5:15 de la tarde. Lunes 16 de marzo 2020.
Voy camino a La Palma, Chalatenango, y tengo un deseo; una urgencia, más bien: quiero hacer pipí. Lo normal sería pedir al conductor que se detenga en la próxima gasolinera en el camino. Bajar del bus, no obstante, supone en las circunstancias actuales un delito. Somos 49 personas que viajamos desde el aeropuerto. Por ahora, y desde hace dos horas, no podemos ni siquiera decidir libremente sobre la necesidad de ir al baño. Por la mañana entraremos en estado de cuarentena y permaneceremos aislados de todos, salvo de nosotros mismos, hasta el 15 de abril.
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El miércoles 11 de marzo caminaba tranquilamente por la calle, con mi traje de turista, como se hace regularmente en esas ciudades en las que uno no siente miedo, cuando la locura estalló en mis mensajes de texto: amigos, familiares y compañeros de trabajo reportaban la declaratoria de cuarentena nacional de parte del Ejecutivo y la medida de que cualquiera que retornara al país, sin importar el origen de su vuelo, debía pasar por cuarentena en un albergue. La idea de regresar de vacaciones y de inmediato ser encerrada no resulta atractiva para nadie. El primer instinto fue huir de ella la mayor cantidad de tiempo posible. Revisé mi presupuesto, las opciones para quedarme en casa de amigos, lo consulté con algunas personas, y en ese momento creí que lo más lógico era quedarse fuera.
En esos días, Twitter e Instagram se convirtieron en un ejemplo clásico de relación tóxica: no quería entrar y que me invadieran la incertidumbre y el miedo, pero tampoco podía no estar informada. Todo, o así lo ha hecho parecer el gobierno al menos, sucede en estas plataformas, son las nuevas canchas informativas. Era imposible obviarlo pese a la distancia, porque ahí donde estaba la gente empezaba a replicar las tácticas acaparadoras en los supermercados que ya había visto en las noticias de El Salvador. Con el paso de los días, las medidas escalaron más y los vuelos empezaron a ser cancelados.
Mi vuelo del lunes fue el último que aterrizó proveniente de México. Decidí regresar porque por mucho que temiera a la cuarentena, sabía también que era ineludible, sin importar si regresaba hoy, dentro de dos semanas o al cabo de un mes. Lo único que quería era volver a mi casa, aunque las posibilidades de hacerlo inmediatamente eran nulas. En todo caso, pensé, estar aquí, aunque sea confinada, era una forma de estar más cerca. O al menos esa fue la manera en la que intenté autoterapearme para pensar que todo iba a estar bien. Y resultó, hasta que me vi frente al papel con mi nombre en el que aceptaba, sin tener otra opción, ir a cuarentena por 30 días. Al diablo la autosugestión, nada evitó que tuviera un breve colapso emocional. “Entiendo cómo se siente, pero no se preocupe - me dijo la médica de Fosalud que me pidió los datos y tomó mi temperatura - no va a ir a un lugar como Jiquilisco, ese centro ya lo están cerrando”.
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Mi lugar de confinamiento es un hotel en La Palma, Chalatenango, ese pueblito colorido en el norte del país en donde se hizo un primer intento en 1984 por iniciar los diálogos de la paz, y que está en el mapa de muchos gracias al arte naif que hizo famoso Fernando Llort.
Sin duda las condiciones de las 108 personas que estamos aquí instaladas son mejores que las de esas imágenes que le infundieron temor a quienes aún estábamos fuera del país cuando los primeros albergues de cuarentena empezaron a instalarse. Excepto un grupo de cinco personas que llegaron al mediodía que habían ingresado por la frontera El Amatillo, todos aterrizamos el mismo día y llegamos directo desde el aeropuerto.
Cuando por fin llegamos a la entrada del hotel, todos quisimos de inmediato bajarnos con nuestras cosas. La clásica de querer ser el primero en bajar. Pero tocó esperar al menos unos 15 minutos más, hasta que subió Jacky Rosales, cubierta en un traje blanco especial y encima una especie de capa de material celeste similar al de las mascarillas que, aunque no son las más recomendables, la mayoría usa, incluso el gobierno. La médica nos dio la bienvenida, nos repartió en los cuartos en grupos de dos, tres y cuatro personas, y nos contó las facilidades que tendríamos en el lugar durante el próximo mes: tres tiempos de comida, cambio de toallas y ropa de cama, lavandería y un garrafón con agua por habitación. La limpieza corre por nuestra cuenta. También anticipó que podrían venir a dejarnos cosas, pero que no es posible que se lleven nada de lo que ya traemos.
Lo siguiente en la lista era esperar la cena y la visita de los médicos. La primera llegó alrededor de las 9:30 p.m.; la segunda, hasta las 10 de la mañana del día siguiente. Nos tomaron datos, preguntaron por padecimientos previos, medicamentos recetados, y una vez más la temperatura. Si de repente presentamos síntomas, nos dieron un número al cual informar. Pero solo emergencias médicas. De lo contrario, nos van a colgar. La visita se repite dos veces al día y el procedimiento es el mismo: temperatura, presión, “¿cómo se ha sentido?”.
En mi habitación, la número 13, también tuvimos una visita inesperada. A la 1 de la madrugada del martes, mi vecina de cama me despertó para preguntarme si escuchaba un ruido. Resultó ser un roedor vecino del matorral que había decidido que los restos de nuestra cena serían la suya. Pedimos ayuda a los militares que habían montado la guardia y que nos encontramos al final del pasillo. En principio, no querían entrar -nadie puede por cuestiones sanitarias-, pero insistimos tanto que por fin resolvieron entrar con una pala en la mano y el fusil en la otra. No encontramos al que hace un rato había estado rascando, pero sí a uno que había muerto hace unos días según su apariencia y que, como cosa rara, ni siquiera apestaba. La pesquisa también sirvió para darnos cuenta de que en la esquina que tapaba mi cama había una grieta en el playwood que les permitía entrar a su antojo. Al siguiente día nos enteraríamos de que tuvimos suerte. A una de las señoras del cuarto de al lado, el roedor le cayó desde el techo directamente en el pecho.
De los primeros albergues piloto, del que se hablaba con mayor fuerza era del de Jiquilisco, Usulután, en la zona costera del país. Hace casi siete años, cuando el albergue de Jiquilisco fue inaugurado en octubre de 2013 por el expresidente Mauricio Funes, fue toda una novedad, un paso en firme para salvaguardar la vida de las poblaciones más vulnerables de la zona oriental, que en los últimos años ha padecido erupciones volcánicas e inundaciones producto de temporales. El gobierno, en ese entonces, quería demostrar que estaba a la vanguardia, tanto que en el acto inaugural, la entonces viceministra de Gobernación, María Ofelia Navarrete, mejor conocida como María Chichilco, entregó al presidente un ejemplar de la Guía Práctica para la Planificación y Coordinación de Albergues Temporales. Navarrete es ahora ministra de Desarrollo Local.
La emergencia del Coronavirus ha mandado al traste cualquier protocolo y esta pandemia demostró que es más fácil decir que ejecutar. En los primeros días del decreto de emergencia nacional, se mezclaron pasajeros de todos los destinos y edades, no había suficiente comida para todos, se seguían enviando personas a los albergues incluso cuando ya había superado su capacidad.
Para suerte de quienes decidimos regresar, en el camino se han ido aprendiendo las lecciones y se ha reconocido -a su manera- errores de ejecución. Aún así, aceptar la cuarentena no elimina del todo la incertidumbre. De entrada, uno no sabe a qué refugio va a ir a parar y, en mi caso, tampoco las autoridades que nos trasladaron. Antes de las siete de la noche, el bus se detuvo frente a la entrada del Centro de recreación Dr. Mario Zamora Rivas, a 5 kilómetros de donde ahora estamos. Nos bajamos con todas nuestras cosas y subimos la cuestecita hasta la caseta. Una vez ahí, uno de los mismos agentes de la PNC que venían escoltando el autobús, tuvo que explicarnos que, pese a lo que nos habían asegurado, ese no sería nuestro lugar de destino. Para cuando llegamos el lugar estaba lleno, ahí habían sido trasladados quienes estaban en el temido refugio de Jiquilisco.
En el camino hacia el albergue, hubo quienes también perdieron la única certeza que tenían: el contenido de sus maletas. A quienes comparten cuarto conmigo, por ejemplo, les abrieron las maletas en el aeropuerto de San Salvador y les sacaron ropa, cremas para el cuerpo y hasta una cartera. Si de por sí es desagradable saberse víctima de un hurto, ahora imagínense serlo cuando se está a punto de enfrentar un encierro de 30 días.
Por ahí leí que si realmente amábamos al país teníamos que someternos a cuarentena sin quejarnos, sin esperar un resort. Es claro que la mayoría de quienes estamos en cuarentena somos privilegiados desde el momento en que tuvimos dinero suficiente para comprar un boleto de avión e irnos de vacaciones, pero dentro de ese privilegio también hay niveles y en mi grupo he escuchado historias de quienes se regresaron, aún sin saber qué esperar, porque no pueden darse el lujo de quedarse fuera y perder su trabajo o, más sencillo aún: de contraer la enfermedad, no podrían costearse el tratamiento en un país que no fuera este.
La misma empatía que se nos pide en redes para no exponer a quienes no han estado fuera del país deberían de tenerla aquellos que no dimensionan el estrés que implica el encierro en condiciones que no están bajo nuestro control. Si para quienes están teletrabajando es estresante no poder salir de casa, imaginen no poder salir ni siquiera del cuarto de 4x4 en donde se convive todo el día con las mismas dos personas que recién conociste en la sala de espera del aeropuerto, así haberlas encontrado haya sido el verdadero privilegio.
Comprendo el concepto de cuarentena, pero no que desde el privilegio de tuitear desde sus casas quieran cuestionar el que por 30 días perdí, y que me priva de algo tan sencillo como parar a medio camino a hacer pipí.
Las medidas de prevención son cada vez más severas y la información, que ahora más que nunca la necesitamos certera, no aterriza en lo concreto. La única certeza que tenemos, por ahora, es que el 15 de abril regresaremos a nuestras casas, aunque nada asegura que cumplamos la cuarentena en su totalidad en este lugar. “Eso depende de las autoridades del gobierno, que son quienes nos van dando las indicaciones”, me respondió uno de los médicos que vino a tomarnos los datos la tarde del martes. Asegura, no obstante, que este, a diferencia de los primeros albergues, no es temporal, y que la única razón por la que nos podrían mover es si no seguimos las indicaciones al pie de la letra, que básicamente se reducen a dos: usar la mascarilla todo el tiempo dentro del cuarto y abstenernos de salir al pasillo. La puerta se abre solo para recibir la comida, el cambio de toallas y de ropa de cama, y los utensilios para asear el cuarto. Merodear por los pasillos sin autorización, así sea por sensación de encierro, supondría una falta y la consecuencia es el traslado a otro centro “que no puedo asegurar que esté en las mismas condiciones que este”, concluyó el médico. Ahí mismo retrocedí al menos dos décadas y me sentí como cuando mi papá supeditaba la salida a jugar con mis amigos del pasaje solo después de haber hecho bien las tareas. El castigo como motivación parece ser la norma en este país. No debería de serlo, pero la verdad de las cosas es que todos queremos salir.
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Tras 18 horas de encierro, el martes nos tocaron la puerta para avisarnos que podíamos salir de la habitación. Por una hora pudimos ver el sol, -¡el sol!- más allá del reflejo que entra por la ventana y estirarnos. Se sale por bloques de habitaciones, en grupos mayores a 20 personas. Con apenas tres camas, una mesa y un gavetero, poder hacer algo más que acomodarse en la cama acostada, sentada, boca abajo, o dar 8 pasos -12 si se entra al baño-, se sintió como un regalo. El aire fresco por el que es conocido La Palma, además, tiene sentido cuando se respira fuera del encierro, así sea con mascarilla de por medio.
La hora del sol se mantendrá y, si prometemos no hacer nada que esté fuera de las normas, hasta podríamos lograr que podamos salir también en las mañanas. Los paquetes desde afuera de parte de familiares y amigos han empezado a llegar también. Pero no todo pasa los filtros: ni las bebidas rehidratantes ni las boquitas que pidió mi compañera lograron pasar. Tampoco una piña troceada ni los banquitos de plástico que pedí para tener donde apoyar la cena que no sea el colchón de la cama. Ella logró, eso sí, que dejaran entrar un tele de 23 pulgadas con todo y Chromecast para el cuarto. Lástima que se va a quedar a guardar polvo, porque aunque hay un red, no siempre sirve -ni para todo- el internet.
No lo tenemos todo y eso nos frustra por vicio de costumbre, pero el martes nos trajeron pupusas para la cena y fue lo más cercano a volver a casa.