Llevan tres días así: se encuentran alrededor de las siete de la mañana, cada bando para ordenar a sus tropas y reunir su arsenal. De un lado, cientos de jóvenes, jovencísimos estudiantes del Instituto Técnico Honduras, todos menores de edad. Ingresan a su escuela, informan a sus profesores que no asistirán a clases y se cubren el rostro con suéteres, con pañuelos, con lo que sea. Juntan piedras de la calle medio asfaltada al pie del cerro que corona la colonia Kennedy, en Tegucigalpa; alguien consigue llantas de ese lugar misterioso del que los manifestantes siempre regresan con llantas para quemar en cualquier protesta centroamericana; y salen a desafiar al enemigo.
A unos cien metros, frente a la cancha de pasto sintético con una pequeña gradería a la que algún empresario inflado hizo llamar con grandilocuencia Estadio Emilio Larach, decenas de policías y policías militares, todos cubiertos con equipo antimotines, cuentan cartuchos de gases lacrimógenos, alistan escudos protectores y cascos con viseras. Comienzan a llegar los actores secundarios: equipos de rescate, periodistas, vendedores ambulantes, representantes de organizaciones de derechos humanos, dueños de locales aledaños que los abren sin asomo de duda y curiosos que buscan el mejor lugar para la justa del día.
A eso de las nueve, la primera piedra cae a los pies de los policías. Forman una piña, aguantan las siguientes pedradas. No reaccionan. Los estudiantes se envalentonan y avanzan un poco más hasta que del grupo policial responden con las primeras bombas de gases. Los estudiantes retroceden y los policías avanzan. Es el primer paso del baile que repetirán durante unas siete horas. Los cartuchos humeantes son relanzados de un lado a otro. Los jóvenes reculan y la Policía sostiene el terreno ganado. No durará mucho. Los estudiantes tienen mejor brazo que los policías, pero sus armas son inferiores. En eso reside el equilibrio. Lejanas pedradas hacen retroceder a los agentes. Ellos mismos toman piedras y las lanzan a los estudiantes que invariablemente están demasiado lejos para la fuerza policial. Entonces recurren a la MP4 para disparar más bombas de humo. Y así.
Los enfrentamientos apenas se interrumpen cuando algún transeúnte de esos que se empecinan en que nada cambie su rutina atraviesa la luz que separa a unos de otros como si nada de aquello fuera con ellos. Un par de piedras caen a sus pies, pero el hombre continúa su marcha sin siquiera mirarlas. Ambos bandos esperan. Lo siguen con la mirada. Desde una casa alguien lo apura a gritos. Está interrumpiendo la batalla. Cuando el hombre ha terminado su recorrido vuelven al intercambio de piedras por bombas de humo.
En medio, en una lateral de tierra donde debería haber una acera, José Isabel Navarro observa la reyerta sentado, con un machete a su costado. Una silla entre los dos frentes. Primera fila. Es el palco que el estadio Larach no tiene, hecho de madera, techado, con piñas y mangos en cajas y cocos gaseados que aún aspira a vender. Su pequeño puesto de frutas ha permanecido abierto los tres días. A él los gases ya no lo hacen llorar. Tiene 75 años y la determinación de la pobreza: “¿Qué puedo hacer? Si no vendo no como. Tiran gases y gases y yo me aguanto. Ya ni pañuelo me pongo. Mejor pienso que desde aquí veo mejor el relajo”, dice, y con la sonrisa devela una dentadura con incrustaciones doradas.
Vende de pausa en pausa: A los policías, a los periodistas, a los rescatistas, a los observadores de derechos humanos y al público en general, que aplaude como en gallera cuando una piedra golpea a uno de los policías. Los vecinos gritan, se ríen a carcajadas. Los policías observan de reojo. Es de ellos que se burla esa gente, pero ellos deben concentrarse en los muchachitos de 11, 14, 16 años que les lanzan piedras. Con sus uniformes de pantalón beige y camisa blanca -ellos- o falda a cuadros y camisa celeste -ellas-, acaban de dañar seriamente un vehículo con identificaciones del gobierno conducido por un distraído empleado público que se atravesó frente a los muchachos. Diez metros más adelante ya no tenía dos vidrios y la carrocería había sufrido varias abolladuras por el impacto de decenas de piedras grandes.
Por momentos, los estudiantes se encierran en su escuela y observan desde el techo. Los uniformados no avanzan. Su objetivo no es llegar a los estudiantes -me pregunto cuál es-. Ambos bandos parecen estar allí con el único propósito de batirse con el otro a la distancia. ¿Qué pasaría si esos setenta seres humanos uniformados, armados, con protección sobre todo su cuerpo, simplemente se van? ¿Contra quién lanzarían sus piedras los estudiantes?
“Son las órdenes que nos han dado, de estar aquí y contenerlos”, me dice uno de los policías. “A mí me pagan por estar aquí. ¿Pero a ellos? Nadie les paga. Están perdiendo clases”. El agente conoce su vulnerabilidad en esta desigual batalla, que es la garantía de los manifestantes: son menores de edad. La Policía no puede hacer una redada para detenerlos. No puede combatirlos con un arsenal más poderoso. No puede más que batirse con ellos como lo ha hecho hasta ahora, con unas pequeñas bombas de humo que apenas producen estornudos, ardor en los lacrimales y un leve picor en la garganta. Son el menú infantil de los gases lacrimógenos. En otros puntos del país, y en mejores días, se han batido con mejores armas y contra mayores de edad. “Pónganos adultos enfrente, no a estos niños que ni saben por qué protestan”, dice. El agente se sorprendería si escuchara a los niños.
Aldo y Esteban (nombres falsos), dos estudiantes del ITEH que apenas tienen 13 años, responden con firmeza: “Reclamamos por los intentos del gobierno de privatizar la salud y la educación”, dice uno. “Y esos perros apoyan a JOH”, agrega el otro. Se refiere al presidente Juan Orlando Hernández. Los dos niños ríen.
Estos muchachos son la expresión más joven del descontento generalizado en Honduras contra el gobierno de Hernández. La adhesión más nueva a la ola de protestas que iniciaron en abril pasado, tras la aprobación de dos decretos que maestros y médicos consideraron privatizadores de la educación y salud públicas. Dos meses después, las protestas se han extendido a todos los sectores: campesinos y ambientalistas opuestos a la deforestación de tierras y privatización de ríos y bosques; políticos y organizaciones sociales que aún resienten el fraude electoral que permitió al presidente Hernández reelegirse en 2017; defensores de derechos humanos contra la represión de las fuerzas de seguridad; ciudadanos contra la corrupción o hartos de las alzas en las tarifas de servicios públicos, etc…
La crisis se agudizó la semana pasada, cuando transportistas paralizaron todas las carreteras del país y la policía antimotines exigió un aumento salarial y se puso en huelga. Saqueadores aprovecharon la ausencia de agentes robando comercios por todo el país durante una noche.
El presidente Hernández, en su posición más débil desde el fraude electoral que le permitió reelegirse en octubre de 2017, pactó con transportistas y policías y ordenó el despliegue de tropas del Ejército por todo el territorio, para garantizar la libre circulación. La protesta pareció aplacarse hasta que el pasado lunes la policía militar, violando la autonomía universitaria, ingresó al campus de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) y disparó contra estudiantes. Cuatro jóvenes resultaron con heridas de bala y dos uniformados con cortadas provocadas por piedras. El allanamiento provocó una condena pública internacional, el cierre de la universidad, y reavivó la crisis.
Presionado por la situación, el presidente Hernández compareció la mañana del martes en un canal de televisión para dar sus explicaciones. No tuvo muchas. Responsabilizó a sus opositores políticos de aplicar “el manual chavista para desestabilizar un país” y rehusó, a pesar de las solicitudes de su entrevistador, admitir su responsabilidad en la crisis.
Su participación televisiva no ayudó, en lo más mínimo, a calmar las protestas o mejorar la percepción de su gobierno. Las tropas bajo sus órdenes desplegadas en todo el territorio hondureño han causado ya la muerte de dos personas y decenas de heridos por bala, y varias organizaciones internacionales de derechos humanos han llamado a su gobierno a detener la represión.
Esta nueva oleada es la extensión de la crisis desatada en octubre de 2017 con la reelección de Hernández, quien no ha podido gobernar con tranquilidad. Su hermano Tony está detenido en Estados Unidos, enfrentando cargos de narcotráfico y varios miembros de su partido han sido acusados de corrupción. Hernández gobierna hoy uno de los países más peligrosos del mundo y en el que más ambientalistas, líderes campesinos y defensores de la tierra han sido asesinados o encarcelados. Se sostiene gracias al apoyo del Ejército, entre cuyos miembros hay varios acusados también de narcotráfico en una corte de Nueva York; y de la Embajada de Estados Unidos, que reconoció su triunfo electoral cuando todos los observadores electorales internacionales pedían repetir la elección por la imposibilidad de avalar los resultados oficiales.
Las protestas, que tienen en común el eslogan “fuera JOH” utilizado desde que el presidente anunciara sus intenciones de reelegirse, coinciden esta semana además con el décimo aniversario del evento que desestabilizó la frágil democracia hondureña y del que aún no se ha recuperado: el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya.
Para este viernes y durante el fin de semana se han programado marchas en varios puntos del país y el expresidente Zelaya, que lidera el Partido Libertad y Refundación, Libre, ha anunciado ya sus intenciones de marchar hasta el aeropuerto internacional de Toncontín, donde cayó el primer muerto de las protestas de 2009.
A pesar de los llamados internacionales, el presidente Hernández ha anunciado ya el aumento del despliegue del Ejército y la Policía, advirtiendo que no permitirá bloqueos a la libre circulación ni daños a la propiedad privada. Las mismas palabras con las que justificó la represión de las protestas en su contra entre octubre de 2017 y febrero de 2018, que dejaron más de 20 personas muertas.
Los enfrentamientos afuera del ITEH parecen apenas entrenamientos para lo que podría ser un violento fin de semana.
Al mediodía, la situación cambia. Los estudiantes, aún con su uniforme de pantalón beige y camisa blanca, atraviesan un contenedor de basura en la calle. Ese es un problema mayúsculo para las fuerzas de seguridad, porque el presidente Hernández les ha ordenado garantizar el libre tránsito por todo el país. Atravesar un contenedor es una gran carnada para obligar a los uniformados a acercarse. Entonces es la Policía Militar la que pasa al frente y los estudiantes arrecian la lluvia pétrea, hasta que una roca alcanza en la frente a un confiado PM que termina en el suelo con sangre en el rostro. Entran en acción los servicios médicos, se acercan los fotógrafos hasta el closeup sin lente, el soldado es evacuado en ambulancia. Está consciente, despierto. Nada grave. La gente aplaude y grita. Los estudiantes, al otro lado, también. Los policías están calientes y planifican el contraaataque, más gases, más retroceso de los estudiantes que terminan perdiéndose entre el laberinto de calles de la colonia Kennedy. Las fuerzas de seguridad levantan el contenedor de basura y detienen a los primeros tres menores de edad que pasan por la calle, con los zapatos limpios, limpísimos, sin uniforme, sin un gramo de polvo en sus ropas. Alguno lleva incluso el cabello engominado. No parecen haber estado aquí durante la batalla. Pero los policías llevan ya un botín a su cuartel.
Algunos estudiantes, en cambio, se mueven al bulevar Centroamérica y allí se juntan con encapuchados mayores. Tapan la avenida con ramas y llantas, paralizan el tránsito. Atraviesan otro contenedor y esperan a que lleguen los uniformados a cumplir con la misión presidencial. Y pronto llegan.
La Policía aumenta el nivel de toxicidad: dispara cartuchos de gases lacrimógenos de fabricación estadounidense, de carga múltiple, de 40 milímetros. O arroja granadas CS del mismo tipo, trifásicas, a un costo promedio de $45 la unidad. Los encapuchados ingresan a la Kennedy por el llamado acceso 4, que es la entrada a un laberinto de calles y callejones de este barrio bravo, con 50,000 habitantes, en el que conviven hondureños de clase media, media baja y baja y que se extiende por calles y bocacalles sin asfaltar. Es y ha sido siempre un territorio rebelde a la autoridad, que no puede controlarlo. Cien metros adentro esperan nuevamente. Los uniformados asoman, reciben más pedradas. Disparan más gases. El viento dispersa y devuelve el humo. Todos tragamos ese gas que un manifestante egipcio llamó el perfume de Satán porque se impregna en la piel y arde, se mete en los ojos y arde, arde, cierra el estómago, intranquiliza la cabeza con mareos y un dolor punzante y deja el paladar con ese sabor acre que permanece varios días. Aquí, en combate contra mayores de edad, la Policía no hace cálculos presupuestales. Dispara decenas de cartuchos. Policías pobres disparando contra ciudadanos pobres armas fabricadas y vendidas por empresas del país más rico del mundo. De Wyoming y Pennsylvania, Estados Unidos.
Dos mujeres abren la puerta de la primera casa a la entrada de la colonia. Llevan en las manos pañuelos con vinagre. Gritan a los policías que se vayan, que se vayan. “Llevamos tres días con los niños encerrados”, se queja Elizabeth. “Entre mi hermana y yo tenemos cinco hijos. Pero no hay forma de evitar que les pegue el gas”. La menor de los niños tiene apenas 16 meses; la mayor, 13 años. Fueron concebidos y criados entre gases lacrimógenos. Los del golpe de 2009, los de las protestas contra el presidente interino Roberto Micheletti, los de los meses de protestas contra el fraude del Seguro Social en 2015, los del fraude electoral de 2017 y la toma de posesión en 2018, los de las protestas de salud y educación hace dos meses, que continúan hoy. “Mire cómo los tiran, como si fueran dulces”, dice. En menos de una hora los policías han arrojado, en esa esquina, unos 30 cartuchos de gas lacrimógeno.
Ingresan una cuadra adentro de la colonia. Ya no hay nadie. Se van. Ha terminado su jornada.
Frente al ITEH, donde aún quedan los estragos de la batalla del día, un hombre sucio, con los pies sobre dos suelas apenas cubiertas por despojos de zapatos, con un saco al hombro, va recogiendo los cartuchos de gases lacrimógenos. Es un pepenador de protestas. En cuanto escucha de una, corre al lugar para recoger el botín. Se llama Ismael, tiene treinta y dos años y hoy está contento porque lleva muchos cartuchos. Recibirá unos cuatro lempiras por cada uno. Es decir, un dólar por cada seis cartuchos de gas lacrimógeno. Por la pepena de hoy obtendrá tal vez unos tres dólares, que equivalen al doble de lo que, en promedio, gana a diario la quinta parte de la población hondureña. El fin de semana promete nuevas riquezas. Tal vez.