Columnas / Violencia

El candado de Costa Rica

La sociedad costarricense está permeada por la corrupción, la pobreza y el narcotráfico, pero el Estado es mucho más fuerte que el de sus países vecinos

Miércoles, 5 de junio de 2019
Roberto Valencia

Distrito de Barranca, cantón y provincia de Puntarenas, Costa Rica. Diez para las siete del viernes 24 de mayo de 2019, noche cerrada ya. La Fuerza Pública de Costa Rica realiza un operativo rutinario con apoyo del Grupo de Apoyo Operativo, el GAO. Una quincena de policías enfundados en chalecos antibalas y distribuidos en tres carros y dos motocicletas. No buscan a alguien en particular, solo están a ver qué sale.

En una comunidad empobrecida llamada Libertad 81, junto a una champa que tiene láminas oxidadas por paredes, se van contra una pareja de jóvenes y los rodean. Sólo les interesa él. Le piden la cédula de identidad. Dice no cargarla, pero les da nombre, apellidos y número. Los policías los introducen en un teléfono con una aplicación especial. Limpio. Pero algo no cuadra. El joven se ve mucho más joven que los 36 años que tiene el nombre que han consultado. Preguntas van y vienen. Al final, el joven admite que dio los datos de un hermano mayor. Les da los verdaderos a regañadientes –24 años tiene en realidad–, y el sistema revela que sobre él pesa una orden de captura. “Es por el incumplimiento del pago de la responsabilidad alimentaria que tiene”, me dice Rodrigo Alfaro, el comandante al frente del operativo. Debe 310 000 colones a su expareja, unos 530 dólares.

Agentes del Grupo de Apoyo Operativo (GAO) de la Fuerza Pública de Costa Rica identfiican, cachean y revisan a unos jóvenes en la ciudad de Esparza, provincia de Puntarenas, en un operativo desarrollado el 24 de mayo de 2019. Foto Roberto Valencia.
Agentes del Grupo de Apoyo Operativo (GAO) de la Fuerza Pública de Costa Rica identfiican, cachean y revisan a unos jóvenes en la ciudad de Esparza, provincia de Puntarenas, en un operativo desarrollado el 24 de mayo de 2019. Foto Roberto Valencia.

Se lo llevan como si fuera un delincuente, dice el padre del joven, que se ha acercado al lugar. Lo esposan, lo meten en uno de los pick-up y se lo llevan a la subdelegación policial del distrito de Chacarita. Si mañana ese dinero no es depositado en la cuenta bancaria designada por el respectivo juzgado de Pensiones Alimentarias, el joven será trasladado al Centro Penitenciario La Reforma, en Alajuela. “Si se rehúsa a pagar, puede estar detenido hasta seis meses”, dice Alfaro.

La escena da para múltiples debates –rutinaria, insisto–, pero me centraré en uno, quizá el más sutil de todos: el de la institucionalidad.

Hay una legislación que trata de proteger a la niñez, un padre que la incumple, un juez que gira una orden de captura y unos policías que detienen al infractor. Esta secuencia sonará a perogrullada a quienes viven en sociedades más ordenadas, en democracias más consolidadas, pero Costa Rica sigue siendo parte de Centroamérica. Tampoco son regla en Guatemala, Nicaragua, Honduras o El Salvador otros detalles de la escena narrada, como que la Policía cuente con recursos tecnológicos que facilitan su trabajo, que ingresen en zonas calientes –como lo es Barranca– sin temor a ser emboscados por alguna pandilla, o incluso que el procedimiento se realizara sin violencia, con respeto a los derechos del joven.

Institucionalidad.

En enero pasado estuve en otro operativo policial, uno realizado por la Policía Nacional Civil salvadoreña en la comunidad Colfer de San Salvador. Los policías llegaron al portón de acceso al asentamiento, cerrado porque aún no había amanecido. Los agentes llamaron, vocearon y aporrearon el metal. Nadie abrió. Como había un equipo de la televisión pública alemana presente, y supongo que ante la posibilidad de quedar retratados como una policía incapaz siquiera de lograr que les abran un portón, agarraron una roca grande y comenzaron a golpear el candado, hasta que saltó desecho. Eso sucedió con periodistas delante.

Hace décadas que a Costa Rica la comenzaron a llamar la Suiza de Centroamérica; por distintas razones –económicas, sociales, políticas e incluso militares– que confluyen en un hecho irrebatible: es la democracia más sólida del istmo centroamericano. También es cierto que en los últimos años se han publicado docenas de notas periodísticas en las que se pone en duda esa afirmación.

Circunscrita la discusión al ámbito de la seguridad pública, la tasa de homicidios por cada 100 000 habitantes de Costa Rica se ha movido en los últimos 15 años entre 8 y 12, una estabilidad atípica en la región. Esas cifras de violencia homicida son altísimas si se comparan con las de Suiza, donde rara vez se ha superado 1 homicidio por cada 100 000 habitantes; o España, país en el que tendrían que asesinar a unas 5 500 personas cada año para igualar la tasa costarricense de 2018, cuando los españoles asesinados rondan los 300.

Pero Costa Rica sigue siendo parte de Centroamérica, y Centroamérica es la subregión más violenta de América Latina, la región más violenta del mundo. El Salvador, a menos de una hora de vuelo, cerró 2018 con una tasa de 50 homicidios por cada 100 000 habitantes. Luego, cada quien será libre de ver la botella tica medio llena o medio vacía.

Costa Rica no es Suiza. La sociedad costarricense está permeada por la corrupción, la desigualdad y la pobreza, y el narcotráfico (el país está en plena ruta desde las áreas productoras de cocaína y las fosas nasales más demandantes, las de los estadounidenses) ejerce un influjo nefasto, pero el Estado tico –la institucionalidad– es mucho más vigoroso que el de sus países vecinos. No es poca cosa.

Tres días después del aquel operativo en la comunidad Libertad 81, fui a reportear al mercado de Puntarenas, un lugar con olor a mar, y aproveché para comprar unas yinas en una tienda situada sobre la avenida 3, justo frente al mercado. Hablé largo con el dueño, alguien en sus cincuenta ya, y se quejó por la inseguridad, una queja que escuché tantas veces en los seis días que esta vez permanecí en Costa Rica que sin duda debe tener algún poso. Le pregunté si el mercado estaba asediado por las maras y si él tenía que pagar renta a grupos criminales para poder vender. “No” y “no”, me respondió. Con esas respuestas, y viviendo yo en otro país centroamericano –El Salvador– en el que las respuestas lógicas habrían sido “sí” y “sí”, la botella tica aún la miro medio llena, sin duda alguna.

El Faro y El País se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de El Faro aportará su mirada en El País a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.
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