El 22 de diciembre de 2012, María Dolores Rizo Juárez, de 46 años, salió a trabajar en el municipio de Atenco, Estado de México. No regresó a casa. Sus familiares buscan y buscan, y las autoridades mexicanas no saben nada. El 13 de agosto de 2008, Irma Claribel Lamas López, de entonces 17 años, subió a un autobús en Torreón, Coahuila, rumbo a una fiesta. No regresó a casa. Sus padres buscan y buscan —en fosas clandestinas, prisiones y zonas rojas—, y las autoridades mexicanas tampoco saben nada.
Como María e Irma, cada año hay miles de casos, pero en esta afirmación invisibilizo a cada una de ellas, amontonándolas en una gran masa que hasta el momento solo hemos podido nombrar: “las mujeres desaparecidas y asesinadas en México”. Aquí tampoco se incluye a mujeres indígenas, mujeres trans, mujeres migrantes. Hay nombres que llegan a primera plana, se vuelven virales, encienden a toda la nación. Hay nombres que no.
El 9 de febrero, Ingrid Escamilla, de 25 años, fue brutalmente asesinada por su pareja en la Ciudad de México. Fotografías forenses de su cuerpo mutilado fueron filtradas y publicadas en periódicos de nota roja, sumando a la indignación pública. Una semana después, el 15 de febrero se encontró el cuerpo de Fátima Aldrighetti, de siete años, que había sido secuestrada días atrás, cuando su mamá llegó tarde por ella a la escuela. Fátima fue encontrada en una bolsa de plástico con signos de abuso sexual y tortura.
Los feminicidios de Ingrid y Fátima desencadenaron una serie de protestas en distintos puntos del país, fortaleciendo al movimiento que en 2019 se tomó las calles en varias ocasiones para denunciar la violencia estructural y sistémica que viven a diario las mujeres en México. Ahora, activistas y colectivas feministas han convocado a un paro nacional el 9 de marzo para protestar no solo por la violencia de género en todas sus manifestaciones, sino también por la inacción del gobierno mexicano. Al ser cuestionado sobre el feminicidio de Fátima, el presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó que era parte de una crisis de pérdida de valores provocada por el modelo neoliberal. Días antes, el presidente había pedido a activistas feministas que rayaron las puertas del Palacio Nacional para exigir justicia por Ingrid: “No nos pinten las puertas, las paredes, que estamos trabajando para que no haya feminicidios”. Y en respuesta apenas pronunció un improvisado decálogo contra la violencia de género, el cual no incluía ninguna medida, política o estrategia para eliminar la violencia contra la mujer en espacios públicos y privados. El discurso del presidente en este contexto solo confirma que sus acciones se limitan a moralizar, como pastor evangelizador, a la población mexicana a través de sus conferencias de prensa matutinas, que hasta el momento solo han demostrado un compromiso con levantarse temprano, pero no con tomar medidas clave para enfrentar la grave crisis de derechos humanos que vive el país.
El paro llama a una huelga de trabajo y de consumo para mostrar un México sin mujeres durante 24 horas, en un intento por visibilizar a las mujeres desaparecidas y asesinadas con total impunidad. Sin embargo, ha sido utilizado por partidos políticos que nunca se han preocupado por las vidas y derechos de niñas y mujeres, e inclusive en repetidas ocasiones han votado en contra de una ley que garantice el aborto legal, seguro y gratuito. Líderes de opinión, que me rehúso a llamar periodistas, e influencers misóginos han intentado usar este movimiento para atacar al gobierno de López Obrador o para desacreditar el movimiento feminista, dejando de lado el verdadero propósito: la urgencia de desarrollar, financiar, implementar y monitorear medidas para erradicar la violencia contra la mujer. Si alguna vez alguien soñó con ver a México convertirse en un país feminista de la noche a la mañana, creo que ahora estaría arrepintiéndose, porque lo que se está estableciendo es un feminismo institucional y conservador. El mismo que condena constantemente las ventanas rotas y monumentos rayados, pero no condena con la misma fuerza los feminicidios, las desapariciones, los abusos. El mismo que ha convertido a fetos en futuros ingenieros y abogados para seguir controlando y decidiendo sobre nuestros cuerpos. El que promueve el emprendimiento y empoderamiento de mujeres de cierta clase social pero invisibiliza el trabajo —mal remunerado y no remunerado— de miles y miles de mujeres que sostienen la economía doméstica y nacional. Porque todos ellos, y aquellas que siguen pensando como ellos, creen que saben más que nosotras lo que nosotras queremos, deseamos, merecemos.
A ellos hay que recordarles que la lucha feminista no nació con Fátima e Ingrid, ni con las protestas del año pasado ni con los pañuelos verdes compartidos desde el cono sur con nosotras. En México, esta lucha lleva el nombre de Marisela Escobedo, asesinada frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua en 2010 mientras protestaba por la desaparición y asesinato de su hija de 16 años, Rubí Marisol Fraire Escobedo. El de Miriam Elizabeth Rodríguez Martínez, activista asesinada en 2017 en el estado fronterizo de Tamaulipas, después de encontrar a su hija Karen Alejandra, desaparecida en 2012, en una fosa clandestina. Lleva el nombre de los grupos de madres que llevan décadas buscando a sus hijas desaparecidas; de las colectivas que acompañan a familias con hijas, madres, hermanas, todas víctimas de feminicidio; y de las asambleas vecinales lideradas por mujeres que se han tenido que convertir en activistas y defensoras en sus propias comunidades para descentralizar la lucha feminista e informar a vecinos y vecinas sobre qué hacer en caso de una desaparición.
Entre lo que dijo y que no va a cumplir el presidente y sus instituciones, lo que tuiteó la oposición, lo que dijo la funcionaria con el pañuelo azul colgado, o la influencer que pide #grlpower, se siguen perdiendo las voces más importantes. Esas que nos cuesta tanto escuchar como nación porque no queremos, no podemos o porque simplemente duele mucho.
“Me gustaría que esto hubiera pasado cuando desapareció mi hija”, me dijo Lucy López Castruita, quien busca a su hija Irma Claribel. “Qué bueno que ya llegó el momento, pero ¿por qué tuvieron que ser tantas?” Es precisamente por eso que el paro pide la ausencia de toda la población femenina para visibilizar a las que no tuvieron el privilegio ausentarse por iniciativa propia. Pero más que enfocarnos en el oportunismo político y los juicios contra diversos feminismos, inclusive los que se rehúsan a identificarse como “feminismo”, es importante que nos confrontemos con las divisiones que siguen existiendo entre nosotras. No es solo clase, raza, orientación e identidad sexual, es también lo que nos hizo no voltear a ver a tantas hasta que vino una cargando a todas. Porque no es lo mismo desaparecer en Estado de México que en Ciudad de México. Ni es lo mismo que asesinen a una ‘chica’ de un ejido de Torreón, Coahuila, que de “seguro andaba en algo” que a una madre de San Pedro Garza García, Nuevo León, el municipio más rico del país.
Más allá de las protestas del 8 de marzo y el paro del día siguiente, la discusión tiene que ir hacia nosotras, no hacia la izquierda, centro o derecha. Los retos son enormes y profundos, pero la realidad es intolerable. Aunque falta mucho por definir internamente, e independientemente de lo que suceda en esas fechas significativas, el cambio ya es visible en los procesos: cómo las mujeres mexicanas nos estamos encontrando, qué nuevos espacios estamos creando, cómo dialogamos para resistir y construir, cómo nos incluimos sin eliminar nuestras diferencias. Y sobre todo, ¿qué vamos a construir?