Suficiente tenemos con ver al coronavirus acercarse por el retrovisor, como para que, además, WhatsApp, Facebook, Twitter, los periódicos digitales y los noticieros de televisión nos estén contagiando de miedo.
Ayer, por ejemplo, veía tele y me asusté. Por un momento, fue como si el cineasta padre de los zombis, George A. Romero, hubiera vuelto a la vida –como sus personajes– para dirigir la emisión estelar de un noticiero en TCS. Aunque repleto de buenas intenciones y de información útil sobre la epidemia originada en China, el reportaje llevaba esa tétrica musiquita tan propia del 4 Visión noventero o del Código 21 de nuestros días. Era Night of the living dead, del 68, pero con datos del COVID-19. John Carpenter dando las noticias. Y sí, vaya maestros de la ironía, justo después de que el periodista aconsejara no entrar en pánico.
Algunos periódicos, sobre todo ciertos medios digitales que necesitan de los clics para respirar, también parecen ansiosos por esparcir semillas de sensacionalismo en la tierra de sus audiencias. Me los imagino como aves de rapiña volando en carrusel sobre el cadáver. Seres de negras plumas pagadas que planean por los cielos de internet en busca de notas que vendan: los muertos más frescos de hoy, el estante vacío en el súper, la mujer que se desplomó a media calle. Cualquier información que huela a sangre, como los likes; y sepa a azúcar, como los retuits. Extinción, apocalipsis, desolación: si genera tráfico, se la engullen.
Las reinas de este otro virus, sin embargo, son las redes sociales, adonde se vuelven adultas algunas notas que nacen en los noticieros o en los periódicos digitales y se engendran otras nuevas. Estas aplicaciones, en especial WhatsApp, llevan años en este negocio. A Juan Gabriel lo mataron cinco veces antes de fenecer de verdad, a la carne de res del desvío a San Vicente la acusaron de ser de zope gracias a una imagen de origen desconocido y a la foto de la roca sobre el auto en la carretera de Los Chorros la prostituyen cada vez que nos despertamos después del temblor. Fake news, se les conoce vulgarmente.
Dos estudios aún no publicados –uno de la Escuela Mónica Herrera en solitario y otro en alianza con la UCA– certifican el papel de las redes sociales como potenciadores de desinformación en El Salvador. En este país, un 87 de los entrevistados por ambas universidades reconoce haber compartido alguna vez ese tipo de notas. Y son Facebook y WhatsApp quienes gobiernan el rubro. Las noticias de la primera y los grupos de la segunda son como esos dedos pegajosos de un tipo antihigiénico que, tras sonarse, nos estrecha la mano: autopistas perfectas para transmitir el virus de la desinformación.
Ahí, en WhatsApp, junto a africanos superdotados y señoritas que gimen en el momento más inoportuno, convive una alarmante colección de información falsa sobre el coronavirus. Se dice que la cocaína la previene, que recibir un paquete de China es peligroso o que, una vez contagiado, la orina infantil es la cura. ¡Mentiras! Todas son puras mentiras, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Burdos mitos que alguien, deseoso de likes, los envolvió de formatos periodísticos para hacerlos pasar por verdades, pero sin contraste, sin contexto. Bulos que, una vez ahí, en los grupos de WhatsApp, circulan gracias a tías apapachasobrinos de buenas intenciones, pero desinformadas; a abuelos seguidores de páginas de memes disfrazadas de periódicos serios; o a amigos jóvenes con espíritu periodístico que gustan jugar a las exclusivas, compartiendo notas que apenas leyeron (según la UCA y la Mónica Herrera, solo 19 por ciento de los salvadoreños encuestados verifica siempre si la información que consumen es cierta).
Al final, ¿qué nos queda? Miedo. Como si no fuera suficiente saber que un virus tan ofensivo pueda golear a una defensa tan raquítica como la salvadoreña, dirigida por estrategas más acostumbrados al show en las salas de prensa que a la técnica en las canchas; ahora también estamos condenados a la paranoia informativa. Vivimos rogando que esa carne no sea de murciélago asiático o que la pólvora china que pedimos para reventar en la fiesta no venga contaminada. Nos la pasamos mirando de reojo a cada persona que parezca Jackie Chan y agotando las mascarillas industriales de las ferreterías. Paranoicos y desinformados. Enfermos de estereotipos, además.
Por eso, y como conclusión, a los periodistas propongo: no alarmen con musiquita ni con palabras amarillas. Ni son George A. Romero ni su reportaje una película de John Carpenter. Mejor informen, orienten y desmientan. Su audiencia se los agradecerá.
Y si usted, ciudadano-no-periodista, comparte datos sobre el COVID-19 en sus redes sociales, verifique antes, por favor. Confíe solo en medios y periodistas de amplia reputación que firmen sus notas, vaya a ver qué dice la página oficial de la OMS, dude de titulares estrambóticos, vea que la dirección del sitio sea la real y no un espejo y revise qué y cuántas fuentes están citadas. No se deje ir con el encabezado. Autoalfabetícese mediáticamente (ya que el Estado aún no está pensando en hacerlo). Sea crítico. O si lo quiere ver con metáforas: lávese bien las manos antes de navegar por un periódico digital, póngase mascarilla para comentar y use guantes para compartir una nota en sus chats. No sea, por favor, otra víctima de esta WhatsAppidemia desinformativa. Suficiente tenemos con el virus no virtual.