En estos últimos días hemos visto actuar al presidente Nayib Bukele frente al que ya es, sin pecar de absolutistas, uno de los principales retos de su gestión. Sin embargo, quizá este no sea el más importante. En la atención de la emergencia por el COVID-19 hemos visto a un Gobierno que implementó, aunque improvisadamente, medidas extremas y artificiosas para frenar el avance de la infección en El Salvador. Con apoyo de la Asamblea logró obtener el control para ordenar restricciones de movilidad y encierro que, aunque dolorosas, han sido medidas necesarias en todo el mundo.
Pero en medio de la crisis hemos visto huecos, desinformaciones y opacidades que solo reconfirman que aquellas áreas en las que demostró flaquezas en sus primeros diez meses de gestión no son un síntoma pasajero, sino –como el COVID-19-, una enfermedad que todavía pareciera no tener cura.
Por eso es importante hacer un alto para analizar el recorrido del Gobierno hasta la fecha. Desde junio de 2019, Bukele ha llevado forzosamente a la agenda pública la carencia de una renovación en los actores políticos nacionales. Aunque con una desconocida causalidad, logró una reducción significativa en los homicidios; abrió una ventana de oportunidad hacia el exterior a través del turismo; y gracias a su triunfo electoral, vigorizó las esperanzas de muchas personas de que El Salvador puede ser diferente. Sin duda, su triunfo llevó a nuestra democracia a su pubertad.
Ya en el Gobierno, comunica de todo a los ciudadanos (con rasgos de propaganda en redes sociales y sin incluir la información sensible); presenta un país prometedor y con muchísimo potencial a nivel internacional; y ofrece una pantalla de celeridad que ningún país consiguió ante la llegada de una enfermedad global. Las maneras de hacer política y de administrar el aparato público ha cambiado desde la llegada de Bukele (o al menos eso es lo que aparenta).
¿Pero qué es lo que realmente se ha hecho?
Más allá de la publicidad y la rápida capacidad de respuesta en redes sociales, las acciones políticas del Gobierno y sus funcionarios nos dan una idea no solo de la mística del presidente y su equipo, sino de la visión de país que impregna todo lo que se ha hecho y, sobre todo, lo que no se ha hecho. En El Salvador todavía hay muchísimas cosas que de novedosas tienen nada. A la fecha no se conocen los planes ni los costos ni los tiempos o, al menos, las estrategias para impulsar políticas públicas sólidas y sostenibles, basadas en la experiencia de los errores cometidos, o al menos en la crítica a los ejemplos internacionales.
La opacidad con la que se toman las decisiones, sin evidencias difundidas o argumentos claros, en todas las áreas del quehacer nacional, han sido sustituidas por las afirmaciones y frases en redes sociales que narran un Gobierno calculador y sin errores. Sin embargo, aunque las redes y la propaganda aguantan con todo, la supuesta buena planificación para atender la emergencia del coronavirus se desmoronó cuando comenzó a implementarse la cuarentena; ocasionando un caos en las fronteras y en el aeropuerto, aumentando la posibilidad de contagios y forzando al aparato público a improvisar albergues (sin comida, agua, servicios sanitarios ni atención médica). Este ha sido un termómetro para dejar claro que no es lo mismo lo comunicado que lo hecho.
Nuevamente, pareciera que lo importante son solamente los resultados, sin importar el cómo se llegue a ellos: a pesar de la improvisación, el caos, el maltrato y falta de claridad, lo importante pareciera ser que El Salvador se mantenga -como en una carrera- como el país con menos contagios. Una lógica que ya se ha hecho real como en el caso de los homicidios, donde lo importante es decir que aquí ya nadie se mata, olvidando todo lo demás.
En seguridad, las acciones de este Gobierno no distan mucho de lo hecho por el gobierno del FMLN con sus “Medidas Extraordinarias” o de la década anterior y su “Manodurismo”, que dispararon las acciones gubernamentales arbitrarias y las violaciones a los derechos humanos. Jugar con las instituciones de seguridad, poniéndolas al filo de la ilegalidad, con el objetivo de conseguir resultados en el corto plazo antes de una elección, es simplemente hacer más de lo mismo.
De igual manera, reforzar presupuestariamente las comunicaciones gubernamentales y la propaganda, con secretismo y opacidad, es una de las prácticas más replicadas y cuestionadas desde los gobiernos de Arena. Usar el aparato estatal para incidir en la percepción continúa siendo el camino más fácil antes que la búsqueda de soluciones que de verdad resuelven los problemas de la gente. Quizás la parte diferenciadora es que ahora la astucia para declarar cualquier gasto como reservado roza el cinismo con toda normalidad.
Entonces, si estos han sido los estandartes de la actual administración, cabe preguntarnos: ¿qué se ha hecho para diferenciarse de los partidos que tuvieron la hegemonía durante los últimos 30 años? Bukele debería de tomar ejemplo de los errores de “los mismos de siempre” para entender que esas prácticas fueron las que los llevaron al declive.
El talón de Aquiles de los viejos partidos políticos ha sido su dogmatismo, pero no ideológico, sino la generalización y el establecimiento de intereses personales como sus grandes objetivos políticos y como las únicas prioridades nacionales, alejándose de toda discusión y crítica. Todo resulta y todo se mueve por una cuestión de intereses. Es ese dogmatismo que va más allá de la ideología y que se centra en las verdades definitivas, sin contradicciones ni críticas internas, también les hizo caer. Y el nuevo Gobierno no se escapa de esta tara: no acepta pensamientos contrarios en la disputa del poder, incluso si esto significa ignorar la ideología a cambio de una obediencia ciega que raya en el autoritarismo. Ya el historiador Roberto Turcios nos ha dado ejemplos bastante gráficos de nuestra historia.
Si bien cualquier partido político busca el poder para defender los intereses de determinado grupo social, lo que conlleva negociación y acercamientos para asegurar cierto nivel de hegemonía – sobre todo electoral-, es el aislamiento lo que conlleva a negar la realidad y no asumir la responsabilidad ante las demandas de la ciudadanía. El beneficio personal, o de grupos, llevó a los partidos viejos a volverse actores fragmentados e insostenibles.
Durante sus administraciones, tanto Arena como el FMLN usaron la paranoia y las respuestas viscerales para enfrentar las críticas, usaron los recursos gubernamentales con intereses partidarios y favorecieron la polarización para crecer electoralmente. GANA y el PCN fueron sus principales aliados, con una metodología sistemática basada en el comercio de votos, la vaguedad en las propuestas, el intercambio de puestos gubernamentales y la subordinación. Eso es lo que se ha hecho en el pasado.
Lo hecho hasta ahora parece un déjà vu. Acá vemos de nuevo el afán y la concentración del poder en unas pocas manos, la falta de una ideología que facilite objetivos y planes claros, el uso patrimonialista del Estado, el comercio de votos con partidos camaleónicos, la nula tolerancia a la crítica y el discurso al unísono de todos los funcionarios gubernamentales replicando el libreto del presidente.
Suponiendo que lo hecho hasta el momento es una estrategia para ganar las próximas elecciones –algo que también es parte de lo hecho en el pasado-, la radicalización del discurso y la división de la sociedad entre buenos y malos no tendrá otro resultado diferente a la polarización. Aquel catalizador, que me gustaría creer, la sociedad salvadoreña buscaba evitar al elegir a Bukele. Ahora lo que se hace no es solamente atacar a los adversarios políticos, sino a los periodistas, a las oenegés, a los movimientos sociales, a los jueces, a las comisionadas; en fin, a todo aquel que no demuestre estar de su lado.
¿Y luego nos preguntamos por qué alarmó la solicitud de régimen de excepción? Las estampas que nos dejó el #9F, cuando Bukele se tomó la Asamblea acompañado de militares fuertemente armados, solo refuerzan las dudas hacia su convicción democrática. La instrumentalización de la Fuerza Armada y la Policía para presionar a los adversarios se les ha vuelto una herramienta de campaña centrada en la figura del presidente. La amenaza del uso de la fuerza bruta ha comenzado a sustituir al diálogo y cualquier tipo de acercamiento.
Llevamos casi diez meses de Gobierno y la emergencia sanitaria es ahora el primer gran reto del nuevo gobierno. ¿Lo ha hecho bien? ¿Lo está haciendo bien? Lo sabremos con más certezas al salir de la crisis, pero lo importante es que la pandemia no nos haga olvidar que todavía no hay rumbos ni claridades para los temas más importantes de El Salvador. Como salvadoreños seguimos esperando acciones que nos permitan vivir en un país basado en la justicia social, en el que quepa una reforma de pensiones democrática, en el que haya un futuro sostenible para todos. Merecemos un país basado en la tolerancia, que busque el diálogo y los acuerdos mínimos para solventar las demandas sociales; un país basado en la inclusión de todas las personas, que a través de un pacto fiscal amplio nos permita pensar en el bienestar a largo plazo.
Quizá el primer gran cambio y la primera gran apuesta clara del gobierno Bukele debería ser dejar de hacer las cosas a las que ya estamos acostumbrados. El país se merece definiciones, erradicar aquellas prácticas heredadas del pasado. En lugar de seguir transitando por los mismos caminos, Bukele tiene como gran reto deshacerlos.