Hoy viernes 19 de julio estoy volando desde Medellín, donde he presidido un jurado literario, hacia Lima, donde voy a la Feria Internacional del Libro. Oficios de la vida de escritor que dejan en suspenso la novela en la que estoy trabajando allá en Managua, para comparecer en los obligados escenarios literarios. De otros, me he alejado para siempre.
En mi memoria tengo el poema Límites, de Jorge Luis Borges, que habla de lo irrecuperable y de lo perdido, de la disolución del pasado, de última vez y nunca más y olvido, de las sombras, los sueños y las formas que destejen y tejen esta vida. De lo que pudo una vez ser, fue de alguna manera, y ya no lo será nunca más. Aquella revolución.
Son cuarenta años que, como decimos en Nicaragua, no es jugando. Y en la pantalla de la memoria, corre el video. Aquel otro 19 de julio, el de 1979, el día del triunfo, que tocó en jueves, y entonces, lejos del desencanto y de la nostalgia, me hallaba en la ciudad de León, liberada por las columnas guerrilleras al mando de la comandante Dora María Téllez, una estudiante de medicina de 24 años de edad.
Doña Violeta de Chamorro, Alfonso Robelo, y yo, miembros de la Junta de Gobierno constituida en el exilio, habíamos llegado a León cerca de la medianoche del martes 17, repartidos en dos avionetas desde San José, Costa Rica, en compañía de otros futuros funcionarios del gobierno revolucionario, entre ellos Ernesto Cardenal, el ministro de Cultura. Volamos siguiendo la línea de la costa del Pacífico y aterrizamos en una pista de tierra para aparatos de fumigación de algodonales, alumbrada por dos ristras de candiles de kerosín.
Ernesto recuerda en un poema aquel momento: El avión bajando. Un olor a insecticida/ Y me dice Sergio: “¡El olor de Nicaragua!”. Era el lejano y persistente olor de los campos sembrados de algodón que se esparcía en la medianoche llevado por los soplos de aire que eran siempre de lluvia en el invierno de Nicaragua. Invierno cuando llueve, verano cuando no llueve.
León era para mí la ciudad de los años de la universidad. Las algaradas estudiantiles, las manifestaciones callejeras contra la dictadura de los Somoza, el desfile de novatos que un 23 de julio de 1959, veinte años atrás, el ejército pretoriano había ametrallado matando a cuatro muchachos compañeros míos. Ahora las calles de la ciudad estaban divididas por barricadas, y era necesario dar un santo y seña. Los uniformes verde olivo se multiplicaban en las bocacalles.
Del viejo paraninfo de la universidad habíamos salido con las banderas aquel 23 de julio, al paraninfo volvía yo ahora para ser juramentado como miembro de la Junta de Gobierno, y ocupábamos los sillones de altos espaldares tejidos de junco de las autoridades académicas. Allí había prestado también mi juramento al graduarme de abogado, revestido de toga y birrete. La historia giraba en círculos alrededor de aquel salón de techo artesonado, retratos de próceres en las paredes, puertas de cristal y balcones que se abrían a los techos coloniales.
Y la mañana del 19 de julio, en la casa del reparto en las afueras de León donde acampábamos, antes de que nos llamaran al desayuno de arroz y frijoles, el general Sandino estaba como por obra de milagro en la pantalla del televisor, la estación propiedad de la familia Somoza ahora en manos de los guerrilleros.
De la imagen de Sandino sólo existían unos pocos metros de película en un viejo noticiero Movietone, una filmación hecha seguramente en la ciudad de México en 1930: es un close up. Se quita y se pone el sombrero. Eso era todo. No tenía voces, ni sonido, o quizás tuvo detrás las marchas militares o festivas que solían poner a los noticieros de cine. Pero ahora, esa imagen silente que se repetía, como si se fuera a quedar para siempre en la pantalla, tenía de fondo La tumba del guerrillero, la canción de Carlos Mejía Godoy, el inagotable compositor que le puso música a la revolución.
Las columnas de combatientes estaban entrando a Managua por todas las carreteras, arracimados en camiones de carga, a bordo de autobuses, las avanzadas habían tomado el aeropuerto internacional, también la loma de Tiscapa, asiento del poder de la familia Somoza, los soldados de la Guardia Nacional habían huido dejando un reguero de uniformes, salbeques, cananas, zambrones, botas, fusiles, unos muchachos barbados se jabonaban en la tina del baño de la residencia de Anastasio Somoza y su amante, las oficinas del búnker donde el dictador dirigía las operaciones de guerra también habían sido ocupadas. El hotel Intercontinental, al lado del búnker, hervía de corresponsales de guerra.
Y el 20 de julio, que fue viernes, viajamos en una caravana de vehículos, desde León a Managua, haciendo estaciones triunfales en los pueblos de la ruta: La Paz Centro, Nagarote, Mateare, hasta desembocar en el parque Las Piedrecitas, carretera sur, donde abordamos un camión de bomberos para entrar en la Plaza de la República, en adelante la Plaza de la Revolución, frente al Palacio Nacional y frente a la Catedral Metropolitana descalabrada por el terremoto de 1972. La plaza colmada de pueblo, la gente apretujada en las cornisas de la catedral, encaramada en las torres; un mar de banderas, un solo clamor.
Repaso mi libro Adiós Muchachos, publicado hace veinte años, y leo los epígrafes: la canción de gesta fue un periódico que se llevó el viento, dice Ernesto Cardenal. Todo se quedó en el tiempo, todo se quemó allá lejos, dice la voz de Joaquín Pasos, perdida en la distancia. La plaza en fiesta se vacía de gente y Borges vuelve a mi memoria para recordarme ese atareado rumor de multitudes que se alejan.
Y también me susurra: para siempre cerraste alguna puerta. Y hay un fulgor que se filtra por las rendijas de esa puerta.
Lima, julio, 2019