Desde que regresé al país y entré a la cuarentena el pasado 16 de marzo, mi mayor temor ha sido que por x o y circunstancias se me obligue a cumplirla sola. Esto podría suponer una contradicción, tomando en cuenta que lo ideal hubiera sido que me dejaran hacerla en mi casa donde, salvo mi gata, no tengo otra compañía. Y eso no es algo que me agobie, así sea uno de esos clichés andantes que según algunos definen a una mujer soltera a los 30.
La diferencia radica, claro, en que esta vez no soy dueña de mis circunstancias, no he elegido libremente estar aquí. Aún así, pese a que en este cuarto hay una sola ventana y un baño para tres, no me imagino en este mismo espacio yo sola. Sin nadie con quien reír, nadie con quién intercambiar anécdotas de vida, familia, trabajo y viajes, incluso sin nadie que rece en voz alta esas oraciones que por no repetir apenas y me acuerdo. Cumplir 30 días en soledad hubiera hecho de los libros, Twitter, el trabajo, Netflix, herramientas insuficientes para lidiar con un internet intermitente, la comida a veces insípida, las cadenas presidenciales, la falta de información… A estas alturas, los pájaros pintados en la pared bien podrían ser mis Wilson y escuchar impávidos mis desvaríos.
El viernes 3 de abril por la madrugada, ese miedo se verbalizó, alguien le puso una fecha. Eran las 6:30 a.m. y yo estaba intentando recuperar el equilibrio para salir a la puerta a que me tomaran la temperatura, el chequeo habitual. A Aura y María Magdalena, mis compañeras de cuarto desde que llegué, ya les habían hecho todo el chequeo y conversaban con la médica y la enfermera de turno. Adormitada todavía, les pregunté de qué hablaban. La respuesta se llevó cualquier rezago de sueño: “Ellas van a ser trasladadas hoy al hotel Crowne Plaza por ser pacientes con enfermedades crónicas graves”. Siempre pensé que el aislamiento devendría de sacarme a mí del cuarto, no de llevarse a las personas con quienes lo comparto.
Ellas intentaron abogar a mi favor explicando mi rinitis crónica, mi alergia descontrolada en los días pasados e incluso que tenía programada para mediados de abril una cirugía que quedó pospuesta hasta nuevo aviso. La enfermera nos vio con esa expresión que refleja que la decisión no está en sus manos. Preguntó si somos familia, dijo que solo así podríamos irnos las tres juntas. Respondí que no, pero hacia mis adentros pensé que aunque no compartamos ningún vínculo sanguíneo, me siento más unida a ellas en este momento que con algunos de mis familiares.
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Una vez nos acomodamos en la habitación 13, no nos tomó mucho tiempo contarnos la vida. Esa misma noche ya nos sabíamos el árbol genealógico inmediato de cada una, el detalle -y las fotos- del viaje del que regresábamos; es más, esa misma madrugada también asustamos a una rata que no volvió a asomarse por nuestro cuarto. Supongo que a sabiendas de que íbamos a escucharnos todo en el próximo mes, tenía más sentido ponernos en contexto. Aquí dentro todo ha sido trabajo en equipo, y lo que a una le ha hecho falta la otra se lo comparte: dulces, vitaminas, snacks para la media mañana o la media tarde.
Hemos compartido carcajadas, lágrimas y aflicciones viendo películas de casi cualquier género, y ya tenemos armados al menos unos tres reencuentros para cuando la situación se normalice y podamos transitar libremente. En muy poco tiempo nos agarramos cariño, y eso no quita el dulce encanto de que esta experiencia tenga fecha de caducidad.
Con 63 años, María Magdalena nos habla desde la voz de la experiencia sobre el amor, las vueltas de la vida y el trabajo; también se asegura de que nos llenemos con algo el estómago, así la comida que tenemos enfrente no se nos antoje ni un poco. Aura, como buena administradora, es la mente ordenada que más se ha apegado a una rutina desde que llegamos y la que siempre busca una solución para todo.
Yo las escucho y las observo, y trato de ser lo menos cínica que el oficio y el encierro me permiten, y lo más chistosa e ingeniosa que el buen humor -que ellas mismas alimentan- me permite. Un arma que, según yo, permite que me acepten con todo y mi desorden.
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Inmediatamente se acabó la ronda de chequeo de signos, nos sirvieron el desayuno. Cerramos la puerta y María Magdalena dirigió la oración de la mañana. Pidió que me incluyeran en el grupo, pero también que mi alergia se calmara y que en los próximos días me realizaran la prueba del COVID-19.
No era primera vez en la semana que las habían escogido solo a ellas. Apenas dos días atrás, el miércoles 1, fueron las seleccionadas de la habitación para tomarles la muestra junto a unas 18 personas más del resto del albergue.
Ellas dispusieron a arreglar maletas y a alistarse en espera de que llegara el transporte que las llevaría a San Salvador. Yo me tiré de nuevo a la cama con una mezcla de envidia y tristeza. Me invadió un alegría agridulce por que ellas fueran trasladadas a mejores condiciones que las actuales y a un lugar más accesible para que sus familiares les lleven medicamentos que aquí no han podido conseguir los médicos. Pero eso también significaba que ya no tendría con quién hablar de todo y de nada. También sentí celos porque ellas iban a estar más cerca de mi casa.
Empezaron a correr las horas y llegó el almuerzo, pero no el aviso de que podían empezar a bajar sus maletas. Hasta los médicos y el chequeo vespertino llegaron tarde, por estar haciendo el papeleo para el traslado, según dijeron, pero no les dieron una hora de partida. Lo justificaron diciendo que se las iban a llevar entrada la noche para evitar que los medios de comunicación cazaran el transporte al llegar a su destino.
Yo, en todo caso, tratando de hacerme la fuerte -como bien sé hacerlo-, les dije que mientras tanto lo mejor que podíamos hacer era mantener la rutina y ver la película diaria que el internet móvil nos permite. Llegó la cena y posterior a ella también los bostezos. Las dos se habían arreglado como nunca en los días anteriores, porque aunque el traslado suponía cambiar centro de encierro, al menos podrían echarle un vistazo al rezago de vida real que acontece fuera de nuestras cuatro paredes y el corredor. Se desmaquillaron, se despojaron de sus accesorios y vistieron su pijama otra vez. A los pacientes que una semana atrás los habían trasladado de la Villa Centroamericana al hotel Beverly Hills, por ejemplo, los movieron a las 2:30 de la madrugada, así que nos acostamos con el pendiente de que podían venir a tocarnos la puerta en medio de la noche.
Las noté un poco molestas por la prisa que les habían metido sin motivo durante la mañana y por no tener ninguna certeza de cuándo llegaría el transporte. Yo sentí una presión en el pecho que se me hizo familiar, una de esas que me llegan cuando siento ansiedad por cosas que no puedo controlar. No quería que se fueran. Ellas son mi nueva normalidad. Las que han hecho del encierro algo cada día más tolerable. Incluso me sentí culpable porque recién el lunes 30 había empezado a resentir no poder tener mi propio espacio, a sentir el agobio de no poder estar sola más que cuando entro al baño. Aún así, una vez escuché la noticia, no quería siquiera imaginar cómo sería el encierro sin ellas.
La tarde del sábado pasó una enfermera a actualizarlas. Traía consigo una hoja con sus datos para que ellas dieran su consentimiento para ser trasladas. “Nos dejaron como novias de pueblo”, dijo Aura, “vestidas y alborotadas”. Han pasado cuatro días desde que el fantasma de quedarme sola en la habitación de 4x4 tocó nuestra puerta. Para mi suerte, ellas siguen aquí; incluso volvieron a colocar su ropa en el gavetero. Ya nadie habla de traslados anticipados. Solo fue el susto.
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Hoy, martes 7 de abril, cumplimos 23 días en cuarentena. El regreso a casa se acerca cada vez más, pero dado el precedente nos ha atacado la incertidumbre de si el 15 podremos por fin dormir en nuestras casas. Poco ayuda, además, que el mismo presidente y el ministro de Salud hayan anunciado que “liberaron” el pasado 4 de abril a quienes guardaban albergue en el hotel Sevilla en Usulután y que al cabo de dos días los reclamos en Twitter dieran cuenta de que seguían ahí. Además, la mayoría de los albergados aquí seguimos esperando ser elegidos para que se nos haga la prueba, que por ahora va a ritmo de 20 por día, y quienes las toman aparecen -más o menos- cada tres días. Las últimas fueron tomadas el domingo, y se supone que mañana miércoles harán las que hacen falta. La carta, creemos, surtió algún efecto. Aunque nunca logramos recolectar las firmas porque no hubo manera de llegar más allá de los pasillos.
Todo parece indicar que cumpliremos los 30 días de cuarentena juntas en el mismo cuarto. Con suerte, mañana por fin me hacen la prueba y, si mi resultado también es negativo, el plan de irnos juntas en el vehículo de alguno de sus familiares aún es posible.
La cuarentena te transforma y, además de enseñarte nuevos miedos, trae consigo algunos viejos que no hace mucho había desechado.