La afirmación que presenta este artículo es, de entrada, chocante y puede resultar hasta ofensivo. Pero en un país con salud mental precaria y un presupuesto que apenas puede llamarse así, lo insultante debería de ser que no nos estemos ni siquiera preguntando –y mucho menos preocupando– por nuestro bienestar mental individual.
Cuando voy a centros a escolares a dar charlas suelo preguntar: ¿Y ustedes qué entienden ustedes por salud mental? Las respuestas siempre son variadas, pero pocas veces completas o acertadas. El ser humano ha avanzado mucho en tecnología y avances científicos, sin embargo, aún desconocemos mucho sobre nuestro cerebro.
Si yo le preguntara a usted, lector, cómo está su salud, le aseguro que lo primero que se le viene a la mente es su salud física. Es la respuesta natural, ya que como sociedad llevamos siglos estudiando nuestro cuerpo a través de la medicina, biología, anatomía, fisiología, etc., y hemos tratado a la mente como un órgano separado, igual de abstracto como el concepto del alma. El mejor concepto de salud lo recoge la Organización Mundial de la Salud, que la define como un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.
Las enfermedades físicas son inherentes al hombre y han estado en toda nuestra historia; lo mismo las enfermedades mentales, existen referencias escritas de estas en el antiguo Egipto y otras civilizaciones. Es probable, sin embargo, que la separación de la existencia cuerpo-mente que René Descartes propuso en el siglo XVII haya retrasado el estudio del funcionamiento del cerebro respecto de los demás órganos del cuerpo, provocando que la sociedad siga asociando los conceptos de mente y alma como sinónimos. En consecuencia, seguimos viendo la salud mental como algo intangible y misterioso.
Ahora bien, ¿cómo se califica el bienestar mental?, ¿qué factores evaluar? ¿O es que acaso por no considerarse “loco” se considera usted sano? Respecto a la salud mental, la OMS apunta que es un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad.
Si buscamos la definición de loco en el diccionario de la RAE, encontraremos 12 significados diferentes del mismo adjetivo y en ninguno encontraremos “dicho de una persona con enfermedad mental”. De hecho, de entre ellos yo me siento identificada con dos: tengo una suerte loca y estoy loca de amor por mi pareja. Por lo tanto, no sería equivocado decir que estoy loca, y ¡a mucha honra! Pero esa es una medición equivocada de la salud mental. La evaluación individual debería contener preguntas como las siguientes: ¿soy consciente de todas mis capacidades? ¿Podría decir que siento bienestar? ¿Soy capaz de afrontar las tensiones normales de la vida (resiliencia)? ¿Puedo trabajar de forma productiva y fructífera? ¿Puedo aportar a mi comunidad?
Medirnos individualmente es un ejercicio necesario de introspección que deberíamos hacer a diario. Lo mismo para cada país. Es por ello que en el área de salud pública existe una relación de factores que permiten medir la carga de las enfermedades a nivel global, a través del índice de años de vida ajustados por discapacidad o AVAD, expresado como el número de años perdidos debido a enfermedad, discapacidad o muerte prematura. Es decir, que es posible medir cuánta vida sana pierde un país. Según la reconocida economista salvadoreña, Ivette Contreras, en 2016, “al dejar sin tratamiento a estas enfermedades, El Salvador perdió 2.48 % de su PIB total. Esto representa 537 millones de dólares o el equivalente a la construcción de 13 hospitales nacionales de la mujer”.
La medición anterior debería ser motivo suficiente para darnos una idea de que nuestra salud mental como nación deja mucho que desear. Aparte de reducir los años de vida, la falta de bienestar mental puede tener consecuencias fatales como la muerte. La organización Mundial de la Salud registra, anualmente, 800 000 suicidios en todo el mundo, de los cuales, el 90 % de las personas adolecían una patología mental, entre ellas depresión mayor y adicciones a las drogas y el alcohol. Cada 40 segundos, alguien, en alguna parte del mundo, pierde la batalla ante una enfermedad mental. El Salvador encabeza los listados a nivel mundial y en 2016 fuimos el tercer país de Latinoamérica con la tasa más alta de suicidios.
El tema de seguridad es sin duda uno de los factores clave para determinar el bienestar mental de El Salvador. Así lo demuestra un estudio realizado por la Universidad Tecnológica de El Salvador, que pretendía determinar si existe relación entre la violencia delincuencial con la salud mental en los salvadoreños. De una muestra total de 1 143 personas, el 71 % declaró que el contexto de violencia social y delincuencia afectaba su estabilidad emocional y mental, 76 % consideró que la violencia les producía ansiedad y estrés, 85% dijo presentar problemas de nerviosismo e inseguridad como consecuencia, y 66 % reportó alteraciones del sueño como producto de la violencia social.
Con cifras como estas, cualquiera creería que, como consecuencia lógica, en nuestro país se está tratando como una de las principales prioridades este problema de salud pública. Sin embargo, las cifras nos indican lo contrario, ya que según la OMS El Salvador únicamente destina el 1.1 % de su presupuesto a este rubro, pese a la recomendación de la misma organización de que se destine entre el 5 y 15 %'. Ese escaso 1.1 % se destina casi en su totalidad a los hospitales psiquiátricos y a esto hay que sumarle que, de acuerdo con el Ministerio de Salud (Minsal, 2017), el sector gubernamental cuenta únicamente con 66 profesionales para esa área. No se necesita ser matemáticos o economistas para darnos cuenta de que, con las cifras expuestas, el Estado no da abasto.
La salud mental en nuestro país es precaria y, si bien no podemos cambiar esta realidad por nuestra cuenta, podemos tomar medidas para cambiar nuestra realidad y la de las personas cercanas a nuestro entorno. Leer completo este artículo es un primer paso. Mi finalidad es que cambiemos el rumbo de la historia y demos el ejemplo en el resto del mundo y que seamos el primer país en eliminar por completo el estigma y el prejuicio que históricamente ha rodeado y que sigue rodeando a las enfermedades mentales. Nuestras cifras de ansiedad y depresión son preocupantes y si no hablamos del tema, prevenimos y eliminamos el tabú, las cifras seguirán aumentando año con año.