Epidemiólogos y especialistas nos han advertido desde hace años sobre los riesgos de una pandemia. En el comunicado de prensa del 11 de marzo de 2019, sobre el lanzamiento de la Estrategia Mundial contra la Gripe 2019-2030, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anticipaba que: «El riesgo de que un nuevo virus de la gripe se propague de los animales a los seres humanos y cause una pandemia es constante y real. Debemos mantener la vigilancia y prepararnos, porque el costo de una gran epidemia será muy superior al de la prevención».
Pese a esta advertencia, un virus como el descrito por la OMS en marzo de 2019 se ha propagado por el mundo, tomándonos a muchos por sorpresa. Se trata del Coronavirus 2 del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS-COV-2, por sus siglas en inglés), causante de la enfermedad por Coronavirus 2019 (conocida como COVID-19, por sus siglas en inglés). De acuerdo con estudios genéticos, es muy probable que el virus pasó de animales a personas, y emergió sintomáticamente en personas relacionadas a un mercado de Wuhan, China, entre noviembre y diciembre 2019. Pero se trata de un tipo de virus del cual la ciencia actual no conoce mucho. Esta incertidumbre ha aumentado la cautela, el miedo y a veces el pánico.
No obstante, la ciencia actual tiene todas las condiciones para avanzar de una manera nunca antes vista. Así como la globalización ha facilitado la transmisión del virus, la interconexión mundial facilita también que investigadores del mundo puedan compartir teorías, datos y perspectivas. Los científicos no tienen todavía estimaciones lo suficientemente robustas sobre algunas cosas, como la facilidad de contagio o severidad del COVID-19, y esto se presta a un alto grado de especulación sobre el riesgo que un individuo particular tiene de contagiarse, desarrollar síntomas, necesitar asistencia hospitalaria o, en el peor de los casos, para una minoría de los casos en todas las edades, la muerte. Sin embargo, se han hecho avances a pasos agigantados, considerando el escaso tiempo que ha pasado desde que el virus se dio a conocer.
Los indicios parecen coincidir con lo que muchos han advertido. La severidad y letalidad por infección del virus fue sobreestimada en un principio, al no contar con información suficiente sobre los casos asintomáticos o poco severos, que no se registran en exámenes por laboratorio. Además, los esfuerzos que se están haciendo por encontrar tratamientos efectivos contra el COVID-19 son prometedores. Un equipo de investigadores chinos ha secuenciado el genoma del virus, y es gracias a ellos que se ha podido empezar a trabajar en una vacuna. Pero no se ha probado, como algunos sugieren, que la mortalidad de la enfermedad esté “en el mismo orden de magnitud que la de la influenza corriente”, para la cual, dicho sea de paso, sí hay una vacuna.
Es todavía muy temprano para los especialistas concluir algo sobre la mortalidad de esta nueva enfermedad. Entendiendo mortalidad en términos epidemiológicos, como la proporción de defunciones por COVID-19 para una población en un periodo concreto. Pero la mortalidad no es lo mismo que la letalidad de la enfermedad, para la cual ya hay estimaciones epidemiológicas preliminares más robustas. Aunque la nueva estimación por Verity y otros (2020) de una tasa de letalidad por infección de COVID-19 de 0.66 % es mucho menor que la sugerida inicialmente, ésta es considerablemente mayor (33 veces más) que la tasa de letalidad por infección que fue estimada para la gripe porcina de 2009 en Estados Unidos, la cual fue de 0.02 %, de acuerdo con datos de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC - por sus siglas en inglés). Esta tasa de letalidad de infectados con COVID-19 de 0.66 % es también casi 7 veces mayor que la tasa de letalidad de infectados de la influenza común en 2018-2019 en Estados Unidos, la cual fue de cerca de 0,1 %, o más baja, también de acuerdo con estimaciones de la CDC. La letalidad de casos diagnosticados de COVID-19 se estima alrededor del 1.38 %, la cual es también siete veces mayor que la letalidad de casos diagnosticados de gripe común.
Crisis de salud pública
A pesar del relativo bajo peligro individual que una infección representa (si las últimas cifras sobre letalidad son correctas, 99.3 % de las personas infectadas sobreviven), la facilidad de contagio y la magnitud de la pandemia han generado una crisis de salud pública alrededor del mundo. El motivo de esta crisis son los sistemas de salud precarios, que no son capaces de hacer frente de una manera efectiva y eficiente a este nuevo virus. Incluso los países más ricos del mundo no cuentan con infraestructura suficiente para atender el número de casos severos y críticos, los cuales, aunque representan una minoría de los infectados, rebasan las capacidades de los hospitales, especialmente las unidades de cuidados intensivos.
Esta crisis de salud pública ha llevado a muchos países a tomar medidas preventivas no farmacéuticas, para “aplanar la curva” de la epidemia a nivel local, y tener esperanzas de poder manejar la situación, hasta que la ciencia pueda dar mejores respuestas, o hasta que el público en general, gradual y espontáneamente, desarrolle “inmunidad de grupo”. Ciertamente, algunas de esas medidas no farmacéuticas (distanciamiento social, el aislamiento de casos y la higiene pública) se vuelven un acto solidario con los más expuestos a los casos severos y mortales del COVID-19, porque los menos expuestos, que suelen ser los más jóvenes, restringen su libertad de movimiento y contacto para evitar que los mayores se contagien hasta que existan vacunas y tratamientos.
Reconocer el problema de salud pública es solo el comienzo, y no garantiza tener éxito en el manejo de la situación. De por sí, las propuestas de los especialistas en epidemiología y salud pública para manejar la crisis de salud pública, tienen sus diferencias y matices, las cuales se magnifican y se convierten en graves diferencias políticas a la hora de discutir su implementación.
Como muchas otras medidas políticas, la respuesta a la crisis de salud pública suscitada por el COVID-19 tiene un alto costo, y debe implementarse urgentemente. Pero, desafortunadamente, parece ser que se trata de un costo y una urgencia que jamás hemos visto en el mundo. Se habla ya de una crisis económica mundial, con los contornos de una trampa de liquidez, que ha llevado a ciertos economistas a incluso abogar por el uso de la medida del “dinero helicóptero'. Una situación como la actual contribuye a agudizar las diferencias con las que se aborda el problema. Esto ha desatado una crisis política.
Recientemente, el exministro de hacienda, Manuel Hinds, advirtió sobre el riesgo de separar “la economía de la salud de la gente”, priorizando en su argumento la importancia de no afectar demasiado a la economía en el corto plazo al intentar responder a la crisis de salud. Pero de igual forma, porque la economía no puede separarse de la salud de la gente, sería un error obviar, o darle menor importancia, a la crisis de salud y las consecuencias negativas que esta tendrá para la economía. Si bien las medidas preventivas traerán efectos adversos para la economía, si reconocemos el problema con la evidencia empírica, proveniente incluso de las potencias mundiales más poderosas afectadas por el virus, tenemos también que entender que gran parte de la gente tampoco podrá salir a trabajar. Por ejemplo, si se enferma, entra en cuarentena o tiene que cuidar parientes que están enfermos, y que el sistema de salud colapsado no podrá atender. Puede, de hecho, tratarse de una elección entre la prevención con efectos para la economía en el corto plazo o la enfermedad y sufrimiento descontrolado, también con efectos para la economía en el largo plazo.
Este estudio en revisión, sobre la pandemia de la gripe en los Estados Unidos en 1918, indica que esta tuvo efectos económicos adversos más grandes en los lugares en los que no hubo intervención no farmacéutica (distanciamiento social, el aislamiento de casos y la higiene pública). En contraste, los lugares en donde sí hubo intervención no farmacéutica, tuvieron un mejor desempeño económico en el largo plazo. De acuerdo con los hallazgos de los autores, “las intervenciones no farmacéuticas no solo reducen la mortalidad, sino que también mitigan las consecuencias económicas adversas de una pandemia”.
Hacer estos reconocimientos, basados en el estado del conocimiento epidemiológico y económico, no debería interpretarse como una aceptación sin matices de las políticas particulares del presidente o de otros políticos, y mucho menos de su implementación. Pero de igual forma, reconocer los problemas con las políticas de respuesta y su implementación, no son motivo para obviar la crisis de salud y la crisis económica consecuente.
Situación actual
Una de las dificultades más grandes, a la hora de discutir posibles respuestas políticas a la crisis de salud pública que implica esta pandemia, es que no se tiene información fehaciente sobre la situación actual, y mucho menos sobre cómo las políticas pueden afectar esta situación. Cuando se trata de epidemias a las que nos hemos vuelto habituados, como la gripe, los especialistas suelen tener más conocimiento. Pero, para empezar, parece ser que desde el principio hubo una gran cantidad de casos leves o asintomáticos de COVID-19, que no fueron registrados alguna vez en un laboratorio. Esto ha llevado a ciertos investigadores a sugerir que el virus ha estado circulando en el mundo más tiempo de lo que creíamos, y que ya ha infectado a una mayor cantidad de personas que lo que muestran las cifras oficiales.
Por ello, hay que leer las cifras oficiales de la propagación de la pandemia con cautela. Estas cifras representan casos más sintomáticos y severos, que suelen ser la explicación de que la gente busque atención médica y se haga exámenes. Pero hay una gran cantidad de personas contagiadas que no muestran síntomas, o muestran síntomas muy leves, y estas personas también transmiten el virus.
Esto y el hecho de que los distintos países realizan exámenes de laboratorio a ritmos diferentes, hace que las comparaciones entre países no sean tan confiables. Es por ello que algunos sugieren mejor concentrarse en la cantidad de internados en los hospitales o en la cantidad de fallecidos, para hacer comparaciones que nos digan algo más significativo sobre la situación en cada país. Sin embargo, también hay muchos factores que influyen en las cifras de hospitalizados y fallecidos, y estos varían por país.
Pero si suponemos que todos los países hacen los esfuerzos que están a su alcance por detectar casos de contagio, y sabemos que solo un porcentaje de las pruebas da positivo, podemos aceptar que estas cifras, aunque no representen el total de infectados, sí nos dan un indicador de la magnitud del problema en cada país. Esto puede comprobarse en los diagramas que se presentan a continuación. La Figura 1 muestra, para una selección de países, incluyendo a El Salvador, los casos nuevos diarios confirmados de infectados con COVID-19 (eje de ordenadas) por el total acumulado de infectados ese día (eje de abscisas). La selección de países se basa en aquellos lugares que han tenido niveles altos de infectados totales, niveles altos de nuevos infectados diarios o un descenso notable en alguna de estas cifras. La curva azul resume la tendencia mundial, sobre cómo se relacionan las dos variables de la figura. Como podrá comprobarse, algunos de los países que han estado o están debajo de esta tendencia mundial (línea azul), se presentan como los que han tenido éxito en frenar la propagación de la enfermedad COVID-19.
Para el caso de El Salvador, la cantidad de datos es todavía muy baja como para poder hacer comparaciones de importancia. Pero esto puede ser motivo de esperanza. Todos los países afectados por la pandemia, sin excepción, siguen un comportamiento similar al de la curva de tendencia mundial (línea azul). Pero los países que ya sea, han manejado la pandemia efectivamente o ya han pasado lo peor de la pandemia, se encuentran por debajo de esta curva de tendencia. Lo que quiere decir que siempre y cuando un país se encuentre por debajo de esta curva, y El Salvador -al 6 de abril 2020- todavía no ha llegado a esta curva, hay aún esperanza de que la pandemia pueda controlarse. Entonces, el país tendrá que lidiar con un problema local de mucha menor escala, y mantener medidas de control para evitar que ingresen nuevos casos al país. De esta manera, se habrá comprado tiempo para esperar por nuevos tratamientos, tal vez una vacuna o alcanzar espontáneamente una inmunidad de grupo. Esto es válido, siempre y cuando los datos de las pruebas realizadas sean un indicador aceptable del problema.
Esto se vislumbra mejor en la Figura 2, que presenta la misma información, pero exclusivamente para los países latinoamericanos, los cuales, por su distancia de los países originarios de la pandemia, se encuentran todavía en las fases iniciales. Como puede verse, El Salvador parece ir camino a la curva de tendencia, pero no es tarde para aplanar esta tendencia.
Ciencia, paciencia y solidaridad
El 30 de marzo, la autora sueca Elisabeth Åsbrink especulaba en el periódico sueco Dagens Nyheter sobre la razón por la cual Suecia sigue una política distinta a la de sus vecinos nórdicos a la hora de enfrentar el problema del COVID-19. A diferencia de Dinamarca, Noruega y Finlandia, que han introducido estrictas medidas no farmacéuticas para aplanar la curva epidemiológica del COVID-19, Suecia ha seguido una política más relajada, basada en recomendaciones al público. Esta política puede ser la responsable de que tenga casi siete veces más fallecidos que su vecina Noruega, un país que tiene cerca de la mitad de la población sueca. De acuerdo con Åsbrink, su país ha sido dañado por demasiada paz, lo cual puede sonar irónico para quienes crecimos en El Salvador. Pero Åsbrink sugiere que, a diferencia de Finlandia, Noruega y Dinamarca, que no fueron neutrales durante la Segunda Guerra Mundial, ninguna persona viva en Suecia ha experimentado guerra, ni conocen personas que hayan vivido verdaderas crisis nacionales. Es por ello que Åsbrink sugiere que la gente en su país no cree que crisis como esta puedan estar pasando en serio.
De haber algo de cierto en esta especulación, países acostumbrados a la guerra y catástrofes naturales, como El Salvador, estarán mejor preparados para entender la seriedad de un reto como este. Sin embargo, la verdad es que nadie ni ningún país está preparado para entender un reto como este. Es hora de pensar distinto, con ayuda de la ciencia, la paciencia y la solidaridad.