo o los rasgos físicos que nos caracterizan y marcan nuestras vidas, compartimos un hilo común, muchas veces invisible: es el hecho de ser mujeres en sociedades que nos consideran ciudadanas de segunda categoría. Esto es lo que hace posible las alianzas y pactos interclasistas entre mujeres, que obviamente no son fáciles, pero que dan tanto miedo a los patriarcas.

Cabe destacar que, si bien los estudios de género surgen en los años 70 del siglo XX, el análisis y cuestionamiento a las explicaciones biologicistas acerca de la opresión y el lugar social de las mujeres viene siendo debatido teórica y políticamente desde hace más de tres siglos por los feminismos.

La crítica y la acción social y política feminista han convertido la categoría de género en una variable obligada de las ciencias sociales en todos los campos de análisis de la sociedad. Esto ha llevado a que toda investigación sobre fenómenos sociales, que se asuma con la debida seriedad, está obligada a indagar cómo determinada situación afecta de manera diferenciada a mujeres y hombres, así como el cómo y en qué medida contribuye a superar o profundizar las desigualdades de género.

Así, la teoría feminista propone una nueva manera de analizar la realidad, haciéndose cargo de una de las desigualdades milenarias e ignoradas por otras corrientes de pensamiento. Su propuesta no se detiene solo a mirar los rasgos superficiales de relaciones y funciones sociales de mujeres y hombres, sino que busca develar los mecanismos de poder que utiliza el patriarcado para asegurar y perpetuar el dominio sobre las mujeres. Entre ellos, el papel de las subjetividades, las identidades y de los discursos que pretenden legitimar esa dominación.

En palabras sencillas, el feminismo, al mismo tiempo que ha sido y es un movimiento que lucha por la ampliación de derechos y la calidad de la democracia, cuestiona las ideas y prácticas que fundamentan que los hombres son superiores a las mujeres y que tienen el poder para dominarlas.

Violentadas por ser mujeres, aunque hoy contamos con una ley
Una de las formas más conocidas del ejercicio de poder patriarcal es la violencia contra las mujeres por razones de género. En nuestro país, recientemente se ha puesto atención al incremento de los feminicidios, que es la forma más extrema de violencia contra las mujeres. Lamentablemente, tiende a analizarse como un fenómeno aislado y no como parte de una larga cadena de hechos violentos que inician muchas veces en formas muy sutiles, de las cuales es frecuente que las propias mujeres que la sufren sean poco conscientes.

De esta manera, cuando decimos que el piropo callejero es acoso sexual, nos dicen exageradas, o cuando una mujer interpone una denuncia judicial por una agresión sexual que no llegó a ser una violación sexual, se convierte en «sospechosa» de que quizá no le gustan los hombres, y eso de alguna manera la descalifica como denunciante.

Las instancias judiciales, policiales y políticas comprenden muy poco la magnitud que tiene el permiso y la tolerancia social de la violencia masculina que hombres ejercen contra mujeres y niñas. Es frecuente que nos pregunten '¿Y no hay violencia de las mujeres contra los hombres?' Allí tenemos que decir que sí, que las mujeres también podemos ser violentas, sobre todo cuando nos toca defendernos, pero que hay que mirar las estadísticas de las denuncias donde se puede comprobar que en más del 95 % de casos la violencia se ejerce en la otra dirección. A esto, además, hay que agregar que solo una pequeña parte de casos se denuncia, sobre todo si las agresiones han ocurrido en el seno de relaciones familiares y de pareja, y que las mujeres, por vergüenza o por temor, muchas veces no denuncian.

Enfrentamos situaciones similares cuando denunciamos el abuso sexual infantil contra las niñas, salvo en casos donde se muestre graves daños, los tocamientos y otras formas de agresión sexual no son atendidos como prioridad. Recuerdo que hace unos años, en el departamento donde vivo, un juez dio sobreseimiento a un imputado, pastor evangélico ─por cierto─, acusado de violar a una niña de 11 años. El argumento fue que el himen de la niña era elástico y no se podía comprobar la violación.

Pese a todo esto, tenemos que reconocer que hoy podemos denunciar y en algunos casos ─vale subrayar que muy pocos─, las mujeres han logrado acceso a la justicia, aunque no a la reparación de daños. Que contemos con una Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia contra las Mujeres ha sido el resultado de largos años de lucha social de organizaciones de mujeres que movieron voluntades institucionales para su aprobación.

Discriminadas también en la política…
La lucha contra la discriminación derivada de las relaciones de género tiene un campo muy importante en la participación política, que es uno de los terrenos prioritarios del ejercicio masculino de poder. La marginación de las mujeres en la política se expresa de múltiples formas, incluyendo la concesión de puestos secundarios y la integración de algunas mujeres, que sirven para justificar que la mayoría de quienes ocupan las máximas posiciones de poder, continúen siendo hombres.

Recientemente, en un grupo de reflexión, nos preguntábamos por qué las mujeres que llegan a posiciones de poder trabajan muy poco para lograr que otras mujeres lleguen a esos mismos lugares. Concluíamos que quien incursiona en esos espacios y tiene aspiraciones de hacer carrera política tiende a buscar posicionarse en temas de importancia, que le den presencia pública y mediática. Pensamos que, lamentablemente, todavía no hemos logrado instaurar la noción de que trabajar a favor de la igualdad entre mujeres y hombres sea un ámbito que genere suficiente prestigio, que se convierta en un tema relevante.

Las denuncias de hostilidad y violencia contra las mujeres en instancias políticas son comunes en todos los partidos políticos. También es común que las mujeres, si quieren conservar el espacio que han conquistado, tengan que callar o hacer sus críticas de manera más discreta que pública. Ese es uno de los costos que ellas tienen que pagar por compartir la tribuna. 

Hoy hay más mujeres en la política; si comparamos lo que ahora tenemos con la situación de hace un cuarto de siglo, no podemos negar que hemos caminado, pero es insuficiente para pensar en una sociedad que reconoce y ejerce la paridad como un rasgo democrático.
La desigualdad de género tiene una dimensión económica. El feminismo ha demostrado que la desigualdad por razones de género también se manifiesta y tiene una dimensión económica. La desigualdad salarial entre mujeres y hombres que realizan los mismos trabajos es una de sus expresiones. La división sexual que organiza el mundo del trabajo se traduce en la jerarquización de profesiones y oficios de acuerdo al sexo de las personas que los realizan. Los trabajos realizados por mujeres tienen una menor valoración económica y social.

Esto es lo que explica que más del 90 % de personas que hacen trabajo doméstico remunerado en hogares que no son los propios sean mujeres y que la mayoría no devenguen ni siquiera el salario mínimo y no tengan prestaciones sociales. Las empresas aprovechan esta forma de organización social. Por ejemplo, las bordadoras que trabajan en sus domicilios, que no son consideradas obreras ni se les reconocen derechos laborales pese a que trabajan para empresas de exportación. Están en sus casas y, aunque dispongan de muy poco tiempo para atender sus necesidades, no son consideradas «verdaderas trabajadoras».

Esta forma de organizar el mundo del trabajo tiene una de sus raíces en la asignación de las mujeres a los quehaceres domésticos y de cuidado, considerados como labores femeninas. La economía feminista viene mostrando cómo la matriz de la economía clásica ha ignorado la producción de bienes y servicios que las mujeres realizan en sus hogares, fundamentales para la sostenibilidad de la vida, de familias y comunidades. El mecanismo es que no tienen valor para el mercado y, por tanto, no tienen valor económico.

Las propuestas feministas para cambiar esta forma de dominio y expropiación de las energías femeninas son de diferente índole. Una de ellas es impulsar la valoración social y la contribución a la sociedad y cuentas nacionales de un trabajo no reconocido. Otra intenta propiciar diálogos y negociaciones en el seno de las familias para una distribución más igualitaria de las labores domésticas y de cuidado con la incorporación activa de los hombres asumiendo responsabilidades que superen el tradicional «él me ayuda». También hay mujeres que han debido recurrir a la insumisión, es decir, a dejar de hacer, «porque la camisa planchada sólo se valora cuando esta ajada y no la voy a planchar», decía una mujer que compartía sus experiencias. Lo principal en este ámbito es la toma de conciencia por parte de las mujeres de que la autonomía tiene una dimensión económica y que esta se construye tanto en el ámbito público como en el privado.

Otro campo de acción feminista está centrado en la construcción de identidades masculinas y femeninas, es decir, en la manera en que aprendemos a ser hombres y a ser mujeres. En este marco, es fundamental construir alternativas a la educación sexista y lograr que los medios de comunicación asuman un papel activo en la transformación de representaciones sociales que favorezcan la igualdad entre mujeres y hombres.

La maternidad y las madres - niñas
Uno de los ámbitos privilegiados donde la construcción de identidades e imaginarios sociales femeninos tiene más fuerza es la maternidad, porque desde el patriarcado ha sido erigida como único destino y principal campo de realización de las mujeres, lo cual no es equiparable ni por asomo con lo que representa la paternidad para los hombres. Esto no tiene que ver con la mayor o menor satisfacción que tengamos las mujeres con el cuidado y el cariño hacia hijos e hijas, sino con la idea de que para ser verdaderas mujeres, hay que ser madres.

La imposición de la maternidad como figura principal del ideario femenino tiene enormes repercusiones en la vida de las mujeres. En casi todos los países de América Latina y también en el nuestro, vemos cómo la sociedad asume con total naturalidad el embarazo en niñas hasta de 9 años. Hace unos años, recurriendo a la Ley de Acceso de a la Información Pública, solicitamos al Ministerio de Salud los datos de cuántos partos fueron atendidos en niñas y adolescentes de 9 a 18 años y cuántos egresos hospitalarios con diagnóstico de abuso sexual relacionados con embarazos y partos habían tenido en niñas y adolescentes de la misma edad durante los años comprendidos entre el 2009 y 2014. La comparación era de perplejidad: habían atendido 117,708 partos y solo 20 se reconocían con diagnóstico de abuso sexual.

Esta realidad nos conecta directamente con otra, profundamente dolorosa e injusta en nuestra sociedad, relacionada con la penalización absoluta del aborto que criminaliza a las mujeres y significa graves violaciones al derecho a la salud y la vida de mujeres y niñas. Pese a que amplios sectores de la sociedad han cambiado su manera de evaluar el aborto, reconociendo la necesidad de cambiar la ley, esta permanece inerte. Esto es el resultado de ejercicios de chantaje hacia parlamentarios y de poderes fácticos, que imponen su propia moralidad y creencias al conjunto de la sociedad.

La regulación del aborto está relacionada con diferentes dimensiones, siendo una de ellas el reconocimiento de las sociedades del derecho de las mujeres a la autonomía sobre sus cuerpos, a su capacidad de decidir cuántos hijos e hijas quiere tener y cuándo desea tenerlos. Mantener el aborto como delito y negar la prestación de servicios públicos de salud, aun cuando los embarazos sean impuestos por violencia sexual o amenacen la salud y la vida de las mujeres, es un asunto de democracia y de justicia. Por ello, es un problema que debe preocupar tanto a mujeres como a hombres.

Concluyendo…
Como se mencionaba en el inicio de este artículo, son los temas feministas relacionados con el cuerpo los que más escandalizan a los sectores conservadores y antiderechos que se oponen a la libertad de las mujeres. La sexualidad y el lugar que ocupa en nuestras sociedades es otro ámbito de dominación, ya que continúa siendo tratada desde prejuicios y tabúes, considerando pasiva la sexualidad de las mujeres y activa la de los hombres.

En este mismo campo, las organizaciones que se pronuncian desde la diversidad sexual han hecho rupturas importantes, poniendo en evidencia la doble moral que profundizan los tratos discriminatorios y niegan derechos a las personas por el hecho de amar a otras, independientemente de su sexo. El cuestionamiento a las identidades de género binarias que ha puesto en evidencia la demanda de reconocimiento de las personas transexuales ha hecho tambalear a las miradas dicotómicas de la realidad social. Justo es mencionar que ninguna fisura a los modelos de dominación es gratuita. Cada conquista implica luchas y vidas. Aquí las mujeres trans son las que sacan la peor parte, porque no siempre son consideradas mujeres, incluso en algunos espacios feministas.

Todo este cambio no sería posible sin el feminismo, que se afirma cada vez más desde la pluralidad, desde la diversidad de expresiones de lo que en la actualidad representan los feminismos, mismos que se reconocen desde la horizontalidad y múltiples presencias, en la búsqueda de transformar las formas de reproducción de la dominación patriarcal. Es desde aquí que hoy podemos hablar de los géneros, como herramienta que interpreta, analiza y lucha contra realidades de desigualdad, pero que no las inventa. Eso es lo que les da tanto miedo a quienes ahora se han inventado la «ideología de género» como una estrategia para cohesionarse, como un intento de detener las transformaciones y avances feministas, para disputar la hegemonía y recuperar el control conservador y patriarcal de la sociedad.

Impúdica es la revista conmemorativa de los 20 años de existencia de El Faro y el Centro Cultural de España en El Salvador. El número 2 de la revista Impúdica estuvo dedicado a la reflexión sobre los géneros.
Impúdica es la revista conmemorativa de los 20 años de existencia de El Faro y el Centro Cultural de España en El Salvador. El número 2 de la revista Impúdica estuvo dedicado a la reflexión sobre los géneros.


Morena Herrera fue la editora invitada del número 2 de la revista Impúdica. Es activista feminista y defensora de Derechos Humanos, integrante de diversas expresiones del movimiento feminista en El Salvador y Centroamérica. Socia fundadora de Las Dignas y Presidenta de la Agrupación Ciudadana por la despenalización del aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico.

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