Las amenazas del presidente Nayib Bukele contra la Asamblea Legislativa, tanto su polémica convocatoria a una plenaria extraordinaria para aprobar préstamos como la advertencia de que demandará por inconstitucionalidad a los diputados que no asistan, ilustran su modo de entender el ejercicio del poder: desde la coacción, por la fuerza.
Y unidas a su irresponsable llamado a la insurrección popular si los legisladores no acatan sus deseos, reafirman la idea de que el actual presidente de la República quisiera gobernar sin el corsé de un poder legislativo independiente y está, incluso, dispuesto a intentar destituir a diputados de oposición o disolver el Congreso entero si este no le rinde pleitesía. Aun si esas amenazas no se concretan, son una grave afrenta a nuestro sistema republicano, a la independencia de poderes y a la paz social. Las alarmas de cualquiera que defienda la democracia en El Salvador deberían estar sonando.
Ya el precedente que Bukele pretende crear al apelar al artículo 167 de la Constitución es absurdo. Admitir que la aprobación de un préstamo es motivo suficiente para que el Ejecutivo haga uso de cláusulas constitucionales reservadas para situaciones de excepción sería entregarle al Presidente de la República la potestad de convocar a la Asamblea y dictar su agenda de trabajo cuando le venga en gana. A fin de cuentas, todos los asuntos sometidos a aprobación del legislativo son en teoría de interés nacional, y la mayoría de medidas y políticas que necesita el país son de relativa urgencia.
Es objeto de debate, como casi todo lo que sucede en nuestra vida política, si los diputados actúan con responsabilidad o falta de ella al no haber votado aún la propuesta de préstamo para financiar la fase III del plan de seguridad del Ejecutivo. Pero esa discusión se convierte de inmediato en secundaria ante las incendiarias acciones y palabras de Nayib Bukele.
La ligereza con la que una vez más ha recurrido a escenificar en las calles el poder del Ejército y la Policía a su servicio van mucho más allá de su habitual utilización del alto respaldo popular que le atribuyen las encuestas para desacreditar cualquier crítica, e intimidar a sus adversarios. Sin duda, insultar públicamente a sus opositores es un acto de bajeza presidencial, pero se convierte en perverso y peligroso cuando los insultos anteceden a una orden ejecutiva para retirar de inmediato la seguridad personal de todos los diputados, como sucedió el viernes por la noche.
El presidente tiene derecho a utilizar los recursos legales a su disposición para avanzar su agenda política, que es a fin de cuentas por la que votó la mayoría de los ciudadanos. A lo que no tiene derecho es a profundizar la división, a amenazar con linchamientos públicos y a abusar de su poder para chantajear a la Asamblea con plantones, llamados a la insurrección y la utilización de las fuerzas de seguridad públicas y del ejército para sus intereses. Encontrar el sábado una Asamblea nuevamente rodeada por militares, que prohíben el paso de periodistas, mientras soldados descargan las tarimas donde Bukele pretende hacer su plantón arropado por una masa de simpatizantes, es un recordatorio de los viejos tiempos en los que en El Salvador y el resto de Centroamérica el Ejército era el brazo armado de intereses políticos y económicos, y no el salvaguarda de la soberanía nacional.
Ciertamente no es la primera vez desde los Acuerdos de Paz que se crean tensiones entre dos poderes del Estado. La última afrenta contra la división de poderes la protagonizaron diputados de derecha que, con la complicidad del FMLN y encabezados por el entonces presidente de la Asamblea, el hoy prófugo Sigfrido Reyes, pretendieron desconocer las normas para sustituir a magistrados de la Sala de lo Constitucional que les eran incómodos. Afortunadamente esta intentona no prosperó.
Hoy, cuando la división de poderes vuelve a estar amenazada, hay que hacer un llamado a la cordura y al pronunciamiento público y rotundo de todos los actores políticos y sobre todo de la sociedad civil salvadoreña: cuando es el equilibrio de poderes y el sistema de contrapesos el que está en juego, poco tienen que ver la simpatías o antipatías políticas. Hay que condenar los excesos de poder. Hay que reivindicar el pluralismo y la canalización de las diferencias por los cauces de la normalidad institucional.
En apenas nueve meses en el cargo, Bukele ha dado múltiples muestras preocupantes que apuntan en sentido contrario a los compromisos con la democracia y la independencia de poderes consustancial a ella. Su insistencia -ya desde la campaña electoral y sobre todo una vez en el poder- en proclamarse redentor del sistema de partidos y líder único de una nueva era política, hacían temer este tipo de comportamientos y reclaman acciones para evitar de más pasos en esta dirección. Su popularidad, que utiliza para amenazar, difamar, chantajear o castigar a críticos y opositores, sean estos políticos, empresarios, periodistas o analistas, se está convirtiendo rápidamente en populismo.
Frente a eso, deben prevalecer otras voces de cordura, de diálogo, y de firmeza en la defensa de un país en el que coexistan los disensos. La sociedad salvadoreña tiene hoy una democracia frágil pero que necesita ser reforzada, no destruida. Es esa misma democracia, y la fortaleza de sus instituciones, la que ha permitido a Nayib Bukele alcanzar la presidencia de la República. Si él no la defiende, deberán hacerlo los ciudadanos con la palabra, la participación y la denuncia. No queremos más golpes a la democracia.