La noche del 11 de noviembre de 1989, la ciudad de San Salvador y otras ciudades importantes fueron sorprendidas por la incursión de columnas guerrilleras que tomaron por asalto sus barriadas. El FMLN adujo que lanzaba la ofensiva como muestra de rechazo a un atentado dinamitero contra la sede de FENASTRAS acaecido unas semanas atrás; en realidad, la ofensiva se venía planificando desde al menos un año antes. Sería el último gran esfuerzo militar de los insurgentes.
Dos días antes, al otro lado del mundo, caía el muro de Berlín, ominoso símbolo de la Guerra Fría y de la opresión del sistema socialista. Mientras que los alemanes cruzaban, gozosos, espacios antes prohibidos, iniciando la era de la democracia y la reunificación; en El Salvador miles de guerrilleros, algunos veteranos de cruentas batallas, muchos jóvenes recién reclutados en repoblaciones y barriadas, se lanzaban al combate enarbolando banderas de lucha que el correr del tiempo había desgastado, pero que aún tenían fuerza de convocatoria.
Por dos semanas las fuerzas guerrilleras atacaron la capital y otras ciudades importantes. En un primer momento, el Ejército se replegó y luego intentó recuperar el control. Al no poder hacerlo, bombardeó las zonas residenciales populares, causando muchas bajas civiles y daños a la infraestructura, lo que obligó a la guerrilla a replegarse a los alrededores de la capital, desde donde continuó sus ataques, pero esta vez atacando zonas residenciales de clase alta, lo cual obviamente desequilibró la estrategia militar del gobierno. En el marco de la ofensiva, un comando militar asaltó la Universidad Centroamericana y asesinó a seis reconocidos sacerdotes jesuitas y a dos empleadas domésticas. Esos asesinatos causaron gran indignación internacional y tuvieron un alto costo político para el gobierno que salió de la ofensiva en franca desventaja política, lo cual favoreció el proceso de negociación.
La guerrilla había lanzado otra ofensiva en enero de 1981, en un contexto muy diferente. Dos años antes, en julio del 79, los sandinistas habían tomado el poder en Nicaragua. Para entonces, la lucha combinada de guerrilla y organizaciones de masas habían puesto en jaque al inepto gobierno de Carlos Humberto Romero, derrocado en octubre del mismo año. El país vivía convulsionado por la violencia política, esa que unos meses después llevaría al asesinato de monseñor Romero. Para la izquierda era claro que la hora de la revolución había llegado. Así lo entendían las masas que, entonando “El pueblo unido, jamás será vencido”, regaban con sangre las calles de San Salvador. Dios mismo estaba de su parte; al menos así lo entendían las bases campesinas cuando “celebraban la palabra” al son de la Misa campesina y el Cristo de Palacagüina, de Carlos Mejía Godoy. Era la lucha de los desposeídos urbanos y rurales dispuestos a liquidar un memorial de agravios; así lo decían los Guaraguao con sus Casas de cartón y Víctor Jara cuando llamaba A desalambrar, “que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel”.
Asumiendo la justeza de su causa y que el tiempo y la historia estaban a su favor, el proyecto revolucionario convocaba a personas provenientes de diferentes estratos sociales, desde campesinos y obreros, estudiantes universitarios, religiosos, hasta miembros de las clases medias o incluso un privilegiado de la vida, como Enrique Álvarez Córdova, salvajemente asesinado por los escuadrones de la muerte. No es extraño, entonces, que el imaginario colectivo de la revolución se nutriera de corrientes musicales muy diversas. Aquellos provenientes del medio urbano y universitario sabían de Mayo 68 y Woodstock; para los más intelectuales, sus referentes eran Bob Dylan, Joan Baez y quizá Janis Joplin; otros se decantaban por Joan Manuel Serrat y, más tarde, por Silvio Rodríguez.
Llegado el momento, la revolución se cantó a sí misma, como hicieron Yolocamba I Ta y otros grupos nacionales. Ya en plena guerra civil, surgen grupos musicales que acompañan a la tropa y la población en las zonas controladas, por ejemplo, Los torogoces de Morazán. Solidaria en todo, Nicaragua presta la inspiración de Carlos Mejía Godoy, con su bien intencionada pero poco realista El Salvador, en la víspera de su alborada, cuyos ritmos y letras parecían acelerar el fuego de las armas guerrilleras. “Ya los fusiles del pueblo están cantando, con su trova de pólvora fecunda”, decía Mejía Godoy. Por su parte, Ali Primera, con plena seguridad arengaba: “Dale, salvadoreño, que no hay pájaro pequeño que después de alzar el vuelo se detenga en su volar”. Para no ser menos, Silvio Rodríguez intentaba cantar lo que simplemente debió recitar y afirmaba que “el tiempo está a favor de los pequeños”.
Entusiasmados por el ritmo e ignorantes del contenido, cuando era posible, los guerrilleros bailaban al ritmo endemoniado de Creedence, sin tener idea de la denuncia de las diferencias sociales subyacente en Fortunate son o la angustia del combate en Vietnam implícita en Run through the jungle. Más atinados estaban cuando se ponían románticos al compás de Have you ever seen the rain. Vale decir que los peludos de Creedence convivían sin problemas con Aniceto Molina y su sugerente Gallo mojado e incluso con un grupo tan poco revolucionario como Boney M y su muy espiritual Ríos de Babilonia.
En 1987, a tono con las demandas de paz en la región centroamericana, el grupo guatemalteco Alux Nahual estrenó la canción Alto al fuego. Cuando se dio la ofensiva del 89, en las radios preferidas de los jóvenes salvadoreños sonaba mucho Phil Collins y Another day in Paradise, que a ritmo pausado, en nuestro medio traducido a “romántico”, hablaba del problema de las personas sin hogar. Un año después, reflejando los cambios en Europa del este, Scorpions lanzó su éxito Winds of change, una balada que tuvo mucho éxito en el país.
Guardo en mi memoria la imagen de pobladores y guerrilleros en una fiesta en San José las Flores, Chalatenango, hacia mediados de 1992 y en pleno proceso de desmovilización de las fuerzas militares del FMLN, bailando y haciendo planes para su vida futura al son de esa canción. En cierto modo, también para El Salvador soplaban “vientos de cambio”.