En tiempos de riesgo y amenaza, la reflexión es indispensable. Y la religión, cuando olvida su parte reflexiva y se deja invadir exclusivamente por la influencia de los sentimientos, puede llevar a opciones que no son las más convenientes. Para el cristianismo, reflexión y sentimiento tienen que ser coherentes con la fe de aquel en quien creemos: un Dios a quien llamamos padre, que es amor en sí mismo y cuya palabra viva es la persona de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Señor. Frente al desastre, el miedo o la amenaza, el amor nos lleva siempre a la solidaridad y al servicio. En el libro de Tobías en la Biblia se nos cuenta que este judío piadoso enterraba a sus compatriotas muertos, condenados a ser pasto de las alimañas, contra las órdenes del rey. En cada circunstancia de la vida la persona realmente creyente pasa siempre a la acción solidaria, aún en medio del riesgo y la dificultad.
En la Biblia encontramos lo que solemos llamar milagros, y tal vez por ello nos sentimos tentados de invocar soluciones maravillosas olvidando que acudir a lo extraordinario sin un cambio interior es siempre una tentación. Quien lo dude puede ir al evangelio y ver cómo Jesús rechaza la tentación de lanzarse al suelo desde lo más alto del templo de Jerusalén. Los milagros de Jesús llevan siempre a la fe como entrega y sumisión a la voluntad de Dios, y nunca al capricho o la voluntad individual. Voluntad de Dios que es siempre permanecer en el amor y la actitud de servicio, que nos transforma por dentro y que nos lanza siempre a la construcción del Reino de Dios en la Tierra, ya iniciado por Jesús el Cristo desde la compasión y el servicio.
En la actual pandemia ocasionada por el COVID-19 las reacciones religiosas no se han hecho esperar. Las ideas de castigo de Dios continúan en algunas mentalidades. También la confianza ingenua de que Dios nos puede proteger individualmente si cumplimos con determinadas prácticas o condiciones. Ninguna de esas ideas es realmente cristiana. Como tampoco lo es el miedo ni el egoísmo acaparador que hemos visto en algunos supermercados. La cultura individualista y consumista genera, con demasiada frecuencia, miedo ante las desgracias colectivas. Y del miedo se pasa con frecuencia a la utilización de la religión como un objeto más de consumo que asegure, supuestamente, nuestra inmunidad o supervivencia frente a la amenaza.
Dicho esto, podemos pasar a preguntarnos cuál es la actitud cristiana frente a la pandemia del coronavirus que amenaza al mundo y a El Salvador. El primer paso es tomar conciencia de la situación. La pandemia es un problema colectivo. La palabra, derivada del griego, significa un mal que afecta a todo el pueblo. Y cuando los problemas son colectivos, las soluciones también deben serlo. La cultura individualista-consumista, bastante extendida entre nosotros, nos anima siempre a buscar soluciones individuales. Lo vemos en personas que multiplican compras muchas veces superfluas, en los que utilizan puntos ciegos para entrar o salir del país o simplemente en los que no cumplen normas básicas de higiene preventiva, porque piensan que no les va a pasar nada. Y no nos damos cuenta de que estas actitudes individuales al final acaban perjudicando a todos, incluso a los vivos que creen poder salvarse solos.
En la medida en que por la actitud de irresponsabilidad o del sálvese quien pueda individualista aumente el número de contagios, todos estaremos en un nivel de riesgo mayor. Crecer en conciencia frente al riesgo y la vulnerabilidad común implica buscar soluciones comunes. Hablando en términos cristianos, el hecho de ser todas y todos hijos de un mismo “Padre nuestro” nos exige que, ante las dificultades -y la de la pandemia lo es y muy grave-, busquemos soluciones comunes.
Esta misma conciencia comunitaria y social nos ayuda a crecer tanto en responsabilidad como en capacidad crítica. Aunque se están tomando medidas extraordinarias en el campo de la prevención y la salud curativa, y ello es responsabilidad del Estado, la persona consciente no pierde la capacidad crítica y colabora desde ella en el mejor funcionamiento de la labor estatal. Y especialmente se compromete en el terreno de la salud preventiva que es la responsabilidad principal y común de todo ciudadano. El no cumplimiento de las normas preventivas ha provocado incluso en los países desarrollados una sobresaturación de los sistemas de salud que acaban perjudicando a toda la población.
Yo puedo pensar que me puedo librar de la epidemia incumpliendo normas, acaparando recursos y teniendo contactos. Pero un sistema de salud sobresaturado puede no atender, o atender deficientemente, a un hijo mío con un ataque de apendicitis grave. Al final mi cuota de irresponsabilidad se vuelve contra mí. Poner de parte de cada persona el máximo de cuidado en la prevención impide el excesivo daño que una epidemia puede causar. Ese excesivo daño que puede tocar a cualquiera, por mucho que individualmente uno se sienta intocable por la enfermedad.
Esta síntesis de conciencia y responsabilidad, que es al mismo tiempo cristiana y cívica, no solo es la única posición racional de la persona ante una epidemia. Es además la mejor manera de liberarnos del miedo. Las epidemias han sido históricamente fuentes de pánico. Y el miedo, con toda su generación de ideas y acciones irracionales, lleva siempre a empeorar las situaciones sociales y la vida personal.
Un filósofo de principios del siglo XX decía que la única manera de vencer el miedo es luchando contra sus autores. La conciencia y la responsabilidad, junto con la esperanza y el amor cristiano, son las mejores maneras de enfrentar las causas del miedo y al mismo miedo, que nos impulsa siempre a soluciones individuales y a aumentar el desorden destructivo frente a las amenazas comunes. Ya el apóstol Juan en su primera carta nos recordaba que “el amor echa fuera al miedo”. Porque el amor cristiano no es un simple sentimiento, sino una profunda actitud en la que se conjugan opciones fundamentales de vida con capacidad crítica y voluntad volcada a la acción. El miedo o paraliza o lanza a una actividad destructiva. El amor busca siempre el conocimiento de la realidad para sensibilizarse y al mismo tiempo cargar con la propia y ajena realidad para poder transformarla.
El sentimiento religioso, y especialmente la fe cristiana, en la medida en que nos invita a ser sal y luz de la tierra, y a reaccionar comunitariamente frente a los problemas, debe dar testimonio de formas creativas y dinámicas de superar cualquier desastre social, sea físico, biológico o fruto del comportamiento social. La supresión del culto comunitario es un paso obligado en tiempos de contagio grave y una excelente colaboración de las iglesias. Pero también resulta indispensable la solidaridad con los más pobres y desamparados, la crítica positiva ante actitudes personales o políticas no adecuadas en la conducción de la emergencia, y el apoyo moral y espiritual a quienes llevan el peso mayor de la prevención de la epidemia y la curación y atención de los afectados.
Ni el Estado ni la iglesias deben contribuir al aumento del miedo o de los sentimientos de culpa. Funcionarios del Estado trabajando en la emergencia, médicos, enfermeras, periodistas o trabajadores en establecimientos de distribución de productos básicos, empresarios y miembros de instituciones solidarias, merecen palabras de estímulo y de ánimo por parte de las iglesias. La serie de bendiciones que en el evangelio de Mateo pronuncia Jesús como justo juez de nuestras vidas, incluyen servicios básicos al prójimo: entre otras, dar de comer al hambriento, de beber al sediento y visitar, cuidar, diríamos hoy, al enfermo.
Reducir los costos en vidas y salud de las personas es siempre tarea primordial cristiana frente a una epidemia que nos amenaza a todos. Superar el miedo, mantener los ojos y la conciencia abiertos a la realidad, y colaborar con las medidas preventivas y las necesidades que vayan surgiendo es una tarea común. Y para los cristianos, la oración reflexiva y consciente se convierte siempre también en una fuente de colaboración.