Ante tanta indiferencia frente a lo esencial, parece que no queda otra alternativa que volvernos virus. Múltiples virus que necesitan incrustarse con fuerza en la antilógica urbana para transformarla desde adentro. Experimentamos cada vez más ciudades sostenibles que viven cotidianeidades insostenibles. Somos testigos de la aparición de ciudades inteligentes que se esconden detrás de cámaras de seguridad como la suprema forma de ingenio urbano. Compactamos la ciudad con torres de apartamentos y centros comerciales, contaminando simultáneamente con más tráfico, caóticos paisajes urbanos, con promontorios de basura sin fin. Sí, lo celebramos con tanta basura que la dejamos que sea parte de la decoración.
La ciudad es un monstruo al que hay que atacar con virus más potentes que ella misma. Con virus realmente transformadores. No hay que oponer resistencia, solo hay que dejar que realmente nos infecten. Menciono a continuación algunos de ellos.
El virus de una ciudad donde caminar no represente un peligro. Donde la seguridad no se logre otra vez con “manos duras”, sino con parques, con plazas, con arte, con inclusión, no de esa que nos gusta tanto escribir en los reportes o anunciar como novedosas políticas públicas, sino verdadera inclusión social desde nuestras prácticas cotidianas: sin discriminación, sin colonialismos, sin desprecio por los pobres. Cuando ir por la tarde a tomar café a La Chacra sea tan normal como ir a tomar el mismo café a uno de tantos centros comerciales en zonas exclusivas. Cuando caminar a orillas del Acelhuate en Valle del Sol sea tan placentero como esos sueños de ir a pasear a orillas del río Sena en París. Donde las mujeres no nos sintamos vulnerables caminando solas, donde los jóvenes no sean estigmatizados, donde los niños jueguen tranquilos, donde los adultos mayores caminen sin riesgo.
El virus de una ciudad sin muros. No es algo nuevo, en realidad puedo recordar así las ciudades en El Salvador hace algunos años. Pero lo que fue normal, ahora debe buscar ser un virus que deje nuevamente a las ciudades sin alambres de púas, sin paredes altas y grotescas, sino más bien con el retorno a los muros bajos y jardines al frente de las casas, donde cada tarde salgamos a tomar el fresco bajo la sombra de los árboles. El virus de jardines interconectados como verdaderos corredores biológicos urbanos, donde salten las ardillas, donde corran las iguanas y los tenguereches, donde vuelen sin parar las mariposas y los pájaros. Verdaderos espacios en medio de las edificaciones que no aíslen a las diversas poblaciones de flora y fauna. Una real Floresta Urbana, como plantean los arquitectos Bruno Stagno y Jimena Ugarte para la ciudad de San José, Costa Rica. Una Ciudad Dulce, como logró el exalcalde de la ciudad de Curridabat, también en Costa Rica, Edgar Mora Altamirano, distribuyendo plantas con flores que atrajesen a las abejas en lugar de cámaras de seguridad. Se puede lograr todo esto y más si dejamos que nos invada un nuevo virus urbano, un virus que cubre a la urbe de biodiversidad, un virus que recupera y rehabilita ecosistemas y paisajes, un virus que, esperemos, llegue para quedarse.
El virus de una ciudad con ríos limpios y sanos. Verdaderos corredores biológicos urbanos, a los que nos acerquemos con respeto, a los que cuidemos porque de ellos depende en gran medida nuestra propia existencia. Solo en el Área Metropolitana de San Salvador tenemos una red de aproximadamente 250 ríos y quebradas. Hasta ahora los hemos despreciado. Los canalizamos y embovedamos, los llenamos de basura, descargamos en ellos nuestras aguas negras y, en una lógica siniestra, extraemos de ellos arena y pétreos para construir nuestras ciudades, llenándolos al mismo tiempo de ripio y desperdicios de la construcción. Felizmente nuestro olvido también ha permitido que la naturaleza sobreviva en condiciones adversas. Aún hay preciosos bosques riparios que son el hogar de variadas especies de fauna, como cotuzas y ardillas, aves y reptiles, líquenes y hongos, incluso pequeños peces y cangrejos. Los barrancos que arrastran nuestra mugre poseen una enorme belleza paisajística, abajo no se escucha la ciudad, su misma topografía los ha convertido en verdaderos túneles de viento donde se escucha el tronar de las ramas de los árboles y el bambú en una danza permanente con esas corrientes de aire. Abajo no existe el calor sofocante de la ciudad, ni su ruido ni su aire contaminado. Abajo corre el agua, fétida sí, pero al fin y al cabo el agua que mantiene a estos tercos ecosistemas.
Para inocular estos nuevos (y no tan nuevos) virus, debemos salir de todos nuestros esquemas. La vida está en medio de los edificios, como plantea el urbanista Jan Gehl, para la ciudad de Copenhagen. La vida no está en el centro comercial, está en la calle. Estos nuevos virus se inoculan desde las aceras, desde los parques, desde los ríos, desde lo que ahora negamos, desde esos espacios públicos a los que les tenemos tanto miedo. Donde vemos solo el reflejo de los temores que nos han inyectado quienes se lucran de la cultura del terror. El terror y el miedo a la ciudad, al espacio público, deben convertirse pronto en organismos infectados de una nueva vida urbana en armonía con la naturaleza.