En la pantalla, una madre se sienta a la mesa junto a una exguerrillera de la Resistencia Nacional. En noviembre de 1989, esa exguerrillera y sus compas irrumpieron por la fuerza en la que alguna vez fue su casa. La guerrillera sangraba porque recién le habían baleado la pierna. Ayudarles no era una opción. Aquella célula guerrillera mantuvo cautivas a esa madre y sus hijas, entonces menores de edad, durante una larga noche. Ahora (y para siempre), las tres mujeres se reencuentran y dialogan frente a la cámara del cineasta mexicano-salvadoreño Julio López, en una de las escenas más memorables de La batalla del volcán, el documental que recrea la 'ofensiva final 'Hasta el tope'' con las voces de los protagonistas de las trincheras: los excombatientes de la guerrilla y de las fuerzas armadas; pero también de las víctimas civiles que sufrieron por el fuego cruzado de aquel último gran enfrentamiento de la guerra civil salvadoreña.
Julio (Ciudad de México, 1981) estrenó esta que es su ópera prima en mayo pasado, durante el noveno Foro Centroamericano de Periodismo organizado por El Faro. Antes de La batalla, él ya había demostrado músculo como productor de sendos documentales que pelean por el rescate de la memoria y por visibilizar el drama de los desaparecidos en Los ofendidos y El cuarto de los huesos de la cineasta Marcela Zamora, respectivamente. López también es el productor de Ausencias, dirigido por Tatiana Huezo y ganador del Ariel a cortometraje mexicano en 2016.
Ahora, con La batalla del volcán, Julio no solo destaca por la destreza narrativa, con un guión que no cansa (pese al reto de reconstruir una ofensiva a través del testimonial) sino por su aporte contra el olvido. Y ese aporte debería de leerse en mayúsculas: el documental coloca un nuevo pilar para la memoria en un país y una sociedad acostumbrada (y cansada, a juzgar por la recepción que la cinta ha tenido) a los silencios. Pese al tema, dramático por esencia, Julio incluso logra puntos de quiebre que van desde la evolución de un excombatiente que se presenta como un rambo sin sentimientos, para luego terminar convertido en una víctima de sus propios traumas de guerra; hasta el humor en medio de una guerra gracias a la sencillez con la que algunos narran cómo estuvieron a punto de morir o de matarse. Lograr eso no es fácil. Conectar esas voces tampoco, pero Julio y su equipo lo lograron luego de tres años de investigación (más tres de rodaje y postproducción) para crear esta cinta que coloca al país frente al espejo de su pasado.
Destaca, además, que en una “decisión política”, el hilo conductor no sean las víctimas, sino los excombatientes. Una vez que se abre el telón, y estos personajes comienzan a evolucionar, caemos en cuenta de que quienes se mataron son diametralmente opuestos a los dirigentes que los mandaron a matarse; y de la clase política que, superada la posguerra, nos llaman a nuevos campos de polarización.
Las víctimas, aunque no están en primer plano, destacan en una basta y exquisita curaduría de imágenes en los reportes de guerra en video resguardados por Epigmenio Ibarra. Sobre las víctimas, dice el autor, aunque no son primeras protagonistas, recae “el peso más importante. Esa especie de reconciliación o de pedida de perdón de los excombatientes a los civiles”, dice.
Una batalla contra el olvido
La de Julio López es una cruzada comprometida con la memoria. Lo dice sin tapujos. Él rescata la influencia del cine documental argentino (que habla de tres etapas para la reconstrucción de la memoria) para defender que su generación (la generación de los hijos de la guerra, los nacidos a finales de los 70 y principios de los 80) tienen (tenemos) un compromiso para aportar a un encuentro, a la reflexión, al diálogo.
En la última etapa, la de los hijos que pueden ahora hacer preguntas que antes no se podían porque el conflicto estaba “demasiado a flor de piel”, Julio plantea que hay una búsqueda para intentar dar sentido a los procesos, una explicación que “termina siendo una especie de epílogo o reflexión sobre el balance a todos los niveles del conflicto heredado en nuestra sociedad”.
“Desde nuestra trinchera, que en este caso es el cine documental, creo que este un compromiso generacional, no solo una búsqueda personal, sino que además un compromiso generacional de señalar este tipo de procesos”, añade.
El reto, plantea, es seguir aportando a esa cruzada. El documental recorre los campos de batalla (la ofensiva duró una semana: del sábado 11 al 18 de noviembre) de las populosas ciudades de Soyapango, Mejicanos, Merliot, pero también de las exclusivas colonias como La Escalón o Antiguo Cuscatlán, con el asesinato de los jesuitas de la UCA como punta de lanza. Es, en ese sentido, una primera gran aproximación (y una invitación, un emplazamiento) a todas esas otras historias anónimas todavía no contadas.
Una guerra como un volcán
El documental arranca con una trampa. Si el cine es magia porque transporta a otros mundos, Julio no pide permiso y nos lleva, sin amarres, directo a los enfrentamientos que comenzaron el 11 de noviembre. Cuando por fin regresa la luz a la pantalla, todos vamos a la guerra a bordo de un helicóptero de la Fuerza Aérea.
La complicidad está servida en bandeja: todos somos pasajeros en ese viaje directo al corazón de nuestra memoria. Para los que vivimos la ofensiva, es un guiño, una regresión al compás de las hélices que tronaron sobre la capital, sobre nuestros techos, aquel noviembre. Aún con aquellos que no la vivieron, la entrada atrapa porque las imágenes de un San Salvador del ‘89 visto desde el aire no tienen desperdicio.
De fondo, el volcán de San Salvador es la metáfora de un testigo omnipresente. Otra intención confesa del cineasta: el volcán no se ha ido, como tampoco se han ido los dramas, las tragedias y los sinsabores de aquella ofensiva que puso los cimientos para El Salvador del ahora. Como la guerra, como la ofensiva, el volcán “está tan presente en nuestras vidas, y en nuestro campo visual de manera permanente, que ya ni lo vemos”, dice Julio. “Pero ahí está”.
Y así como el volcán, la película se alza imponente para que no olvidemos, para que dialoguemos sobre nuestro pasado. “La batalla del volcán no es la ofensiva sino que es la guerra civil en general. Las reflexiones humanas que se dan son totalmente transportables a toda la guerra. Y ese un poco la discusión que me gustaría que generara la película. El microcosmos es la ofensiva, pero el macrocosmos es la guerra civil, sin duda”, añade.
Ese diálogo sobre el pasado es un hilo que se desenrolla durante los 102 minutos del filme, de la mano de un coro de excombatientes que destacan por sus conversaciones, por historias desenfadadas y por la evolución que experimentan. Pasan de contar crudas batallas (con la épica heróica de los guerreros) hacia el redescubrimiento del sinsentido de nuestra guerra. Es un logro del documental la catarsis a la que se ven expuestos, cuando terminan, algunos, desahogando sus traumas, ofrendando sus duelos y reflexionando sobre una sociedad que puede llegar a reconciliarse, siempre y cuando se aleje de los blancos y negros.
Esa catarsis en la pantalla, de manera inequívoca, se traslada hacia el espectador, que constantemente está siendo retado ora por los discursos de los protagonistas, ora por el recuerdo (si vivió la ofensiva) o la sorpresa (si de la ofensiva solo sabe lo que le han contado). El objetivo principal del cineasta se cumple a la perfección: el espectador dialoga consigo mismo. Y, cuando la función acaba, el diálogo se expande a otros espacios porque, como dice 'El Barón', un expolicía nacional que evoluciona de un fiero combatiente a una víctima (sí, víctima), “la guerra te devasta, te hace pedazos”.
El día del estreno, la exguerrillera y las que fueron sus rehenes estuvieron presentes en la gala, que sirvió de precalentamiento para una jornada inédita: tras las primeras funciones (estaba programada para exhibirse entre el 17 y el 25 de mayo), el boca a boca extendió la cartelera hasta el 18 de junio, con más de tres mil boletos vendidos por la cadena Cinemark, según datos de la producción. En aquellos días, Julio López no ocultaba su alegría. Esperaba una buena recepción, una apertura al diálogo, “pero ha sido un hito, mano”, decía. “No hemos dejado de tener salas llenas o casi llenas. La gente conectó de forma increíble con la peli”.
Al cine asistieron padres y madres que fueron víctimas; excombatientes, la generación ahora adulta que vivimos la ofensiva; jóvenes que solo la han escuchado de boca de sus padres. Un periodista amigo, de 28, un recién nacido cuando acabó la guerra, llegó a decirme: “Fui a verla otra vez. Llevé a mi papá. Lloró, lloramos”. Dialogaron.
En el filme, el reencuentro entre la exguerrillera y sus rehenes (que a la postre ayudaron a salvar su vida) se convierte en otra metáfora: una reconciliación de país. “Yo no creía que las encontrarías', le dice la joven al cineasta, al finalizar la función. Su madre, más afectada, también llora. Algunas filas más adelante, la exguerrillera, sentada en primera línea, también llora. 'Pero lo lograste y con eso permitiste que nos reconciliemos y encontremos paz”.
Este noviembre, La batalla del volcán (que viene de México, Cuba, Costa Rica, de ser selección oficial en festivales prestigiosos) ha regresado a El Salvador, en el marco del 30 aniversario de la ofensiva. Estará hasta el 23, en una gira gratuita que ya dejó trincheras en varias universidades y busca conquistar nuevos frentes para el diálogo en el interior del país.