Las enormes aglomeraciones de personas en las calles el lunes pasado, buscando obtener el subsidio de $300 para compensar su falta de ingresos debido a la emergencia, han desnudado la miserable realidad de nuestro país, que agrava la crisis y dificulta aún más la respuesta a la pandemia. No importa la gravedad de la amenaza sanitaria; no importa lo que se decida en los despachos o lo que se proclame en cadenas nacionales; no importa lo que se negocie con líderes empresariales o lo que se apruebe en la Asamblea; no importa lo que digan -digamos- periodistas, analistas o políticos: allá, donde vive la mayoría de la población, tienen hambre.
“Hemos cometido muchos errores”, reconoció esa noche el presidente Bukele, poco amigo de la autocrítica. Su sistema de transferencia de subsidio estaba diseñado para realizar los depósitos directamente en las cuentas bancarias de los afectados y quienes no tuvieran cuenta de banco debían consultar un sitio web o acercarse a las oficinas públicas de los Cenade para consultar o registrarse. Pero el sistema, como cabía esperar, colapsó: según admitió el presidente después del caos, el 90 por ciento de los afectados no están bancarizados, la consulta en línea se saturó, y los salvadoreños más pobres no tienen acceso a internet.
El resultado: decenas de miles de personas aglomeradas alrededor de oficinas públicas en todo el país, en plena cuarentena, sin protocolos mínimos para evitar el contagio. Todas las restricciones de movilidad, todos los estados de excepción y emergencia, las semanas de aislamiento y sacrificio de quienes viven al día, burladas en una sola mañana.
Fue además vergonzoso ver al mismo presidente y a varios miembros de su gabinete insultar a los afectados, culpar a la debilitada oposición y sembrar información falsa para no asumir sus responsabilidades por lo sucedido. Funcionarios acusaron a alcaldes de derecha e izquierda de conspirar contra el Ejecutivo para que fracasara la entrega de subsidios. “Diabólicos”, les llamó la ministra de Vivienda, Michelle Sol.
Habida cuenta de la tradición política salvadoreña, es imposible descartar la posibilidad de que algunas personas hayan sido movilizadas. Pero hace falta mucha ignorancia sobre la situación de la mayoría de la población, mucho desprecio por lo evidente, para pensar que la desesperación de miles y miles de familias que, literalmente, hoy no tienen qué comer es una pantomima, parte de una conspiración contra la sagrada imagen pública del Gobierno. Solo quien se siente lejos o por encima de la realidad nacional puede victimizarse de esa forma ante la miseria de las mayorías.
Es, por desgracia, una constante en este gobierno. El presidente, como si no tuviera ya suficientes desafíos, sigue viendo enemigos en cada crítica o en cada límite a su poder: insiste en seguir arengando a sus bases contra la Asamblea Legislativa, acusó el domingo a las organizaciones de Derechos Humanos de pretender “que mueran más humanos” por sus denuncias de abusos policiales durante el estado de Excepción, y llegó a afirmar este miércoles que hay que “dejar de discutir” si sus medidas contra la pandemia son o no constitucionales.
Ojalá esa dolorosa experiencia nacional se tradujera en un presidente que haga reflexión política y rectifique su estilo confrontativo. El Salvador necesita un estadista que comprenda la necesidad de unidad en momentos tan críticos. Hay conocimiento, inteligencia, vocación de servicio fuera de las paredes de casa presidencial y del círculo de confianza del mandatario; liderazgo es también generar espacios de conversación y escuchar ideas ajenas para afrontar la pandemia.
No ayuda que Bukele esté, siga, siempre, en campaña. La vulgaridad de enviar a los damnificados por la crisis miles de paquetes con alimentos en bolsas que llevan el nombre de su esposa, Gabriela de Bukele, lo confirma. Sigue además obsesionado por mantener la imagen del hombre fuerte que lo decide todo, que lo controla todo, que lo sabe todo. Ante un desafío global como el que enfrentamos, nadie debería esperar o desear eso de un presidente, sino que tenga la capacidad de rodearse de personas expertos en cada materia y nos haga saber que sus decisiones son tomadas a partir de diagnósticos de especialistas (la ausencia y posterior destitución, sin explicación alguna, de la ministra de Salud es todo lo contrario a lo que la población merece). Pero en estos momentos no sabemos quiénes son esos expertos, como falta conocer más detalles del diagnóstico y la estrategia sobre la que trabajan.
Muchos de los obstáculos territoriales para enfrentar esta crisis no se deben, de hecho, a la Asamblea o la oposición, sino a decisiones que ha tomado Bukele desde que llegó al poder: desmanteló los Equipos Comunitarios de Salud Familiar, ECOS, anclaje territorial primario del sistema de salud; se ha negado a nombrar gobernadores departamentales y tampoco quiere trabajar con los alcaldes, ninguno miembro de su recién creado partido. En una emergencia como esta, bajo la supervisión adecuada, contar con estos tres puntales le habría dado un mejor censo de necesidades y le daría más opciones de control de la epidemia y distribución de ayuda. Probablemente, le habría evitado el caos del lunes.
Es cierto: nadie esperaba esta pandemia ni estaba preparado para ella. Y hemos todos reconocido en Bukele su determinación para tomar decisiones. La pandemia del coronavirus plantea una ecuación muy complicada, que ha desafiado a todos los países del mundo: entre la enfermedad, que se contagia a gran velocidad y satura todos los sistemas de salud, y la economía, que tal como funciona hoy no puede mantenerse paralizada demasiado tiempo sin que esto se traduzca en hambrunas, en desempleo, en cierres de negocios, en miseria. Nadie ha encontrado aún la fórmula idónea para lidiar con ambos problemas; y necesariamente inclinar la balanza de las soluciones de un lado afecta necesariamente al otro. Si las medidas contra la pandemia son férreas, como en El Salvador, la mayoría de la población, que tiene trabajos informales, no podrá aguantar mucho tiempo cumpliendo esas medidas. Si por el contrario no se toman medidas para no afectar la economía, como fue el caso de Gran Bretaña y Estados Unidos, el contagio puede poner en crisis a todo el sistema de salud. Ese es el dilema.
Contrario a lo que Bukele piensa, a nadie le interesa que el país se hunda. En esta crisis, la ciudadanía, esperanzada y sobre todo paciente, ha sido mayoritariamente respetuosa y generosa con él y con su gabinete. Incluye eso a universidades, empresarios, opositores políticos, ingenieros, la comunidad médica, o expertos fiscales y científicos.
El Ejecutivo debe privilegiar hoy la capacidad y el conocimiento por encima de la lealtad ciega. De nada sirven en esta crisis los oportunistas zalameros, y estos le sobran. El presidente ha dicho en alguna cadena nacional que en esta situación se cometerán errores y que deberán ser corregidos. Ahora que empieza a reconocer los primeros, es tiempo de corregir.