La pandemia del COVID-19 ha generado muchas preguntas sobre cómo nos encontraremos en la “nueva normalidad” una vez que hayamos controlado o aminorado la proliferación del virus. Quizás lo único seguro es que no nos sacaremos el virus de nuestras cabezas y nuestras vidas hasta que se invente y aplique una vacuna efectiva. Eso puede tardar algún tiempo.
En el ínterin, el virus puede reaparecer en lugares donde se suponía ya derrotado y volver a causar otra ola pandémica. Los virus son impredecibles. Lo que es absolutamente previsible son los requerimientos básicos de los seres humanos para mantenerse con vida, con o sin pandemia: alimentos, agua potable y artículos de salud y medicamentos esenciales, así como abrigo y techo para protección de los elementos.
En El Salvador, al igual que en buena parte de Centroamérica, una alta proporción de personas trabaja en el sector informal urbano o vive precariamente en las zonas rurales. Debido a que sus ingresos son reducidos e irregulares, esta población tiene muy poca capacidad para absorber los golpes económicos que ya les están cayendo y los todavía más duros que seguramente están por caer.
Es más, los gobiernos de la región deben comenzar a organizar las medidas para enfrentar una caída de las exportaciones y una reducción sustancial de las remesas, todo como resultado de una brutal contracción de las economías del Norte que ya ha comenzado. Hasta puede suponerse que las medidas sanitarias resultarán relativamente fáciles en comparación a las de carácter económico y social que tendrán que tomarse mientras se combate al virus. ¿Qué puede hacerse? ¿Qué debe hacerse?
Lo más importante es asegurar a toda la población el suministro de una canasta básica, especialmente para los sectores más vulnerables de la población, aquellos de menores ingresos. De lo contrario, los niveles de desnutrición se agravarán y comenzarán a darse casos de muerte asociados con la inanición. El COVD-19 también será más letal en una población debilitada por falta de una alimentación adecuada. De momento, el gobierno de El Salvador está entregando subsidios en efectivo para suplir la caída de ingresos como consecuencia de las disposiciones de confinamiento y restricción de movimiento de la población. Sin embargo, sabemos que no hay capacidad fiscal para mantener un sistema de subsidios monetarios por mucho tiempo, amén de los problemas logísticos que han surgido para hacer efectivos los pagos.
Una opción es el racionamiento, que ha sido puesto en práctica especialmente por países en guerra o que atraviesan una crisis económica grave.
El racionamiento es la distribución a precios regulados o subsidiados de un determinado producto o canasta de productos de primera necesidad a cada núcleo familiar en proporción a su tamaño por medio de canales oficialmente aprobados y regulados.
El Reino Unido estableció el racionamiento durante los seis años de la Segunda Guerra Mundial y los mantuvo unos años más después de finalizado el conflicto. El gobierno de Estados Unidos también introdujo un sistema de racionamiento y control de precios durante esa guerra; posteriormente, impuso un racionamiento en 1973 para la venta de gasolina a particulares, cuando se dio la primera crisis del petróleo. El gobierno de Israel creó un sistema de racionamiento de productos básicos durante la década de 1950 como parte de una política general de austeridad. Cuba ha mantenido un sistema de racionamiento de productos básicos desde los comienzos del régimen revolucionario; y la Nicaragua sandinista hizo lo mismo durante buena parte de la década de 1980.
En todos estos casos, el racionamiento se ha justificado como una manera de asegurar una canasta de productos de primera necesidad al alcance de la población entera; es decir, se fundamenta en principios de equidad y solidaridad social, pero también en el imperativo de que en tiempos de escasez el daño a la población por falta de alimentos se reduzca al mínimo, especialmente entre la niñez. No es un sistema perfecto; es casi inevitable que surja un mercado negro o paralelo y que afloren una cantidad de problemas administrativos y logísticos. Por ejemplo, habrá que determinar cuáles son los canales de distribución más adecuados.
En el caso de El Salvador, una posibilidad es la red muy extensa de tiendas vecinales ya existente; las mismas empresas que surten a las tiendas pueden incorporarse a las cadenas de distribución de la canasta básica. Las escuelas también pueden contemplarse como lugares indicados para efectuar la distribución; por lo general, tienen más espacio y son conocidas y respetadas por las comunidades vecinas. Además, los alumnos inscritos en cada centro escolar permitirán identificar a los núcleos familiares que recibirán los alimentos. Hasta se podrían contemplar las entregas a domicilio.
En todos los casos, será necesario mantener las medidas básicas de control sanitario existentes y programar la llegada a los centros de distribución para evitar las aglomeraciones. También será conveniente priorizar la entrega de los alimentos a mujeres, quienes siguen siendo las que asumen la mayor parte de las responsabilidades asociadas con el cuidado de los hijos y el manejo del hogar.
Con independencia del momento en que se empiecen a levantar las restricciones sanitarias y se reinicien paulatinamente las actividades productivas y administrativas, el gobierno tendrá que seguir preocupándose por la seguridad alimentaria de grandes cantidades de población que no volverán a sus trabajos de inmediato.
Por otro lado, es posible que los países productores y exportadores de alimentos empiecen a restringir sus exportaciones para hacerle frente a una caída de su propia producción debido a las medidas sanitarias que impiden la movilidad de la fuerza de trabajo en los campos y las agroindustrias. Esta eventualidad es particularmente preocupante en el caso de El Salvador, un país que depende en muy alto grado de las importaciones de alimentos de países vecinos y de otros bastante más lejanos; por ejemplo, el 90 % de las frutas y verduras que consume El Salvador provienen de otros países centroamericanos y de Estados Unidos, así como la carne de res y buena parte de los productos lácteos.
Por todo lo anterior, el momento es altamente propicio para reiniciar la discusión sobre el tema de la seguridad alimentaria nacional. El agro salvadoreño lleva décadas deprimido. Ahora, cuando se intensifica el debate sobre cuándo relajar las medidas sanitarias y abrir de nuevo los espacios para la actividad económica, bien puede aprovecharse el inicio del ciclo agrícola para mejorar las facilidades crediticias y asistencia técnica para los pequeños y medianos productores agrícolas del país que se dedican al cultivo de granos básicos y hortalizas, siempre bajo los lineamientos de los salubristas para contener la pandemia del COVID-19. Esto no será fácil, tal como lo ha esbozado Adolfo Bonilla en una columna de El Diario de Hoy del 14 de abril de 2020: el inicio de las lluvias y del ciclo agrícola típicamente congrega a grandes cantidades de agricultores en busca de créditos, implementos e insumos que los expone al contagio.
Pero no debemos perder de vista de que parte de la población de El Salvador ya está padeciendo una crisis alimentaria. El último Informe mundial sobre el tema (Global Report on Food Crises 2020), presentado el 21 de abril, incluye varios apartados sobre la situación del “corredor seco centroamericano” (Guatemala, El Salvador, Honduras) que ha estado sufriendo desde hace años los efectos del cambio climático en la forma de sequías severas y lluvias excesivas. En el caso de El Salvador, los departamentos orientales han sido particularmente golpeados al grado de que el informe habla de una situación de “inseguridad alimentaria aguda”. Con más razón debe dinamizarse la agricultura nacional para cubrir los requerimientos mínimos de la población rural afectada.
Los detalles de una política de reactivación agrícola en una situación de emergencia tendrán que surgir de un consenso de productores, técnicos y salubristas –en una mesa de desarrollo rural, por ejemplo– que bien pueden verse apoyados por instituciones de cooperación internacional, como la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que ya ha formulado una serie de directrices voluntarias de política agrícola, especialmente en apoyo a pequeños y medianos productores rurales. También deben replantearse en términos generales los vínculos entre las poblaciones urbanas y rurales. En la medida en que el país ha dependido cada vez más de las importaciones de alimentos, nos olvidamos del origen rural de los insumos vitales que reciben las ciudades, incluyendo agua y energía (represas y geotermia), además de granos básicos, carnes, verduras y frutas. Si no estamos dispuestos a contribuir a la reactivación y sostenibilidad de la producción agrícola y de los recursos naturales en general, llegará un momento en que los alimentos y el agua comenzarán a escasear en términos realmente críticos.
Como ya lo han afirmado varios pensadores, no vamos a volver a la normalidad que hemos conocido antes del paso de la epidemia. Lo que se avecina es una “normalidad nueva”, de mayor austeridad y un uso más eficiente y sostenible de los recursos naturales del país –y de todo lo que importamos– que habrá de responder, si somos inteligentes y conscientes, a las vulnerabilidades y desigualdades sociales que ahora, más que nunca, se nos presentan en toda su magnitud.