El Salvador es un país más seguro desde que el presidente Nayib Bukele llegó al poder en junio de 2019. Es un hecho. Es incontestable. Y además habrá que decir que no es un poquito más seguro, sino mucho más, muchísimo más de lo que este periodista llegó a imaginarse posible.
De hecho, habrá que decir que las cosas mejoraron casi de inmediato, de forma sostenida y cada vez con mayor profundidad. La tasa de asesinatos de sus nueve meses de gestión gira en torno a 23 por cada 100.000 habitantes. Cualquier país europeo e incluso la mayoría de países de América considerarían eso una cifra horrenda, salvaje, enloquecida. Pero El Salvador viene de donde viene: 2018, el último año completo de gestión del presidente de izquierda, Salvador Sánchez Cerén, terminó en torno a una tasa de 50, una cifra que palidece cuando se toma en cuenta el sangriento 2015, donde la tasa de asesinatos llegó a 103. O sea, venimos de algo que no es una guerra, pero que se le parece bastante en los rasgos más feos.
En medio de la polarización que suscita la figura de Bukele–donde parece que solo se vale amarle ciegamente u odiarlo con pasión– no falta quien intente regatearle ese logro, argumentando que los muertos están disfrazados en las cifras de desapariciones. Pero las desapariciones también disminuyeron. En enero de 2020, por ejemplo, las denuncias por desaparición disminuyeron más de un 30% con respecto a enero del año pasado. O sea, en resumen, que no hay truco, que no es un acto de prestidigitación con los números, que El Salvador es, hoy por hoy, un país en el que sus habitantes se matan menos. Hay días, incluso, –cada vez más frecuentes– donde no nos matamos nada.
La pregunta, desde luego, es cómo se consiguió ese prodigio, cómo se llama el antídoto, y ahí es donde desaparecen los blancos y los negros.
Como es de esperar, el presidente atribuye ese logro a su estrategia, llamada “Plan Control Territorial”, del que nos ha dicho que es un remedio milagroso y también que solo nos contará el 10% de su contenido, que el restante 90% será secreto. Sin embargo, sobre el terreno su plan se ha traducido es más de lo mismo, pero mejor filmado y mejor tuiteado: despliegue de militares junto a la policía, patrullajes constantes en las comunidades empobrecidas, más restricciones en las cárceles y un discurso belicoso contra las pandillas.
Es muy poco probable que esas acciones estén a la base de la notable reducción de asesinatos. Se ha probado una y otra vez lo mismo, dicho más feo, con unas puestas en escena más gorilescas, pero lo mismo al fin y al cabo. Las pandillas –basta con ir a los barrios y comunidades pobres– no han dado un paso atrás en el control del territorio. Tanto la Mara Salvatrucha-13 como las dos facciones del Barrio 18 (Revolucionarios y Sureños), que suman más de 62.000 miembros en un país que ronda los siete millones de habitantes, siguen controlando las mismas comunidades que controlaban antes de la llegada de Bukele, e imponiendo su ley, haciendo que los habitantes de esas zonas vivan bajo el puño de su capricho.
Las extorsiones no han disminuido, es más, la Fiscalía reporta un incremento del 30% en las denuncias por extorsión desde la llegada del presidente. El jefe de la unidad anti extorsiones de la Fiscalía, que es un optimista, le busca el lado bueno a esa cifra: dice que lo que representa es un incremento del 30% en la confianza de la ciudadanía hacia las instituciones, y que esa confianza invita a los ciudadanos a denunciar. Es una forma de verlo. Otra forma es que la cifra indica que las pandillas mantienen intacta su capacidad de intimidar, de hacerse valer por la fuerza, de imponer su ley… Sin necesidad de matar. O, al menos, haciendo un uso más racional –más eficiente tal vez– de la violencia asesina.
Como es nuestra costumbre, intentamos buscarle respuestas a estas preguntas yendo a la fuente directa, o sea, a las pandillas, para preguntarles sobre este raro, rarísimo escenario. Adelanto que aún no hemos sacado nada en limpio, que todavía nos es difícil explicarlo, que encontramos un escenario de gran hermetismo, donde incluso se nos dijo que la decisión que habían tomado era suspender todo contacto con periodistas durante los primeros 100 días de Gobierno de Bukele. Cuando esos primeros 100 días se agotaron, nos dijeron que el acuerdo se había extendido indefinidamente. Algunas fuentes simplemente desaparecieron de nuestro radar… Pero no todas.
Un pandillero de muy alto rango, con autoridad a nivel nacional, accedió a platicar conmigo a condición de que no revelara ni su nombre ni su apodo ni el nombre de su pandilla. Me adelantó además que hay cosas que no podía contarme y que tendría que conformarme con algunas pistas.
En medio de la conversación, ese hombre dijo algo que no se me ha salido de los sesos y que trae a colación el acuerdo que las pandillas hicieron con el Gobierno del expresidente Mauricio Funes, en 2012. En aquella ocasión, el Gobierno, creyendo anotarse un gol, pactó con las pandillas para que estas redujeran el cometimiento de homicidios. Pero el acuerdo fue profundamente impopular, sin importar que el número de asesinatos se derrumbó de la noche a la mañana. Los salvadoreños abominaron la tregua. El Gobierno tuvo que dejar morir ese proceso y el partido en el Gobierno, el FMLN, tuvo que alejarse con vehemencia de él para ganar las elecciones presidenciales de 2014.
Esto es lo que aquel pandillero me explicó:
“Te reconozco ciertos errores de la tregua, uno de esos, desde nuestra perspectiva delincuencial, fue que creímos que los homicidios eran el alma de la tregua. Cuando ya descubrí que eso, esa acción, la tendencia de los homicidios, no es la base con la que te vas a jalar a la gente, me doy cuenta que lo puedo soltar en cualquier momento, ¿va? En su momento, nosotros no lo entendimos, los disminuimos, ¿y qué sucedió? Nada, ¡nada, viejo! Al pueblo salvadoreño los homicidios le valen 100.000 yardas de verga. Por eso, cuando lo descubrí, yo lo ofrezco sin que haya necesidad de que me lo pidan: “ey, yo te bajo esas mierdas, te las bajo ya si querés”. Yo ya entendí que el pueblo eso no lo valora, no le importa.
Lo que verdaderamente me podía afectar, las rentas (extorsiones), ni se ha mencionado. Nadie me está diciendo nada por eso.
Puede parecer que di mucho para recibir poco, pero en realidad di nada. Nada que me interese a mí”.
Sus palabras no terminan de armar el rompecabezas, sin embargo, reflejan una visión oscurísima de la sociedad en la que ese hombre –y quizá su pandilla– cree vivir. No sé a ustedes, pero a mí, esas 100.000 yardas me siguen haciendo ruido en la cabeza.