Columnas / Impunidad

Acuerdos de Paz: deudas sociales y retos para una nueva forma de gobernar

Antes que unos nuevos acuerdos, en El Salvador se necesita el cumplimiento de los primeros, de forma diligente y suficiente, para finalmente superar la locura y afianzar la esperanza.

Jueves, 16 de enero de 2020
Manuel E. Escalante

La firma de los Acuerdos de Paz, el 16 de enero de 1992, es uno de los hechos más importantes de nuestra historia reciente, en lo que respecta a la estabilidad de lo político-electoral y la delineación del principio de división de poderes. Un hecho histórico cuyo objetivo principal era claro: terminar el conflicto armado mediante la negociación política. Pero no era el único, pues, a partir de ahí, se pretendía impulsar la democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos para, finalmente, reunificar a la sociedad salvadoreña.

Desde el punto de vista institucional, las partes beligerantes, los firmantes, se comprometieron a construir un Estado de Derecho, expresado en el equilibrio de los poderes, el fortalecimiento del aparato estatal y la desmilitarización de la seguridad pública. Por ello, entre otras cosas, el proceso de adopción de los Acuerdos de Paz motivó relevantes reformas constitucionales. Si bien el marco normativo e institucional germinado en torno a los mismos pudo haber correspondido a lo esperado, lo cierto es que la cultura institucional continúa en deuda porque, en buena parte, sigue guiándose por una lógica polarizada y polarizante, autoritaria y excluyente.

Así, por ejemplo, las decisiones estatales se han ido tomando entre las élites (políticas, económicas, sociales y culturales) sin una suficiente participación social, y cuando -supuestamente- se le ha consultado a la sociedad, no se han respetado los estándares del diálogo racional y democrático, al punto que el discurso de quienes dicen representar a la mayoría, que se presentan como los fuertes, usualmente es utilizado para neutralizar a las minorías, negándoles la oportunidad de expresarse y participar, de ser escuchadas y protegidas, de acuerdo a sus necesidades.

La generación que se encargó de terminar la guerra y negoció la paz estuvo integrada por las personas correctas para lograr tal acontecimiento, porque fueron quienes lograron firmar los Acuerdos de Paz. No obstante, muchas de estas personas, posteriormente incrustadas en las distintas élites, se convirtieron en un obstáculo, de una u otra manera, para lograr la paz. Bloquearon la posibilidad para que la sociedad salvadoreña se reunificara y viviera en una democracia efectiva, con un Estado que respeta los derechos humanos y libre de militarismo.

En El Salvador aún no se han superado las problemáticas estructurales del conflicto armado, siendo una de ellas el privilegio de los fuertes y la discriminación de los débiles. Parafraseando a nuestro santo, Óscar Romero, aún falta para que la ley deje de ser esa serpiente que solo muerde los pies de los descalzos. Asimismo, desde hace algún tiempo se está experimentado el resurgimiento -generalizado o sistemático- de aquellas graves violaciones de derechos humanos que se sufrieron en el conflicto: detenciones ilegales, torturas, desplazamientos forzados, desapariciones forzadas, asesinatos masivos y ejecuciones extrajudiciales. Muchas de estas, causadas por la violencia actual, están siendo sufridas por las mismas personas y grupos sociales que las padecieron en aquel conflicto.

Esto nos deja una lección trascendental: una cosa es terminar la guerra y otra comenzar la paz. Durante el conflicto armado, en esencia, las dirigencias de las partes beligerantes entendieron la guerra como un medio para hacer la política. Desafortunadamente, después de 1992, entendieron la política -y su institucionalidad- como un medio para continuar la guerra -y su autoritarismo-, dejando a miles de personas afectadas por esta dinámica.

Ahora bien, lo preocupante de esto no sólo es que este modo de proceder haya impedido la consolidación del Estado de Derecho, sino que, ahora, pareciera que algunas de las nuevas fuerzas político-partidarias están heredando el mismo modo de proceder, lo que continuaría con el debilitamiento de la democracia y la institucionalidad, así como con una sociedad fragmentada y en conflicto.

De la polarización entre la derecha y la izquierda hemos pasado a la polarización entre lo antiguo-tradicional y lo nuevo-atípico. Mientras los consensos entre partidos políticos ocurren, principalmente, para beneficio de estos, la división y los ataques persisten entre los seguidores de uno u otro bando. En suma, la actitud de los partidos continúa siendo la misma frente a la población que no comulga con ellos. Por un lado, atacan a quienes les señalan sus incoherencias y perjuicios mientras les llaman a la cordura y el diálogo; y, por otro, ignoran a quienes están desinteresados de los asuntos públicos, quienes priman la búsqueda de soluciones individuales antes que las colectivas, como consecuencia del desencanto que les provoca la actitud confrontativa de los partidos, incluso, a pesar de los cambios generacionales.

De alguna manera, el inicio del epílogo Los buscadores de la paz, del Informe de la Comisión de la Verdad de 1993, continúa vigente:

'Sí, todo esto pasó entre nosotros, dicho en el lenguaje del Canto Maya. Cada uno había convertido su verdad personal en la verdad general. Toda bandera de partido o de grupo resultaba erigida en la bandera única, de acuerdo con el maniqueísmo que imperaba. Y cada lealtad, individual o partidista, se tenía como la sola lealtad. En aquellos tiempos todos los salvadoreños en una u otra forma eran tan injustos con los demás salvadoreños, que el heroísmo de los unos se trasmutaba de inmediato en la maldición para los otros [...]'.

La marginación y la violencia determinaron el conflicto armado, y continúan determinando la realidad nacional, aunque con otras dinámicas y protagonistas. Las garantías de no repetición han fallado, pero no por problemas en su diseño, sino por la falta de implementación. Tener esto claro es clave, porque abre la posibilidad de que las nuevas fuerzas políticas asuman la responsabilidad de implementarlas. Mejor tarde que nunca. Antes que unos nuevos acuerdos, en El Salvador se necesita el cumplimiento de los primeros, de forma diligente y suficiente, para finalmente superar la locura y afianzar la esperanza.

El texto y espíritu de los Acuerdos de paz dejan en evidencia que lo anterior solo es posible involucrando a la sociedad y atendiendo a las víctimas. Desde la perspectiva social, en los Acuerdos se establecieron unos mecanismos para superar la marginación y la violencia, como garantías de no repetición. Así, por un lado, se decidió instaurar un Foro para la Concertación Económica y Social, con el objeto de “lograr un conjunto de amplios acuerdos tendientes al desarrollo económico y social del país, en beneficio de todos sus habitantes”. Este se pensó como el mecanismo para concertar las medidas que aliviaran el costo social del programa de ajuste estructural que experimentaría el país. Entre otros aspectos, se iba a encargar de “la revisión del marco legal en materia laboral para promover y mantener un clima de armonía en las relaciones de trabajo”; y, además, del “análisis de la situación de las comunidades urbanas y suburbanas con miras a proponer soluciones a los problemas derivados del conflicto armado”.

Sin embargo, a pesar de una finalidad tan loable, urgente y necesaria para la sociedad, y particularmente para las poblaciones afectadas, este foro nunca fue instalado, nunca funcionó. Un Acuerdo incumplido atribuible a las partes beligerantes y a los gobernantes de turno que ha facilitado, de una u otra forma, que miles de personas sigan marginadas desde el punto de vista socioeconómico.

También se acordó la “Superación de la Impunidad”, pues las partes beligerantes reconocieron que las graves violaciones de derechos humanos ocurridas durante el conflicto armado, independientemente del sector al que pertenecieron sus autores, “deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”, y se acordó la creación de una Comisión de la Verdad para investigar los graves hechos de violencia en aquel período. Hechos que, por decisión de la Asamblea Legislativa, fueron excluidos de la amnistía otorgada en la Ley de Reconciliación Nacional de 1992 (art. 6 inc. 1), es decir, que las personas que participaron en estos crímenes debían ser investigados, juzgados y castigados por el sistema judicial salvadoreño.

No obstante, cinco días después de la publicación del Informe de la Comisión de la Verdad, la misma Asamblea Legislativa dictó la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, el 20 de marzo de 1993, con la cual se impidió la posibilidad de juzgar a los responsables de aquellos crímenes y, con ello, se dejó de reparar integralmente a las víctimas y sus familiares, y se evitó que la sociedad conociera la verdad sobre los casos y patrones de violencia.

El incumplimiento de este acuerdo es atribuible a las partes beligerantes y a los gobernantes de turno, y ha impedido, hasta el día de hoy, la construcción de mecanismos de control efectivos en la seguridad pública (policías y militares), así como el fortalecimiento de la independencia e imparcialidad del sistema judicial (fiscales y jueces), y la articulación necesaria entre las instituciones públicas para atender, como es debido, a las víctimas de siempre.

Si la intención de las nuevas fuerzas político-partidarias es recomponer el país y/o instaurar un nuevo El Salvador, es necesario que atiendan estas problemáticas estructurales de marginación y violencia. Y, para ello, es imprescindible que se abran hacia el diálogo y la concertación con los distintos sectores sociales y no solo con los afines, y que, además, su modo de proceder se oriente hacia la protección de los sectores menos favorecidos. Esto, verdaderamente, sería algo novedoso en la política salvadoreña.

De lo contrario, decidir y actuar sin considerar el enfoque de derechos humanos o la atención de los grupos vulnerables mientras, además, se busca anular a cualquier otro que sea etiquetado como adversario o amenaza, no es más que reproducir las mismas dinámicas de marginación y violencia, provocadas por los mismos de siempre.

Los Acuerdos de Paz están ahí, aún vigentes y con unos compromisos cuyo cumplimiento son necesarios para la sociedad salvadoreña. Les acompañan unas deudas pendientes, que las partes beligerantes y los gobernantes de turno decidieron no cumplir; pero, por eso mismo, también sigue presente el reto de su cumplimiento, uno que debería de asumir toda fuerza política que decida, verdaderamente, impulsar una nueva forma de gobernar en El Salvador.

Manuel E. Escalante Saracais (@Saracais1) es doctor en Derecho Constitucional y realiza labores de docencia e investigación en materia constitucional y de derechos humanos fundamentales. Actualmente es subdirector del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) y Coordinador General del Observatorio Universitario de Derechos Humanos (OUDH).
Manuel E. Escalante Saracais (@Saracais1) es doctor en Derecho Constitucional y realiza labores de docencia e investigación en materia constitucional y de derechos humanos fundamentales. Actualmente es subdirector del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) y Coordinador General del Observatorio Universitario de Derechos Humanos (OUDH).

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