El 1 de junio, el país se estrenó con nuevo presidente. Prima la fascinación por lo nuevo, por lo no contaminado u hollado, que es lo que los votantes deseaban cuando eligieron a Nayib Bukele, un hombre que no estaba atado a ningún partido, plataforma o ideología. Su primer mensaje, al dirigirse a la nación como mandatario electo en la noche del 3 de febrero, fue decretar que los tiempos habían cambiado: la época de la posguerra había terminado. La historia ya no la escribirían los mismos de siempre.
Bukele venció a sus –también jóvenes– contrincantes, diríase, sin esforzarse, practicando un estilo irreverente, sin atenerse a las reglas existentes. Su victoria había sido anunciada por las encuestas y, sin embargo, sorprendió: se impuso en primera vuelta en todo el territorio nacional, lo que ya quisieran muchos políticos en otras partes. Obtuvo ese día electoral un capital político invaluable, un mandato innegable. Su recurso principal fue el hartazgo de los salvadoreños con quienes hegemonizaron el poder los últimos 30 años, y que lucían tan enfrascados en sus glorias pasadas y camorras que no vieron venir el asteroide.
Siendo un político sin partido (o que muda de colores a su conveniencia), el presidente no está obligado a supeditarse a más reglas que las propias. Esta independencia le otorga el privilegio de ensayar un estilo y una hoja de ruta original, forjar alianzas según las coyunturas y poner y deponer funcionarios a su antojo. Es un arma de doble filo, porque no tendrá excusas si decepciona a sus entusiastas seguidores.
Sus opositores, en contraste, se retiran por la rampa de salida desgastados y abucheados. La población los ve como las dos caras de una misma moneda. Frecuentemente, “quienes están sentados arriba en su rueda, ignoran lo que les va a tocar en suerte” (de un epigrama de Sombras nada más, una novela de Sergio Ramírez). Para no caer en la irrelevancia, los partidos que han dominado la vida política en los últimos 30 años están obligados recurrir a heroicas maniobras de autorrescate. En esto, Arena la tiene más difícil, con motín a bordo. Los jóvenes y, notablemente, las mujeres del partido exigen otro rumbo, otros mandos, otra ideología. Pero, como en todas partes, los viejos se aferran al poder: intentos previos por reformar o cambiar a esa formación no prosperaron. En cuanto al FMLN, en lugar de una remontada, sufrió una desbandada: deserción masiva de sus militantes y votantes tradicionales, que cruzaron la calle y fueron a unirse a Bukele. El Frente, que encarnó las esperanzas de cambio hace diez años, entra a la fase más dura de su existencia sin artes para este salto en la historia. Pero es demasiado pronto para escribir su epitafio.
El 1 de junio, un nuevo liderazgo saludó desde el estrado del Palacio Nacional, inmerso en un baño de masas y con un final memorable: el recién investido juramenta a su vez a la muchedumbre que colma la plaza Barrios: les hace jurar, a mano alzada, que ellos y todos los salvadoreños, los de adentro y los de fuera, también se esforzarán, como buenas madres y padres, en salvar al país, que compara con un niño enfermo.
La primera lección de estos acontecimientos es que las cosas pueden cambiar. De la noche a la mañana. Sin dudarlo, muchas cosas cambiarán. Y otras muchas, siendo realistas, seguirán igual. Nuestra marca de nación es una tribu de mareros, madres adolescentes, casuchas de lámina y pensamiento oscurantista. Cargamos con problemas y taras estructurales, sociales, sicológicas, culturales. A veces, no hay por dónde empezar.
Pero ahora viene lo bueno. Abundan las zonas oscuras en este novel liderazgo, que arranca motores en medio de incertidumbres. El señor Bukele tiene como asignatura pendiente compartir los detalles de su programa de gobierno. ¿Hacia dónde vamos? Aún no lo tenemos claro. Pero hay que concederle el beneficio de la duda. ¿Cien días son suficientes para evaluar si vale la pena esta apuesta?
Se le critica al presidente la impresión que deja en el sentido de que rendir cuentas no va con el cargo. Los periodistas preguntones y las preguntas inoportunas son inevitables, imprescindibles en una democracia. Con mayor razón si Bukele incluye al conglomerado salvadoreño en la misión de sacar adelante un proyecto de país. Muchos de los críticos y analistas de Bukele no saben cómo encarar a un político que no se atiene a las fórmulas y modales a los que estamos acostumbrados. Eso los descoloca. Resulta que lo que para unos es chocante, para otros es fascinante; pero no hay que dejarse engañar. Hay mecanismos que pueden ser bengalas de señuelo que desconciertan y que no permiten acertar en las cuestiones esenciales.
Metidos ya en lo profundo del siglo XXI, frente a incontables retos presentes y futuros, hay aires de cambio. Bukele merece, cuando menos, como decía arriba, el beneficio de la duda. Entretanto, no se puede negar que apunta a dar en el blanco. La noche del 1 de junio, al final de la jornada de juramentación, ordenó a las Fuerzas Armadas —siempre, por Twitter– eliminar el nombre de Domingo Monterrosa, la cara más visible de una historia inolvidable de represión, de la fachada de la Tercera Brigada de Infantería, en San Miguel, donde ostentosamente desafiaba al poder civil.
A la mañana siguiente, se cumplía su orden sin chistar.
Ahora, la nación queda a la expectativa de lo que viene por delante.