Columnas / Violencia

El trauma compartido

Los gobiernos militares, la guerra civil y la indolencia de posguerra han dañado profundamente nuestro tejido social. Esto no es un decir poético: los efectos del trauma efectivamente se transmiten de una generación a otra.

Jueves, 7 de noviembre de 2019
Ligia Orellana

Las repercusiones del estallido social en Chile a mediados de octubre circulan libremente por internet. Son las peores pesadillas de quienes somos Hijos de la Guerra ahora en streaming. Llegué desde El Salvador a Chile hace muchos años, como quien logra cambiar de camarote en el Titanic, y muchos escenarios de ese streaming dantesco son calles que conozco bien. De repente, entre videos de detenciones ilegales grabados a escondidas desde balcones en el sur de Chile, se coló en mi pantalla una foto de La Benemérita Guardia Nacional de El Salvador junto a un mensaje añorando su regreso. La Benemérita es nuestro sucedáneo cruel de Santa Claus que, se asume, le regala protección a los buenos y le trae azotes a los malos. En esta narrativa casi mitológica es difícil señalar dónde termina la ignorancia y dónde empieza la perversidad.

Las imágenes de Chile en octubre de 2019 que he ido coleccionando se mezclan con mis primeros recuerdos de infancia en El Salvador de los 1980. Las primeras me evocaron las segundas, no solo al ver a carabineros y militares arremeter con agua, gas, balas y batones contra manifestantes con sus manos en alto –mientras dejaban pasar actos vandálicos dignos de una primera plana–; sino también al ver a estos agentes arremeter contra civiles que no eran parte de las manifestaciones.

Desde lanzar lacrimógenas a quemarropa y reventar globos oculares (una práctica alarmantemente popular entre las fuerzas chilenas del orden), hasta secuestros, desapariciones, abusos sexuales, ejecuciones y un centro de tortura cual pop-up store en la estación de metro Baquedano en Santiago. La pesadilla es esto, pero también los juicios de los espectadores: “no te pasó esto porque seás malo, sos malo porque te pasó esto”. Primero viene el castigo y luego el “algo habrás hecho para merecerlo”. Por eso toda la gente arrestada y torturada por la Benemérita era culpable de algo.

Mientras en Chile los jóvenes claman por que sus padres y abuelos no vivan persecución y miedo nunca más (en alusión a las prácticas actuales que evocan la dictadura de Pinochet), en El Salvador estamos felices de seguir usando la agresión como una moraleja. La gente en el poder anuncia su entusiasmo por legitimar la violencia de Estado antes de que ocurra. Se nos inculca que “protesta” es sinónimo de “vandalismo”, además de un cuestionable ojo por ojo en el que los objetos destruídos se cobran con la aniquilación, física o psíquica, de quien los destruye. El peso de la violencia en nuestra historia como salvadoreños no solo se manifiesta en sintomatología psiquiátrica o en hipersensibilidad a detonaciones y helicópteros. El daño que sufrimos por la violencia, o la permanente amenaza de sufrirlo, trasciende la esfera individual y se manifiesta en nuestras relaciones con los demás.

Una característica del trauma es que perturba nuestros marcos de referencia social. Ni el trastorno de estrés postraumático (un cuadro sintomatológico) ni el trauma psicosocial (una configuración psíquica compartida) son una entidad individual. Un accidente, una violación, ser víctima de un desastre socionatural o víctima de torturas, tienen un componente primordialmente social. Por ello, un “evento traumático” por sí solo no necesariamente lleva a la persona a sufrir una alteración personal crónica. El trauma, personal o colectivo, se alimenta de los intentos por silenciar, minimizar, o negar el sufrimiento vivido. Los contextos de perpetua incertidumbre y agresiones, como ha sido históricamente el día a día en El Salvador, no solo cronifican, sino que vuelven normal la perturbación de nuestros lazos sociales.

Los gobiernos militares, la guerra civil y la indolencia de posguerra (que en lugar de combatir fortaleció a las pandillas y a otros modos de violentarnos entre salvadoreños) han dañado profundamente nuestro tejido social. Esto no es un decir poético: los efectos del trauma efectivamente se transmiten de una generación a otra. En animales, se ha evidenciado que las memorias se transmiten genéticamente. Por ejemplo, el temor a un olor específico en roedores pasa de padres a hijos y de hijos a nietos. En seres humanos, los mecanismos de transmisión del trauma son más complejos, pero, paradójicamente, involucran los detalles más triviales de nuestra vida diaria. El trauma transgeneracional se ha estudiado, por ejemplo, en descendientes de víctimas del Holocausto, y en familias en Chile, Argentina, y, sí, en El Salvador de la posguerra. Todo aquello que pudo ayudarnos a sanar personalmente y como país al finalizar la guerra fue silenciado, minimizado o negado.

Nada de esto excusa ni justifica la violencia interpersonal, delincuencial y estructural que salvadoreños y salvadoreñas sufren a diario. Es por ello que la desconfianza y la hostilidad hacia los demás son reacciones nada fuera de lugar ante la perpetua adversidad que es nuestro país. El punto aquí es que el conocimiento fundamentado sobre por qué “estamos como estamos” y cómo abordarlo existe. Pero nos sigue hundiendo esa mezcla de ignorancia y perversidad de las figuras salvadoreñas con influencia política o social, que idealizan las agresiones de la autoridad como un actuar legítimo a priori y se anclan a la dramática foto de vandalismo como abrazando el árbol que no les permite ver el bosque.

Fuera del encuadre de esa foto, el grueso de la gente está de acuerdo, aunque sea intuitivamente, en que la resistencia civil y las protestas no violentas tienen más probabilidades de lograr objetivos estratégicos. Tal vez por ello tales figuras públicas (y quienes les escuchan) estigmatizan cualquier atisbo de reclamo civil organizado. Tal vez por ello poco cuentan las noticias -así que se lo cuento yo- sobre las numerosas asambleas abiertas y cabildos ciudadanos a lo largo de Chile organizados en paralelo con las marchas.

Recuperarse de una historia de violencia también es un esfuerzo transgeneracional. Las movilizaciones en Chile comenzaron el 14 de octubre con estudiantes de secundaria saltándose los piquetes del metro en protesta por el incremento de su tarifa, aunque ese incremento no aplicaba a estudiantes. Mucho se habla de cuánto nos urge tener empatía y así es, pero la empatía por definición es una experiencia individual. Sintamos o no lo que siente la otra persona (lo cual no siempre es posible), lo que también urge es solidaridad.

La llamada Evasión Masiva de los estudiantes chilenos se convirtió en un valioso gesto de solidaridad que alentó a grupos sociales de todas las regiones a salir a la calle y exigir que el país cambiara su rumbo. No era por 30 pesos, sino el rezago de 30 años de un modelo de país que se ensaña con la ciudadanía, mientras empresarios, políticos, policías y militares roban miles de millones, evaden otro tanto en impuestos y, en lugar de mandarlos a la cárcel, los mandan a clases de ética. Chile y El Salvador son contextos sociohistóricos y económicos distintos, pero no tan lejanos como para evitar compartir heridas, lecciones y esperanza.

Construir una sociedad civil cohesionada en El Salvador será un trabajo de décadas que requiere desarmar buena parte del modo de vida que conocemos como normalidad. Las generaciones que nos preceden han sido condenadas a la irrelevancia, gracias a la penalización social y económica del envejecimiento (véase el modelo de pensiones tanto de Chile como de El Salvador), mientras que a las generaciones jóvenes se les niega su historia. Vivimos así en un presente sin memoria; esto no es solo recordar eventos, es tener un marco de referencia para interpretarlos. La memoria, como el trauma, se construye en sociedad: se enfrenta, se habla, se valida sobre la base de la solidaridad entre diversos grupos sociales. Sin memoria, nos queda la ignorancia y la perversidad, y la certeza de que las pesadillas volverán.

* Ligia Orellana es psicóloga salvadoreña, doctora en psicología por la Universidad de Sheffield, Reino Unido. Actualmente es investigadora social en las áreas de prejuicio, violencia, bienestar subjetivo y temáticas LGBTI en el sur de Chile.  Es autora de los libros de cuentos Combustiones Espontáneas (UCA Editores, 2004), Indeleble (Colección Revuelta, 2011) y Antes (RIL Editores, 2015). Escribe también en los blogs  Qué Joder ,  Psicoloquio , y el webcómic  Simeonístico .
* Ligia Orellana es psicóloga salvadoreña, doctora en psicología por la Universidad de Sheffield, Reino Unido. Actualmente es investigadora social en las áreas de prejuicio, violencia, bienestar subjetivo y temáticas LGBTI en el sur de Chile.  Es autora de los libros de cuentos Combustiones Espontáneas (UCA Editores, 2004), Indeleble (Colección Revuelta, 2011) y Antes (RIL Editores, 2015). Escribe también en los blogs  Qué Joder ,  Psicoloquio , y el webcómic  Simeonístico .

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