El muro de la Frontera Sur se tragó a la última caravana. La extinguió, no dejó rastro de ella, la absorbió entera en un suspiro. Y anuncia que la deportará.
De las casi cuatro mil personas que partieron hace cuatro días de San Pedro Sula, en Honduras, no quedan sino migajas esparcidas en el mapa de Guatemala y algunas cuantas acechando errantes el sur mexicano, sin que nadie pueda llamarles ya caravana. México demostró ser el muro eficiente que prometió a la Casa Blanca de Donald Trump a la hora de contener la migración centroamericana.
Y lo hizo con la audacia y la velocidad del prestidigitador. Y con los engaños del peor político.
Al mediodía del sábado 18 de enero, tras atravesar a pie o en buses Guatemala de frontera a frontera, se habían plantado frente al portón de la aduana mexicana en la remota frontera de El Ceibo, en el departamento de Petén, lindante con el Estado de Tabasco, unas mil personas según los cálculos hechos por un teniente del ejército de Guatemala. Querían seguir subiendo en el mapa y la mayoría, después de quemar naves en sus países, llegar a Estados Unidos. Tenían, dijeron, la determinación inquebrantable de rechazar los embelesos con que los agentes migratorios mexicanos intentaban seducirlos para que desistieran.
“Nadie se va a subir a esos buses, lo que queremos es que nos dejen caminar juntos”, dijo en voz alta Ricardo Cortez, un hondureño veinteañero que se convirtió de la noche a la mañana en el líder más visible del éxodo. La gente que lo rodeaba asintió haciendo ademanes exagerados y vitoreando la determinación de Ricardo, el guía sabio.
Algunos agentes de migración mexicana se habían aproximado minutos antes, desde su lado del portón, para hacerles una oferta: los dejarían pasar en grupos de veinte, los subirían a autobuses del Instituto Nacional de Migración (INM) y los llevarían a “un lugar seguro” sin especificar, para “procesar” su trámite migratorio y, eventualmente, ofrecerles trabajo.
Aquello les sonó a los centroamericanos como un tramposo canto de sirena, lleno de cartas tapadas, y dieron por cerrada la negociación. Ni se dejarían separar, ni se subirían a los buses de la migra, ni permitirían que se les encerrara en ningún sitio. Permanecerían, dijo Ricardo, plantados frente a la aduana hasta que las puertas se abrieran de par en par.
Así que los tres periodistas que cubríamos la marcha de aquel millar nos pusimos a imaginar escenarios, a predecir jugadas, Y decidimos que lo que ocurriría es que, llegado el hartazgo, los migrantes se aventurarían en grandes grupos por puntos ciegos en la selva. Y nos fuimos a buscar los puntos ciegos. Subidos en una lancha, recorrimos parte del río San Pedro, que bordea la línea fronteriza, sin ver más que pájaros pescando. Ni un migrante. Ni un guardia mexicano a la espera.
Cuando volvimos a la aduana un par de horas más tarde, unas 300 personas se habían subido ya a los autobuses y el resto hacía cola a la espera de su turno. Era el propio Ricardo el que en el calor húmedo organizaba a su grey, dando instrucciones a gritos: los mexicanos lo habían dejado pasar a su lado del portón y eso le confería una autoridad extra. Parecía ese joven un poquito dueño de esos buses y del destino al que se asomaban todos.
Por alguna razón la presencia de un funcionario del gobierno federal les había cambiado. Un hombre de bigote y maneras de profesor de secundaria les había inspirado la confianza suficiente para aceptar lo que antes les parecía inaceptable. Julio César Sánchez se presentó con un cargo cuya mención exige tomar aire: Director general de asuntos especiales de la Secretaría de relaciones exteriores del Gobierno federal mexicano. Y dijo “Ustedes son el grupo más organizado que hemos visto”; “Así como les pedimos que confíen en nosotros, nosotros queremos confiar en ustedes”; “Se quedarán con sus familias a trabajar en el estado de Tabasco”; “Tendrán techo, comida y podrán regularizar su situación laboral”. Eso dijo Julio César Sánchez a la multitud, y a su cansancio y a su hambre, y a sus pies llagados, y a sus niños asoleados, y a sus bolsillos famélicos, y a su incertidumbre. Y logró que se subieran al bus.
Lo que Julio César Sánchez no les dijo es si sus promesas eran para todos, o a condición de qué, ni cuánto tiempo tomaría cumplirlas. Y sobre todo no les dijo dónde estarían mañana ni bajo qué condiciones.
—Es la tercera vez que usted me pregunta eso —me dijo, la tercera vez que se lo pregunté.
—¿Es un secreto el destino de esta gente?
—No es un secreto, es información propiedad del Gobierno de México. La seguridad de esta gente es nuestra responsabilidad.
—¿Dice que la decisión de no revelar el destino de los migrantes es por su seguridad?
—Así es.
Lo único que se sabía es que los autobuses llevarían a lo que fue una caravana hacia Villahermosa, la capital del estado de Tabasco, a cuatro horas en vehículo de la frontera de El Ceibo.
Las primeras en subir fueron las mujeres y los niños; luego los hombres de esas mujeres y esos niños; luego algunos hombres que habían aguardado pacientes, durante horas, en fila india. Y luego… el cupo se agotó. Se oscurecía la tarde y un funcionario parco como una cucharada de sal apareció para anunciar que no habría más buses “hasta nuevo aviso” y apostilló a los migrantes que si deseaban ir a probar suerte en otros puntos fronterizos estaban “en todo su derecho”.
Y los dejó ahí: unos 300 hombres jóvenes, formados como tontos en filas, frente a un portón vacío y cerrado con candado, con la palabra en la boca. Algunos habían visto subir a sus mujeres y a sus hijos a aquellos buses, otros habían quedado separados del grupo con el que viajaban. Uno comenzó a rumorar que habían caído en una trampa, otro se quejó de no haber derribado aquel portón cuando aún tenían los números a su favor. Los rumores y los lamentos comenzaron a fermentarse en medio de la noche.
Ya en ocasiones anteriores, los migrantes que habían creído en las promesas de la migra mexicana terminaron encerrados en estaciones migratorias, bajo condiciones semi carcelarias, sin posibilidades de comunicarse con el exterior y, muchas veces, separados de sus familias. A menudo terminaron siendo deportados. Pero esas promesas falsas a las caravanas predecesoras las había hecho y traicionado el gobierno anterior, encabezado por Enrique Peña Nieto. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha dicho ser distinto.
Entonces en El Ceibo se fue la luz.
La esperanza de El Ceibo
La última vez que El Ceibo vio a tanta gente pasar hacia el norte no había una aduana aquí, ni una calle pavimentada, ni un portón mexicano. En realidad no había casi nada, salvo unas casitas aisladas que formaban una aldea aún más remota que hoy día. Eran los años ochenta y este era un punto ciego: los viejos recuerdan los días en que los migrantes de El Salvador y Honduras pasaban en grupos de 500, siguiendo a un solo coyote y trajinando a pie las veredas selváticas y oscuras que se internaban en México.
En 1997, Guatemala y México formalizaron este paso fronterizo y pusieron funcionarios aduaneros y portones. Pero nunca fue tan transitado como antes. El Ceibo tiene un par de hotelillos de paso, unas pocas cantinas, un río cercano y la parsimonia pegajosa de lugar recóndito. Aunque hay un albergue para migrantes, no suele recibir a grupos de más de diez personas, que aparecen y se van fugaces. La electricidad se suspende a las diez de la noche y se reanuda a las cinco de la mañana, cuando el poblado abre los ojos con los ruidos de los animales desperezándose.
Una buena parte de esta caravana que inaugura 2020 pensó que sería audaz intentar cruzar por un sitio tan inesperado, aunque exigiera caminar 100 kilómetros más que la ruta que han seguido todas las caravanas anteriores, que cruzaron a México a través de la frontera de Tecún Umán, cerca del pacífico centroamericano, que conecta con el municipio de Ciudad Hidalgo en el estado de Chiapas.
Así llegó hasta El Ceibo Óscar, con sus 19 años a cuestas y cargado con toda la muerte que le cabe a una vida tan breve si se vive en el barrio Rivera Hernández de San Pedro Sula, Honduras. Óscar tenía sólo 12 años cuando una pandilla asesinó a su hermana con un sadismo al que no atrapan las palabras. Tenía sólo 13 cuando unos matones confundieron su casa y entraron disparando y le partieron la cara a su primo con la punta de una escopeta. Ha visto morir a tantos amigos. A los 16 se “robó”, dice, a una niña de 14 y la embarazó para dar inicio a una vida de pareja. Ahora huyen juntos, con el espanto a flor de piel, con un bebé de un año y cuatro meses en brazos. Ella, Katheryn, acaba de cumplir 17 años y está otra vez embarazada, de cinco meses. En su vientre lleva a una niña. Ni ella ni él habían viajado jamás fuera de su barrio bravo y la ignorancia sobre casi todo les asoma por los ojos como una araña malvada. Juntos descubrieron que el mundo tenía más anchura que el Rivera Hernández. Soñando con no volver vendieron todo –todo– lo que les pertenecía: dos mesitas de vidrio, dos estufas, una freidora, dos teléfonos, una hamaca y un ventilador, y consiguieron una fortuna de 70 dólares de los que al llegar a la frontera no quedaban ni centavos.
También trajo el grupo a Carlos, veterano caravanero. Viajó hace un año con la madre de todas las caravanas, la de octubre de 2018. Llegó hasta Tijuana en multitud, contrató un coyote para que lo introdujera en Estados Unidos y, a pocos kilómetros de llegar a Los Ángeles, la migra estadounidense le hizo parada al vehículo que los transportaba. Y el viaje se acabó. Pasó tres meses en una estación migratoria, detenido, y fue deportado a Honduras. Cuenta que intentó en vano conseguir un trabajo y cuando se le apareció la noticia de una nueva caravana no se lo pensó dos veces. Pero en él algo ha cambiado: sus sueños se han movido hacia el sur. Casi 5 mil kilómetros hacia el sur. Carlos no contempla más la idea de llegar a Estados Unidos y ahora aspira, dice con las metas degradadas, a quedarse a vivir en México, en el lugar que sea, y buscar la vida ahí.
El problema es que la oferta mexicana también está degradada: hace exactamente un año, cuando el presidente López Obrador se estrenaba en el cargo, una caravana gigante se encontró con las puertas abiertas de par en par y unas promesas felices e increíbles: México otorgó en aquellos primeros meses de 2019 más de 13 mil visas humanitarias con toda suerte de beneficios, que incluían la posibilidad de entrar y salir del país libremente, recorrerlo entero, acceso a la salud y a la educación públicas y, sobre todo, el dulce permiso de trabajo que significa la vida y la muerte para un migrante. Todo eso con cinco días de espera, sin necesidad de estar recluidos. Hoy, un año después –amenazas de Donald Trump mediante–, las promesas del gobierno de López Obrador son significativamente más baratas: ser recluidos quién sabe dónde, durante quién sabe cuánto tiempo, para obtener, si acaso, un permiso de trabajo temporal limitado al estado de Tabasco.
Aún así, para Carlos aquello sonó a una buena oferta.
El fin de la caravana
Este éxodo masivo será, tal vez, el último. O al menos marcará un antes y un después muy claro: si antes los caminantes centroamericanos soñaban con atravesar el muro estadounidense de Tijuana y se desesperaban al comprender que esas latas frías son inamovibles, ahora soñarán con cruzar el muro mexicano. La Frontera, así con mayúsculas, se movió hacia el sur igual de inamovible e inconmovible. Y ese hecho, que parece escrito en piedra, lo reveló la más loca caravana hasta el momento.
El grupo se comenzó a destartalar desde que salió de San Pedro Sula el 15 de enero: se había nutrido de varios grupos de Whatsapp que giraban instrucciones completamente diferentes y señalaban direcciones a veces opuestas. Un grupo ingresó a Guatemala por la frontera de Entre Ríos, en el departamento de Izabal y otro por la frontera de Agua Caliente, en el departamento de Chiquimula. Unos se dirigieron a la capital guatemalteca, algunos se fijaron como destino la aduana de Tecún Umán, en el departamento de San Marcos, y otros El Ceibo, en Petén. Unos estaban convencidos de que el resto estaba equivocado. Y viceversa.
Todos tuvieron el mismo destino: México, que en el último año ha sembrado las rutas migratorias con Guardia nacional y soldados y policías federales y agentes migratorios, y que puso cadenas y candados a las cadenas, dejó claro que no abriría sus portones ni aquí ni allá. También los migrantes que llegaron a Tecún Umán fueron subidos a autobuses y trasladados a varias horas de camino, hasta Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, a un recinto adaptado para albergarlos con las mismas certezas –la misma falta de certezas– que sus alejados compañeros.
Cuando amaneció en El Ceibo, la mañana del domingo 19 de enero, los rezagados seguían guardando sus puestos en la fila. Habían dormido frente al portón mexicano, entre quejas y selosdijes, sumisos y pacientes.
Hasta que llegaron de nuevo los autobuses.
Si la primera caravana, la de 2018, abominó la sola posibilidad de abordarlos, escupió sobre ese ofrecimiento y en muchos casos se lanzó a los ríos para cruzarlos, la de 2020 los vio llegar con alivio, casi con alegría. Los agentes migratorios mandaron a los migrantes ponerse de pie y ordenar bien la fila y, en grupos de 20, el portón se los fue tragando hasta que el último pasó por la puerta de barrotes blancos y ésta se cerró.
Horas después, ya en la tarde, el INM emitió un comunicado marcial, triunfante, crudo: “los esfuerzos por parte de personas migrantes de entrar a territorio nacional de modo desordenado fueron infructuosos”; “se ha dado atención e información a mil 87 personas migrantes que provienen de Centroamérica, la mayoría de Honduras, que solicitaron su ingreso a México a través de la frontera en los estados de Tabasco y Chiapas”; “en la mayoría de los casos y una vez revisada la condición migratoria particular, se procederá al retorno asistido a sus países de origen en caso de que la situación así lo amerite”.
Donde Julio César Sánchez decía confíen, trabajar, techo, comida, el Boletín No. 025/2020 dice “revisión”, “condiciones específicas”, “retorno asistido”. Es la voz del muro mexicano tras superar la primera prueba del año: pudo más que una desordenada caravana y anticipa literalmente que deportará a la mayoría de quienes creyeron que los buses de El Ceibo los llevarían a otra vida.
Una promesa cumplida de México al presidente Trump, que ha conseguido que Mesoamérica entera sea su centinela. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador parece decidido a desgastar, hasta agotarla, la esperanza de quienes la encontraron en las caravanas, en la utopía de migrar juntos para estar seguros, ahorrar lo que no tienen, ser una voz. Pero si México dinamita las caravanas condena a cientos de gentes, a familias enteras que dejaron todo, a volver a caminar en las sombras y a merced de sus lobos, del crimen organizado, de las extorsiones, robos, palizas y violaciones a las que los migrantes centroamericanos han estado expuestos durante décadas.
Horas después del engaño, en El Ceibo se volvieron a abrir los portones. Hierros solitarios al final del caserío, en medio de dos países, fingiendo ser una pequeña aduana remota y mustia que nadie busca.