En una serie de estudios realizados a principios de 1970, niños en edad preescolar debían escoger entre recibir una golosina inmediatamente o recibir dos si esperaban 15 minutos. Estos estudios se conocen como El Experimento del Marshmallow y el seguimiento a estos niños mostró que quienes habían decidido esperar reportaban mejores indicadores de calidad de vida en su adultez. La conclusión general fue que una mayor fuerza de voluntad llevaba a tener una vida mejor.
Eso fue hasta el 2018, cuando este experimento se replicó a gran escala. Los participantes del experimento original eran hijos de académicos de la prestigiosa Universidad de Stanford, es decir, provenían de una clase social acomodada. Al replicar estos estudios, casi 40 años después, se encontró que niños de niveles socioeconómicos bajos no podían darse el lujo de esperar; no iban a arriesgarse a perder una golosina que, para empezar, rara vez estaba a su alcance. La revisión del Experimento del Marshmallow mostró que en esa fuerza de voluntad que llevó a los participantes a “triunfar en la vida” subyacía la seguridad brindada por el nivel socioeconómico de su familia. Es fácil dejar pasar una oportunidad cuando se está en condiciones de esperar otra igual o mejor. Adicionalmente, estos hallazgos reiteraron la importancia de incluir el contexto del individuo a la hora de analizarlo.
En El Salvador, el errado entendimiento de qué implica la salud mental conlleva a ignorar el rol del entorno social en su configuración. Hablamos de salud mental como algo que ocurre dentro del individuo; es blanco de estigma, excusa o lástima, acaso digna de discusión cuando se agotan las palabras para referirnos a víctimas y victimarios. Entonces se conjura al proverbial ejército de psicólogos para paliar los efectos de la violencia social. Esto sería factible, pero: 1) el país ofrece pocas instancias de especialización a sus profesionales para brindar la atención adecuada; 2) la intervención psicológica es efectiva cuando la seguridad fundamental de la persona está garantizada; y 3) los estereotipos sobre la terapia evitan que mucha gente la considere una opción seria. Esto se acrecienta aún más de cara a nociones tradicionales de hombría (como rechazar lo que se considere femenino, ser autosuficiente, restringir las emociones), nociones que son tanto factores de riesgo en salud como obstáculos para buscar ayuda.
Afortunadamente, lo anterior se dice solo desde la óptica clínica. La psicología, en realidad, abarca todos los dominios que involucran gente: trabajo, educación, salud, medioambiente, seguridad pública, transporte y un rebuscado etcétera. Sabiendo esto, más que evocar una hipotética legión de terapeutas atendiendo una persona tras otra, los discursos y las políticas públicas harían bien en incluir distintos enfoques de la psicología, y de las ciencias sociales en general, en los campos que le competen.
Contrario a creencias populares, la psicología no trata “gente loca”; pero parte de ella se preocupa por lo que el psicólogo social Ignacio Martín-Baró llamaba “respuestas normales a situaciones anormales”. Normal aquí no indica funcional, sino esperable, y las situaciones anormales son la regla en El Salvador. Estamos bajo amenaza constante desde todos los flancos: la criminalidad, las autoridades, el prójimo. Las respuestas a esta anormalidad cotidiana (por ejemplo, el estrés postraumático en quienes vivieron la guerra civil transmitiéndose a las generaciones siguientes) deben abordarse para detener el ciclo de violencia. Históricamente, este abordaje ha nacido de la esperanza de que los cambios lleguen pronto, salgan baratos y dejen a sus protagonistas bien parados. Solucionar este caos llamado El Salvador no resultará barato, rápido ni halagador para nadie, aunque los gobiernos han intentado que sea así: hacen lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes. El espíritu de estos intentos no se llama locura, se llama autoritarismo.
Theodor Adorno describía a la persona autoritaria como un ciclista: agacha la cabeza ante la autoridad y el convencionalismo, a la vez que tira una patada tras otra a quienes considera inferiores. Bowing and kicking, hacer reverencia y patear. Por ello no nos faltan figuras mesiánicas ni añoranza de una autoridad por siempre al rescate de “los valores”. Por ello establecemos un ideal de ciudadano (algo propio de regímenes totalitarios) y nos alegra que quienes se desvían de este modelo reciban castigo: por insumisa, por marica, porque quién los manda a vivir ahí, por su apariencia “extraña”.
El autoritarismo está en conflicto directo con la creatividad. La creatividad requiere expandir el espectro conceptual, una ardua faena cuando nuestro pensamiento se limita a los confines del temor y la obediencia. Las propuestas para solucionar problemas sociales en el país varían entonces en forma, mientras que en fondo son, como dice la canción, las mismas de siempre.
El autoritarismo se perpetúa no solo con leyes y líderes excéntricos, sino con el trabajo de hormiga de la ciudadanía y sus normas sociales, es decir a los comportamientos que percibimos como permitidos o no en la sociedad. Por ejemplo, sabemos que un semáforo en amarillo significa detenerse, pero nuestra norma social al respecto es otra. Sabemos que “debe haber” equidad de género, pero mantenemos el ideal de la jerarquía en el hogar, que coloca al hombre como superior. Por estas reglas cotidianas tácitas era esperable que buena parte de la población salvadoreña aplaudiera el discurso gubernamental que anunciaba una “medicina amarga”. Lo que se anunciaba era tradición: la educación viene a chancletazos, el hay-trabajo-gracias-a-Dios llega como empleo precario, los asesinatos se combaten asesinando legítimamente. Cualquier otro modo de intervención social fuera del convencional uso de la fuerza es secundario y cosmético.
No obstante, la realidad sigue sobrepasándonos y la mejor solución que se nos ofrece es el llamado “optimismo cruel”: la insistencia en que el cambio está en uno mismo y todo es cuestión de voluntad. El contexto social desaparece y recae en la persona creer que tiene todo el poder de convertirse en lo que quiera. Así, por ejemplo, es cuestión de voluntad ser pandillero, según afirma un discurso acaso concebido por quienes carecen de imaginación (información hay de sobra) para comprender que muchos jóvenes también corren riesgos vitales si no se unen a una pandilla. Apuntar a fortalecer la responsabilidad del individuo es crucial, pero eso no justifica borrar el contexto social en el que este está inserto.
No se trata de eliminar la responsabilidad personal ni de negar la influencia del entorno. Para muchas personas, incluyendo a los responsables de llevar las riendas del país, solo cabe una de las dos posibilidades, ignorando que ambos polos miden fuerzas constantemente. Esta lectura de corto alcance, además de confundir la intención de explicar con la de justificar, ha redundado en actualizaciones de la Mano Dura, con ocasionales visitas de funcionarios a comunidades para “escuchar a la gente”. Estas propuestas regulan síntomas, pero dejan intactas las raíces de la violencia social.
Licencias teóricas aparte, no existe división entre salud mental y física. Lo mental y lo emocional son inseparables de lo fisiológico en la persona; las personas son inseparables de su entorno social. Promover el bienestar de la población salvadoreña requiere confrontar la inequidad, lo que a su vez exige –al gobierno y a la ciudadanía– pensar fuera del guion autoritario, dejando de lado devociones y aversiones que aprendimos en automático. Son varias las medicinas amargas que le urgen a El Salvador y una de ellas, la más escurridiza, es la autorreflexión.