Hoy se cumplen tres años del asesinato de Javier Valdez Cárdenas, y los avances en la búsqueda de justicia no son los que, como familia, quisiéramos tener. Su crimen sigue impune, no sabemos por qué nos lo mataron, seguimos esperando respuestas.
Ante un hecho como el que vivimos en Culiacán desde aquel 15 de mayo de 2017, los recursos de resistencia no se nos agotan. Al menos no de mi parte, porque conservo intacta la esperanza de que en un futuro todos los responsables paguen por lo que le hicieron a Javier y a toda nuestra familia y a la sociedad entera.
Si bien es cierto que a tres años sobrellevamos la carga de manera más serena, aún no encontramos la paz que nuestro corazón necesita. Seguimos extrañando a Javier; a mi hija Tania y a mi hijo Fran les hace falta su padre, y a mí, mi compañero de vida.
No tengo duda de que al periodismo mexicano le hace falta como nunca la pluma de Javier. Sigue faltando cada lunes su Malayerba en el semanario Ríodoce, esas crónicas breves sobre la vida de las personas en el mundo del narcotráfico que publicaba en el medio que fundó con sus colegas; sus publicaciones como corresponsal en el periódico La Jornada, donde trabajó por más de 18 años.
Muchas víctimas quedaron sin voz desde que lo mataron, pues escribía de las mujeres que buscaban a sus hijos desaparecidos, se interesaba y se preocupaba por la niñez y la juventud fáciles de coptar por las organizaciones criminales, daba voz y rostro a las víctimas de la violencia. Se deshicieron de él porque a alguien no le gustó lo que escribió. Así de fácil. Fueron varios contra él solo. En cuestión de segundos cegaron su vida de doce disparos.
Es inevitable no recordar, minuto a minuto, lo que pasó ese mediodía en Culiacán, a escasos metros de Ríodoce, de donde salía. Lo estaban esperando aunque quisieron hacer pasar el asesinato como un intento de robo. La escena del crimen siempre está en mi mente: su cuerpo boca abajo sobre el asfalto, cubierto con una manta azul y el sombrero que yo le regalé cubriendo su rostro.
No olvido la llamada de Ismael Bojórquez, el director, nuestro amigo, para decirme que habían atacado a Javier a balazos. El tono de su voz descompuesta lo tengo grabado en mi memoria. Después de eso, todo se volvió un torbellino. Se resquebrajó nuestra vida.
Salir de Sinaloa no fue sencillo, pero el miedo y el dolor eran insoportables. Me tuve que ir del lugar en el que crecí, en donde conocí a Javier y me casé, en donde criamos nuestra familia, la ciudad en la que se inspiraba para hacer sus crónicas. Toda posibilidad de regresar se truncó.
Una pérdida tras otra. Un duelo tras otro. Así suele ser la vida cuando la violencia te arrebata a quien más amas.
En el transcurso de estos tres años no he parado de exigir justicia. El 27 de febrero de este año se asomó la posibilidad de saber por qué mataron a Javier. Fue en el juicio abreviado en el que Heriberto Picos Barraza, apodado entre los mafiosos como “El Koala”, aceptó haber participado el día del asesinato. Purga su condena en un penal federal de mediana seguridad en Sinaloa. Le dieron solo 14 años y 8 meses años de cárcel por haber “cooperado” con la justicia.
El nuevo sistema penal acusatorio permite a los victimarios admitir su delito; a cambio reciben sentencias más breves. Aunque es una pequeña victoria, no me dejó satisfecha porque no confesó detalles ni por qué nos lo mataron.
La investigación no ha sido sencilla para la Fiscalía Especializada en Atención a Delitos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) de la Fiscalía General de la República (FGR), y de la organización Propuesta Cívica que me representa.
La lectura del ministerio público sobre lo sucedido, que escuché en el juicio -yo desde un cuarto separado- aportaron algunos indicios de lo que ocurrió ese 15 de mayo. Todos pertenecían a una célula del grupo criminal comandado por Dámaso López Serrano, a quien apodan el “Mini Lic”. Sus declaraciones me despejaron el panorama lleno de dudas y permiten saber desde cuál organización criminal se ordenó el asesinato de Javier.
Uno de los retos de las autoridades mexicanas será lograr que el líder de este grupo criminal, quien se encuentra preso en los Estados Unidos, bajo la figura de testigo protegido, sea trasladado a México y rinda cuentas por este delito. Al que llaman delito contra la libertad de expresión, para mí es el asesinato de mi marido de hace 26 años.
En ello estará puesta nuestra exigencia para conocer la verdad, pero necesitamos tener garantías de que ese criminal -hijo de Dámaso López a quien apodan en esos mundos 'El Licenciado', compadre de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo- no tenga ningún privilegio que le facilite evadir su presencia ante las instancias judiciales de nuestro país.
La contingencia por el coronavirus ha imposibilitado la continuación de la audiencia intermedia, muchas veces suspendida. Aún espera la sentencia de otro de los asesinos. Uno más está muerto desde octubre de 2017.
Por la crisis no podremos realizar las jornadas ciudadanas que armamos en su memoria los dos años anteriores en varias partes del país pero especialmente en Culiacán, donde participan artistas, poetas, defensores de derechos humanos, periodistas, ciudadanos que lo consideraban su amigo, su aliado, para seguir visibilizando la injusticia e impunidad que impera.
La pandemia del coronavirus que azota a muchos países del mundo, y el costo que está cobrando en nuestro país es alto. Respeto a quienes hacen frente a esta pandemia y a la gente que más está sufriendo, y me duele por la pérdida de miles de personas que han muerto contagiadas.
Pero las autoridades no deben olvidar a quienes todos los días, y desde hace años, estamos en la búsqueda de justicia. No podemos hacer como que no pasa nada e invisibilizar otras tragedias que vivimos en este país decenas de miles de víctimas y por quienes nos fueron arrebatados de forma violenta por su labor periodística.
Yo no olvido. No olvidamos. Aquí estamos. Añoramos a Javier. Ese 2017 había cumplido sus primeros 50 años. Falta su presencia madrugadora en el café, en las reuniones de cada lunes en la redacción de Ríodoce, desde donde hacía periodismo que incomodaba a los que se sienten poderosos, sus llamadas a la sección de Estados de La Jornada. Hace falta en casa de su mamá, en especial los viernes cuando acudía a comer con ella.
Yo lo extraño cada noche, sobre todo en aquellas en que me pedía no me durmiera antes que él. Su sinusitis crónica que se le manifestaba cuando cambiaba la temperatura. Sus manos y su presencia grande y fuerte.
Nuestras tardes en “El Guayabo”, su cantina favorita donde bebía güisqui, muchos litros de agua y comía cacahuates, un lugar donde platicaba con todas las personas que se acercaban a él y de donde se nutrió para escribir muchas de las historias de su columna Malayerba.
Extraño su llanto fácil como el día en que Tania, nuestra hija, se casó y yo tenía miedo de que se fuera infartar de la emoción, gusto y tristeza de verla partir. Añoro su hablar norteño y desenfadado.
Extraño los domingos cuando me despertaba y escuchaba desde temprano el ruido del teclado de su computadora mientras escribía, cuando me preparaba el desayuno y pasábamos el resto del día viendo juntos series de televisión.
Escribo esto el martes 5 de mayo. Todo marchaba bien hasta esta tarde hasta que recibo un mensaje de una persona cercana que me pregunta cómo estoy. Mi respuesta en automático es: “todo está bien”. Pero no lo estoy. Lo noto porque el llanto brotó fácil e inmediatamente.
Las fotografías están esparcidas sobre la mesa del comedor, bebo café en una de las tazas de él, aquella color amarillo que Tania le regaló un Día del Padre, tengo a la mano el libro “Periodismo escrito con sangre”, antología que reúne textos de seis de sus ocho libros.
Desde el 1 de mayo he subido al Facebook fragmentos de uno de sus últimos textos incluido en este libro, es mi forma de honrarlo. ¿Cómo puedo contener el llanto si tantos recuerdos están ahí, reunidos? Tengo a la mano esas imágenes de nuestra época estudiantil, de novios. Yo embarazada de Tania, luego de Fran. En el trabajo, con nuestras amistades, de nuestras vacaciones los cuatro, de las posadas de Ríodoce.
Los recuerdos se agolpan y calan hondo porque no estaré en Culiacán este 15 de mayo. No iré al lugar donde reposan sus cenizas, no recorreré las calles y avenidas de la ciudad que tanto quiso, sobre todo la Álvaro Obregón que muchas noches patrullamos juntos. No llegaré a nuestro hogar, no veré a la gente que lo quiso. Esto duele tanto.
Mis ojos están hinchados y mi nariz roja. No dejo de moquear y me cuesta trabajo escribir. Hago pucheros, no lo puedo evitar. Mayo siempre será triste, muy triste.