Luego de casi dos meses de la llegada del nuevo Gobierno, las expectativas de cambio en el país han comenzado a cuajarse, aunque si lo vemos detenidamente, quizás este cambio no lo es tanto. Por un lado, las comunicaciones oficiales se han vuelto un espejismo de cercanía para una parte de los salvadoreños (aquellos con acceso a redes sociales); pero, desde otra perspectiva, la toma de decisiones sobre lo que sucede en el país parece tener el mismo hedor de siempre: la imposición.
Durante más de 100 años, la lucha por el poder en El Salvador se ha caracterizado por el autoritarismo, el desacuerdo y la intolerancia. Aunque cada nuevo Gobierno llega con algún grado de esperanza en que el modo de hacer política cambie, la frustración ha sido la mística que ha acompañado al menos a las últimas tres elecciones: frustración por nuestros candidatos, por nuestros gobernantes y por nuestra realidad.
A pesar de las muchas críticas en redes sociales, la llegada del presidente Bukele y su joven equipo podría ser una oportunidad para concretar un cambio real, no solo en la manera de informar el quehacer gubernamental, sino -y ahí está el gran reto- en la manera de ejercer el poder para dar respuesta a las grandes demandas sociales. Pero hasta la fecha, la primera línea de decisión parece calcar las pautas de comportamiento autoritario a las que estamos acostumbrados desde los Acuerdos de Paz. El poder y el ejercicio de este se enmarcan en la poca transparencia, en la búsqueda del rédito electoral y por una forzada polarización.
Las primeras notas de este nuevo Gobierno, al igual que los anteriores (con contadas e inciertas excepciones), reflejan la idiosincrasia feudal con la que se gobierna el país desde siempre. Las intenciones por el completo control institucional a través de la presión comunicacional, respaldada por la popularidad caudillista, se ha vuelto la principal política pública.
Presionar y desafiar al que piensa diferente ha funcionado para polarizar más la sociedad, olvidando que el ejercicio del poder conlleva el diálogo y los acuerdos. Hay que destacar, no obstante, que esta estrategia de chantaje ha funcionado en un sistema político en el que los funcionarios se ven más preocupados por mantener los beneficios de sus cargos en la siguiente elección, que en responder a los ciudadanos y sus problemas.
Siendo la popularidad el mayor capital político del presidente, se esperaría que la utilizara para impulsar transformaciones rápidas y radicales que permitan sentar las bases para un estado de bienestar y establecer las condiciones para que él o la siguiente logre impulsar políticas sociales inclusivas en el mediano plazo. El pacto fiscal, la reforma de pensiones, la transformación del servicio civil son temas pendientes. Es decir, beber de esa medicina amarga que traen consigo los costos y los sacrificios políticos de hacer lo que se debe, pero que conlleva beneficios no personales ni electorales, sino nacionales.
A primeras luces, el futuro que nos espera es más de lo mismo de siempre, excepto por el cambio de las guayaberas a camisas Columbia. Las caras son nuevas y las propuestas parecen frescas y con nombres atractivos, pero no se ha tocado el trasfondo del método. Estamos acostumbrados a la selección de los funcionarios y el borrón y cuenta nueva de cada nueva administración, solamente que ahora llevan un toque de altanería y soberbia.
Aún es prematuro describir la visión de la nueva élite política del país, aunque por sus acciones iniciales parecen tener una ruta de trabajo ya definida, presentada mediáticamente para denotar naturalidad y reacción inmediata a las solicitudes del presidente, basándose en la lealtad y la cercanía –incluso familiar–. En el fondo, el “Festival del Buen Vivir” se ha transformado en un consejo improvisado por los ministros, sin el acompañamiento del presidente a las comunidades.
El cambio de la realidad salvadoreña vendrá, por un lado, de la transformación en la visión de la élite política del país. Esto no quiere decir simplemente la llegada de gente joven o poco conocida, sino que debe traducirse en la transformación hacia una forma democrática de gobernar, de manera tolerante y reflexiva de hacer las cosas, para que esto se traduzca en un nuevo enfoque inclusivo de políticas públicas, que rara vez El Salvador ha visto. Esta es la principal debilidad que denota el llamado “fin de la posguerra”, porque la principal causa de la guerra civil salvadoreña fue y sigue siendo el unilateralismo en la toma de decisiones y la protección de los intereses personales con el uso patrimonialista del Estado. Durante el último siglo, en El Salvador, ser electo presidente es convertirse en el dueño de la finca y hacer con ella lo que se quiere. Eso parece que no va a cambiar pronto.
Sin analizar la calidad profesional del círculo cercano al presidente, lo que se puede afirmar es que, si se busca un cambio, este debe comenzar desde dentro, porque el simbolismo que empapa la toma de decisiones del presidente se transfiere al resto de acciones gubernamentales, por lo que no debe sorprender que las cosas no cambien. Seguir órdenes de manera poco crítica y favoreciendo la irracionalidad no es una nueva página en la historia salvadoreña, sino una secuela de nuestra memoria más oscura.
Debo señalar por qué ha quedado de lado en esta columna lo más básico de la democracia representativa: la participación social. En la actual coyuntura, ese leviatán no parece despertar, por costumbre o por frustración, ya sea para proponer o para oponerse al camino que está trazando el nuevo Gobierno.