El presidente Daniel Ortega lanzó un ataque virulento contra la Unión Europea y el jefe de su diplomacia, Josep Borrell, durante el acto de presentación de cartas credenciales de varios embajadores, entre ellos el de la propia comunidad europea, y los representantes de varios estados miembros, como Alemania, Austria, Italia y Finlandia.
A primera vista, resulta un contrasentido que un jefe de Estado insulte a los diplomáticos que está recibiendo en su país con el propósito de ampliar relaciones de mutuo beneficio, pero esta ha sido una práctica habitual desde que Ortega regresó al poder en 2007. Lo que vimos en la televisión oficial es una puesta en escena que se repite una y otra vez, en la que el comandante vociferante revive el acto del pequeño David contra el Goliat imperialista de los años ochenta, para consumo de sus partidarios. El propósito, según explicara su esposa, vocera y vicepresidenta, Rosario Murillo, después en su monólogo sobre “lo que nuestro presidente quiso decir”, es poner a raya a los recién llegados embajadores para imponer las reglas del “respeto” a punta de amenazas, pero sin llegar jamás a la ruptura de las relaciones diplomáticas. “Limosnero y con garrote”, dice un dicho popular, que describe a cabalidad el teatro de los Ortega-Murillo, que culmina exigiendo el pago de deudas coloniales y hasta una coima millonaria en pleno siglo XXI, por el mérito de ser un contumaz violador de los derechos humanos.
Desde 2008, en la víspera del fraude electoral municipal, Ortega sustituyó la diplomacia por la matonería política cuando desató su misoginia contra la embajadora de la Unión Europea, Francesca Mosca, y calificó a los gobiernos europeos como “moscas que pululan sobre la inmundicia”, mientras su vicecanciller, Manuel Coronel Kautz, bautizaba a la embajadora socialdemócrata sueca Eva Zettergerg como “diabla”, y las turbas rodeaban su embajada para exigir su linchamiento por “abortista”. Sin embargo, Ortega siempre jugó una política de riesgos calculados con Estados Unidos y la Unión Europea. Los desafió cuando podía darse el lujo de llenar el vacío de la suspensión de la ayuda presupuestaria europea y la Cuenta del Milenio de EE.UU. con los millonarios fondos de la cooperación venezolana que manejaba de forma discrecional.
Una década después, sus bases de apoyo se han debilitado drásticamente. La era de las vacas gordas de los petrodólares de Venezuela terminó en 2016, y la alianza económica con los grandes empresarios que le brindó legitimidad política para gobernar sin democracia, se rompió después de la matanza de abril en 2018. En el plano extracontinental, a pesar de cortejar a Putin y proclamar que Nicaragua es el mejor amigo de sus estados clientes, Osetia y Abjacia del Sur, el interés estratégico de Moscú se limitó a instalar en Managua un puesto de espionaje continental. La apuesta del canal interoceánico con China continental también fracasó con la protesta campesina contra el proyecto de Wang Jing, y Ortega tuvo que contentarse con las prebendas de Taiwán y su alineamiento tóxico con Irán y Corea del Norte.
Al cumplirse dieciocho meses de la Rebelión de abril, la diplomacia del dictador se encuentra aislada en América Latina, Norteamérica y Europa, y carece de un respaldo extracontinental efectivo. El régimen de Ortega ha sido señalado por crímenes de lesa humanidad en tres informes internacionales de derechos humanos —CIDH, ONU y GIEI— y después del fracaso de dos diálogos nacionales, enfrenta un proceso en la OEA por la violación de la Carta Democrática Interamericana.
Desde el 19 de julio de 2018, cuando inauguró la narrativa del “fallido intento de golpe de Estado”, acusando de “golpistas” a los obispos de la Conferencia Episcopal, que a pedido suyo organizaron el primer diálogo nacional, Ortega ha dinamitado todos sus puentes en Nicaragua y con la comunidad internacional. Expulsó a la CIDH de la OEA, a la Relatoría de Derechos Humanos de la ONU, y al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Incumplió los acuerdos del segundo diálogo nacional con la Alianza Cívica, facilitado por los grandes empresarios, y decretó su fin. Desconoció al Grupo de Trabajo de la OEA y a la Comisión de Alto Nivel de cinco países, y recientemente cortó todo contacto con la Secretaría General de la OEA, con la que acordaría una reforma electoral.
Su base de apoyo hoy se reduce a la alianza con Cuba y Venezuela. Una alianza ideológica de tres países en bancarrota política y económica, en la que Ortega subordina su pragmatismo ante una estrategia regional que opera al ritmo de Venezuela. Si Maduro cede, flaquea o colapsa, Ortega actuará con flexibilidad y pragmatismo; pero mientras Maduro consolide su dictadura y se niegue a dialogar con la oposición venezolana, Ortega se cerrará aún más, sin hacer ninguna concesión democrática. Y a contrapelo del descalabro de la economía nacional y de las sanciones externas, Ortega no se abrirá a una negociación política de fondo, mientras Maduro se fortalezca en el poder.
A menos que la presión nacional e internacional, ejercida al máximo y de forma simultánea, lo coloque al borde del abismo y las fisuras políticas que ya existen en su régimen, entre los empleados públicos civiles y militares y en el propio Frente Sandinista, se conviertan en grietas, Ortega no negociará una salida política. Su objetivo final nunca ha sido promover reformas democráticas ni elecciones libres en 2021, sino mantenerse en el poder a cualquier costo, incluso después de 2021, como parte del esquema de supervivencia de la alianza que lidera el longevo modelo cubano autoritario.
Al sepultar la negociación política, Ortega ha colocado a su régimen en punto de no retorno. Hacia adelante, enfrenta una encrucijada con dos caminos posibles: uno lo lleva a seguir los pasos de Nicolás Maduro y convocar a una Constituyente para prolongar su mandato y cancelar las elecciones presidenciales de 2021; el otro consistiría en hacer una reforma electoral con los partidos colaboracionistas, al margen del consenso con la Alianza Cívica, para realizar elecciones no competitivas en 2021, excluyendo a la oposición azul y blanco que representa a la nueva mayoría política del país.
En ambos casos, correría un riesgo político que hasta ahora nunca ha estado dispuesto a adoptar: perder el reconocimiento diplomático para su Gobierno por parte de la comunidad internacional encabezada por la OEA. ¿Se atreverá Ortega a dar el salto final al vacío?
Esos son los dilemas del tirano en su soledad. La oposición azul y blanco, en cambio, solo tiene la opción de ejercer más presión cívica hasta lograr la suspensión del estado de sitio, y conformar una gran alianza nacional, democrática e inclusiva, una alternativa de poder para acelerar la salida política de un régimen que, a pesar de las amenazas y la represión, está viviendo una crisis política terminal.