El Salvador / Desigualdad

Brotes de desesperación en el Centro capitalino

Un breve recorrido por las calles del Centro Histórico permite dimensionar cómo para algunos la desesperación económica no es futuro, sino presente. Un hombre pide un dólar por su camisa, unos taxistas intentan descifrar cómo acceder a los 300 dólares prometidos por el Gobierno. Una muchacha ofrece lo único que aún es suyo.


Domingo, 29 de marzo de 2020
Óscar Martínez

La primera vez que pasé caminando, la muchacha estaba sentada en la esquina de la 4ª avenida Sur, frente al Club La Dalia. Dijo “hola” nada más, a través de su tapaboca estampado con besitos, y me siguió con la mirada mientras yo avanzaba hacia el parque Libertad. El Centro Histórico lucía poco transitado este domingo, pero de ninguna forma desolado o vacío, esos adjetivos que tan fácil se utilizan en estos días extraños. Aparte de los policías, soldados y agentes municipales, varias personas caminaban o permanecían. Algunas, como la muchacha, buscaban algo, era obvio en sus miradas. La muchacha tenía una oferta, pero me la diría después, cuando me viera por segunda vez.

Rodeé el parque acordonado con cinta amarilla. Está prohibido cruzarlo estos días. Subí por la 4ª calle Oriente hacia la plaza Gerardo Barrios, el punto cero de esta capital, reservado ahora mismo para las palomas. Los taxistas esperaban. Los vagabundos, unos diez, languidecían en los portales, y algunos negocios de comida rápida anunciaban por megafonía sus promociones: pollo al dos por uno, emparedados a mitad de precio, dos quesadillas y un café por un dólar. Había gente que caminaba, pero nadie compraba.

De las pocas personas que han quedado en el Centro Histórico están las viven en sus calles y plazas, personas sin hogar que han hecho de los portales de la Plaza Libertad su refugio. Foto de El Faro: Carlos Barrera.
De las pocas personas que han quedado en el Centro Histórico están las viven en sus calles y plazas, personas sin hogar que han hecho de los portales de la Plaza Libertad su refugio. Foto de El Faro: Carlos Barrera.

Casi llegando a la plaza, a unos metros de la Biblioteca Nacional, un hombre me vio acercarme. Empezó a desabotonarse una camisa rojiza y brillosa, de manga larga. Estaba recostado sobre uno de los puestos cerrados.

—Viejo, bróder, comprame la camisa a un dólar —me dijo cuando pasé, sosteniendo con el brazo alargado la prenda que acababa de quitarse.

Era un hombre joven, treintañero como mucho, recio. No parecía mendigo.

—¿Es tu puesto? —pregunté en referencia a la armazón de lámina cerrada donde se recostaba.

—No, yo soy ambulante, vendo caminando. Comprame la camisa, es para comida —insistió.

No quería charlar. El hombre no parecía acostumbrado a esto. Estaba evidentemente molesto. No a punto de llorar, sino más bien a punto de insultar.

Me acerqué a la armazón y dejé dos dólares sobre el reposadero. Le pedí que se pusiera la camisa. Los tomó, me vio con severidad y se fue a paso rápido poniéndose la camisa. Se fue hacia abajo, como decimos los capitalinos cuando alguien avanza hacia las más populosas zonas del oriente del área metropolitana.

Dos metros más adelante, una viejita sentada en la acera me pidió: “cómpreme algo, hijo, por favor”. Estaba sentada a la par de un canasto azul tapado con una manta. Dejé un dólar en la acera. No supe lo que vendía.

Han pasado ocho días desde que el presidente Nayib Bukele anunció cuarentena nacional obligatoria. Solo las excepciones, como quienes vendan alimentos básicos, periodistas, empleados del transporte público o repartidores de comida, han podido estos días andar en las calles. Los demás se han expuesto durante este tiempo a ser llevados a centros de contención a cumplir 30 días de cuarentena desde su detención. El aislamiento parece ser una medida acertada. De los 30 casos de coronavirus confirmados hasta este 29 de marzo en el país, solo tres han sido detectados en personas que no guardaban cuarentena. El resto es gente que entró a El Salvador después del 11 de marzo, cuando se decretó que todo el que llegara al país iría a un centro de cuarentena. La gran mayoría de positivos se han detectado en personas en confinamiento, gente que bajo otro escenario hubiera estado en las calles o, en el mejor de los casos, rodeada de sus familiares.

La desesperación empieza a brotar en el Centro. Si uno llegaba hace días, los taxistas y vendedores se quejaban del futuro cercano: en unos días no tendré qué comer, decían algunos. Ese futuro ya es presente para muchos. Dicho de forma cruda: gente que solía cenar hoy no cenará.

El Centro es punto de arranque de la historia de las pandillas en el país, es espacio de algunas joyas arquitectónicas de El Salvador, es el gran recibidero de obreros que vienen de otros departamentos a trabajar, es el área más transitada de la ciudad y del país, con más de 1 millón 200 mil personas que lo cruzan a diario en tiempos normales. El Centro es muchas cosas. Es también el espacio icónico de los que, si no venden, no comen.

Según el censo municipal, hasta 2015 en estas 250 cuadras había 22,000 vendedores en los mercados, 8,650 en puestos de la calle y 10,000 carretoneros y buhoneros que andan su venta en la mano. Esas más de 40,000 almas, hay que decirlo, pertenecían al censo formal. Otros miles no entran en ese registro.

La calle Rubén Darío es una de las principales arterias que cruza el Centro Histórico. En un día normal luce abarrotada de vendedores informales y vehículos. Así lucía la calle el 29 de marzo, horas antes de que los diputados de la Asamblea Legislativa aprobaran la ampliación de 15 días al estado de excepción, que prohíbe la libre circulación de las personas en las calles a nivel nacional, salvo excepciones. Foto de El Faro: Carlos Barrera
La calle Rubén Darío es una de las principales arterias que cruza el Centro Histórico. En un día normal luce abarrotada de vendedores informales y vehículos. Así lucía la calle el 29 de marzo, horas antes de que los diputados de la Asamblea Legislativa aprobaran la ampliación de 15 días al estado de excepción, que prohíbe la libre circulación de las personas en las calles a nivel nacional, salvo excepciones. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Arriba, subiendo por la 1ª calle Oriente, cerquita de la plaza Morazán, cuatro taxistas esperaban clientes. Me senté a conversar con dos de ellos. El tema, obviamente, era el subsidio de $300 dólares anunciado por el presidente el 21 de marzo.

Se prometió esa cantidad a cada hogar que pudiera demostrar un consumo de menos de 250 kilovatios de energía eléctrica al mes. Poco tardó el mismo gobierno en darse cuenta de la precariedad de ese criterio. Hay gente, por ejemplo, que vive en mesones, casas viejas reacomodadas para hacer una vecindad allá adentro. En ellos pueden vivir hasta 50 personas, como me dijo un vendedor del predio Ex Biblioteca, pero el mesón solo tiene un contador eléctrico. A razones prácticas, es una casa, un hogar, una familia: 300 dólares. Hay otros, me contó un líder de vendedores del Centro, que son del interior pero viven aquí en pensiones de mala muerte, de tres dólares la noche. Allá, cuando van a sus pueblos, viven arrimados en la casa de algún pariente. Lo más parecido que tienen a una casa es el cuartucho de la pensión que habitan.

El Gobierno ha intentado componer el entuerto y lanzó una página web para que la gente pueda consultar con su DUI si recibirá los $300.

—¿Usted entiende ese bolado del pisto? —me preguntó uno de los taxistas.

Dije que no del todo y saqué mi celular para enterarme más. Ante el solo gesto, los otros dos taxistas se acercaron. Ya eran cuatro.

—Es que a mí me sale que sí aplico, pero no conozco ese banco que se llama No bancario —me dijo el hombre.

Digité su DUI en la página y entendí el dilema. Bajo un carita alegre, en el sitio se leía: “Ricardo, sí eres beneficiario del apoyo económico de $300 para alimentación de tu vivienda. Tu pago será por medio del Banco: No Bancarizado. Y depositado a tu cuenta bancaria a partir del día 3 de abril”.

Ricardo no tiene internet en su teléfono ni tampoco cuenta bancaria. Para aquel taxista era una alegría saber que, a diferencia de lo que ocurría con los otros tres, internet le había dicho que sí. Pero para este hombre, el resto estaba en mandarín. Sí, hay $300 para él, pero quién sabe dónde.

Dos mujeres más que caminaban por la calle se unieron. Para cuando me levanté de esa esquina ya había consultado en mi teléfono el DUI de ocho personas. Solo Ricardo era un sí. El resto, decía la página, no aplicaban. Los rumores, entonces, abundaron: “hay que ir a ANDA —dijo una mujer de las que recién se sumaba—, ahí lo están dando”. “Hay que ir al Agrícola a probar”, dijo otro hombre que no tenía cuenta en ningún banco. “Yo quizá porque tengo dos familias no aplico, pero si yo vivo en un mesón con una, la otra a saber. Ya sé, voy a probar con la casa de mis parientes en Ahuachapán, porque ellos están en el Norte”, aventuró otro taxista.

Todo se disolvió cuando apareció una mujer con su hija buscando taxi: “¿Cuánto a la Zacamil?”. “Seis pesos”. “No sea así, menos, si mire cómo estamos”. “Pues sí, todos estamos así. Cinco, vaya”. Se fueron. Yo también.

Bajé por la 1ª calle Oriente hasta llegar de nuevo a la 4ª avenida Sur. Una mujer orinaba acurrucada en la esquina. Estaba sucia, su pelo era una maraña y ella alzaba las manos abiertas en lo que parecía una súplica divina, mientras balbuceaba algo. Una escena cotidiana en el centro, pero que adquiere otras simbologías en estos días.

Enfilé de nuevo hacia el parque Libertad. La muchacha con el tapabocas de besitos me vio cuando crucé. Se paró y caminó en dirección mía. Pude verla mejor. Era pequeñita y parecía adolescente. Llevaba una microfalda, sandalias café y un escote pronunciado que parecía haber sido manufacturado por ella misma con una tijera. Dos metros antes de pasar a mi lado, dijo algo. No le entendí.

—¿Perdón? —pregunté.

Dio un paso hacia mí.

—Lo que quiera por diez dólares, papaíto.

Dije que no, que gracias.

Ella ladeó la cabeza como diciendo “ni modo” y siguió caminando.

Solo algunas personas transitan por el Centro en este tiempo de cuarentena. Personas que vuelven de sus empleos, policías, militares, desamparados o vendedores informales que salen a la rebusca de algo para comer. Así lucía este domingo la plaza Gerardo Barrios, el punto cero de la capital. Foto de El Faro: Carlos Barrera
Solo algunas personas transitan por el Centro en este tiempo de cuarentena. Personas que vuelven de sus empleos, policías, militares, desamparados o vendedores informales que salen a la rebusca de algo para comer. Así lucía este domingo la plaza Gerardo Barrios, el punto cero de la capital. Foto de El Faro: Carlos Barrera

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