El pasado 16 de enero, por primera vez desde que en 1992 se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a la sangrienta guerra civil, el Gobierno de El Salvador no conmemoró la fecha. Al presidente Nayib Bukele, que se toma selfies en la Asamblea General de Naciones Unidas y se tuitea con youtubers mientras consolida el Gobierno más fuerte -y más frenético- de la historia reciente del país, le estorba el pasado. Debió pensar que celebrar el legado de los viejos partidos a los que él derrotó en las urnas hace un año, aunque su aporte fuera poner final a un conflicto que costó alrededor de 75.000 vidas ensuciaba su narrativa de refundación nacional y dignificaba a la oposición.
Con sus formas nuevas, el presidente millennial ha venido dando con los años muestras de tener el mismo deseo revisionista de los viejos tiranos. Una de las primeras medidas que tomó al llegar el cargo, en junio de 2019, fue dejar de usar el escudo nacional y sustituirlo por un emblema simplificado en una aureola de catorce estrellas. Tres años antes, al ganar la alcaldía de San Salvador, ya había sustituido el escudo de armas de la capital, vigente desde 1943, por otro de nuevo cuño con laureles y espadas cruzadas. Anécdotas tal vez. O pistas para entender por qué Nayib Bukele ignoró la tarde del domingo 9 de febrero el enorme significado que tiene, en un país de traumático pasado dictatorial, que un presidente entre con docenas de militares armados en el salón de plenos de la Asamblea Legislativa.
Aún es incierto, a dos semanas del amago de autogolpe, hasta dónde hubiera sido capaz de llegar Bukele ese domingo sin las advertencias diplomáticas y del sector privado nacional en las horas previas a su asonada. Hasta la mañana del día 9 hubo reuniones privadas entre grupos de embajadores y funcionarios del Ejecutivo, para tratar de desactivar lo que se anticipaba como un posible quiebre democrático. El mismo Bukele, en un discurso ante miles de simpatizantes minutos después de abandonar el hemiciclo, dijo que si lo deseaba podía disolver en ese preciso instante el Congreso.
Dijo también que no lo hacía porque, en oración, Dios le acababa de pedir una semana de paciencia.
Bukele, que se siente por encima de las convenciones de su cargo y libre de los formalismos de la ley, estaba decidido a demostrar que su proyecto político no se sujeta a normas. Que tiene, con significado completo, el poder. Hasta donde decida y de la mano de la Fuerza Armada y la Policía. Se lo quería hacer saber a los diputados, que en un tímido amago de independencia se resisten a autorizar la negociación de un préstamo para programas de seguridad; se lo estaba haciendo saber a todo el país.
24 horas después, la firme reacción de la Corte Suprema de Justicia, la Asamblea Legislativa y otras instituciones, de la sociedad civil en El Salvador, y la unánime condena internacional, rompieron en parte su burbuja. Bukele debería saber ahora que no es más grande que la historia.
Pero es probable que ni el descalabro de su perfil internacional ni la confirmación entre los salvadoreños del hambre autoritaria de su presidente basten para detener el crecimiento de su poder. Sale sin duda debilitado de esta crisis, pero a Nayib Bukele le quedan más de cuatro años de Gobierno, y la fragilidad del resto de partidos le mantiene en sólida ventaja -más incluso que su propia popularidad- para lograr mayoría absoluta en las elecciones legislativas de febrero de 2021. Bukele seguirá gobernando casi sin oposición hasta 2024 a no ser que la imagen de los militares armados en el Congreso haya hecho estallar también una burbuja en el resto de salvadoreños.
El fenómeno político de Bukele es en gran medida resultado del agotamiento y descrédito de la derechista Arena y la exguerrilla del FMLN, las dos fuerzas políticas que protagonizaron la postguerra y aún simbolizan en El Salvador la batalla ideológica. Sus 30 años consecutivos de Gobiernos, cada vez más corruptos, incapaces de dar solución a los altos niveles de desigualdad y violencia del país descompusieron a ambos partidos bajo la mirada complaciente de la mayoría de medios de comunicación y entre los aplausos ciegos de sus militantes.
Como ellos, Bukele se ha alimentado desde el inicio de su Gobierno de la complicidad de múltiples actores nacionales y de la apatía de tantos otros a pesar de sus repetidas señales de autoritarismo. Sin pasar por alto la reducción de las cifras de homicidios y el prometedor ambiente de inversión que había logrado crear, la presidencia de Nayib Bukele está marcada por el nepotismo, la opacidad, el insulto constante a cualquier adversario, el veto más descarado a medios de comunicación críticos y la respuesta agresiva a cualquier señalamiento de conflicto de intereses o posible corrupción en su Gabinete. Ya en 2016 había dejado ver su talante cuando, siendo alcalde de la capital, organizó un mitin y pronunció un incendiario discurso ante la Fiscalía general, que le investigaba por organizar presuntamente ataques digitales contra uno de los principales periódicos del país. Dos años después, en diciembre de 2018, en plena campaña presidencial, denunció desde Twitter un inexistente fraude – luego desmentido por su propio partido- y lanzó a una horda de sus simpatizantes a cercar por horas el Tribunal Supremo Electoral.
Aun así, una vez llegó a la presidencia, la empresa privada que antes le tildaba de populista comenzó a fotografiarse con él y aplaudir su programa económico; diputados de otras banderas empezaron a gravitar alrededor de sus propuestas, deseosos de contagiarse de los desorbitantes niveles de popularidad del mandatario; y periódicos y canales de televisión que a diario le atacaban o invisibilizaban comenzaron repentinamente a ensalzar sin pudor sus acciones o argumentos.
Nayib Bukele llegó hasta la toma del Congreso embriagado por su ambición y su desprecio hacia los corsés que le impone lo que él llama “el sistema” y no es sino el marco democrático; pero también subido en los hombros de quienes en su entorno más cercano le regalan síes complacientes, aquellos que piensan que a su sombra harán negocio, de las mayorías que le aplauden sedientas de esperanza y de quienes tienen miedo comprensible a confrontar con un hombre protegido por un ejército de trolls en redes sociales.
Si las alarmas del domingo 9 se apagan con el paso de los días, si los distintos partidos políticos no se revisan y regeneran en los meses siguientes, si no repuntan la participación ciudadana, el debate público y el periodismo independiente, el costo que Bukele está pagando por su delirio se le tornará asequible.
No hace falta alejarse demasiado en el pasado: la Centroamérica reciente repite una y otra vez que la falta de alternativas engendra monstruos, o los preserva. Nada cambió en Honduras tras el golpe de Estado de 2009 o después del fraude que permitió a Juan Orlando Hernández reelegirse en 2017. Y hay un silencio internacional sepulcral alrededor del alud de indicios de la implicación en narcotráfico del presidente hondureño por una razón simple: sus adversarios políticos son inviables. En poco ha quedado la condena internacional a la violenta represión que Daniel Ortega desató en Nicaragua en abril de 2018 y que un año y medio después se mantiene en forma de decenas de presos políticos y miles de personas en el exilio. Y Jimmy Morales logró completar su mandato como presidente de Guatemala el pasado 14 de enero pese a las múltiples acusaciones de corrupción en su contra. Alcanzó incluso a desarticular la incómoda Comisión Internacional contra la Impunidad de Naciones Unidas (Cicig) que metió en la cárcel a su antecesor y había comenzado a debilitar los pactos de élites que tienen secuestrado el país. ¿Por qué los excesos de Bukele habrían de tener una respuesta mayor o desencadenar un cambio de rumbo?
Si en El Salvador no se reconstruye un mapa de contrapesos, es incierto el alcance que tendrán las resoluciones de condena a su toma del Congreso. Si las instituciones y la presión ciudadana no logran renuncias, admisión de responsabilidades, alguna rectificación, la indignación por las maneras dictatoriales de Bukele se apagará en las hemerotecas mientras él consolida su autoridad. Puede que Bukele no conozca, comprenda o respete la historia de El Salvador, pero si la ciudadanía permite que la imagen de docenas de militares armados tomándose la Asamblea Legislativa deje de martillar conciencias, se diluya sin consecuencias, la responsabilidad por lo que venga no será solo del presidente.
Un viejo amigo español me contó una vez que lo primero que dijo su madre cuando se enteró, el 23 de febrero de 1981, de que la Guardia Civil había entrado pegando tiros en el Congreso de los Diputados en Madrid y los militares estaban en las calles de varias ciudades con la intención de dar un golpe de Estado fue “Qué vergüenza, qué vergüenza”. La España que ya se creía democrática resulta que no lo era tanto y al país se le veían aún las capas de dictadura a través de las grietas del nuevo maquillaje.