Las crisis ponen a prueba las fortalezas de las personas, los colectivos y las instituciones. La velocidad, la fuerza y la duración con que llega se miden frente a la solidez y la resistencia del ente receptor, dejándose ver, además, las debilidades y los puntos de quiebre. La emergencia en El Salvador, generada por la pandemia de COVID-19, ha puesto en evidencia muchos puntos débiles en la sociedad, tanto en el escenario político, el económico y, por supuesto, también en la educación.
A pesar de que cubrir los servicios educativos a partir de la suspensión de clases el 11 de marzo ha supuesto un esfuerzo titánico, ha sido inevitable que emerjan fisuras en el sistema educativo. Por fragilidades en educación no me refiero a la falta de tecnología e internet, la deficiente infraestructura, el currículo rígido, centralizado e impertinente, ni mucho menos la inexistente carrera profesional docente. Estos son parte del material delicado y poco resistente del que sabemos está hecha la educación. El punto de quiebre en esta crisis, que no ha resistido, es la relación entre la familia y la escuela en el proceso de aprendizaje de los niños y las niñas.
La cuarentena domiciliar ha trasladado el proceso de enseñanza-aprendizaje a la sala y el comedor de la casa, después de más un siglo y medio de colocarlo en un recinto escolar organizado por el Estado. Aunque el ente rector oficial sigue siendo el Ministerio de Educación, hoy padres y madres tienen la responsabilidad inmediata de la educación de sus hijos e hijas en casa, en condiciones no óptimas, en medio de preocupaciones de trabajo y salud, con la expectativa de emular la misma escuela en otro espacio físico, con condiciones distintas y protagonistas diferentes.
En estos días de confinamiento, la válvula que libera el vapor de nuestros sentimientos son las redes sociales, y en ellas hemos visto desfilar quejas de familias por el exceso de trabajo académico, desorden en la comunicación y la saturación de múltiples tareas. Las mamás y los papás dicen que los docentes “ya no están haciendo nada” y hoy les toca todo a ellas y ellos. Opinan que los docentes creen que no tienen nada más que hacer y que pueden asumir los costos inesperados de internet y saldo para el teléfono.
Del otro lado, los docentes arrastran una frustración desde antes del aparecimiento del nuevo coronavirus: que los papás no prestan atención a sus hijos, no están pendientes de ellos, no les apoyan en el estudio ni les enseñan valores y hábitos saludables en la casa. Ahora se expresan con un sentimiento de desquite, que hoy los papás sí tendrán que valorar a la escuela y a los docentes, y comprenderán lo que los docentes tienen que enfrentar todos los días en la escuela. En este estruendo de opiniones en las redes sociales, las voces de los estudiantes borbotan en el caudal con memes como, “se llama educación a distancia porque estamos lejos de aprender”, expresión de mucha confusión sobre el trabajo, pocos recursos para recargar teléfonos y ausencia de computadoras para conectarse.
Este desencuentro entre familia y escuela no es nuevo, la crisis del momento solo lo ha puesto todavía más en evidencia. Antes, cuando podíamos salir a las escuelas, en conversaciones con docentes y padres y madres de familia, ya habíamos identificado el desacuerdo latente, bajo la superficie del tejido de la comunidad educativa, y nos hacía preguntarnos qué sucede con esa relación tan esencial para la educación. Se trata de una pareja dispareja, pero sin una definición clara de los límites y las responsabilidades, terminando en expectativas no cumplidas de cada parte.
Parte del problema de la discordia entre familia-escuela es el error de comprender la educación como el aprendizaje de cuatro materias básicas impartidas bajo la responsabilidad del Estado, igual para todo el país. Educar es mucho más que esto y ocurre en muchos espacios, incluidos los medios de comunicación. Pero el poco apoyo de la familia, o la mucha apatía percibida, tiene una relación directa con el grado de relevancia con el que valoran la educación que reciben sus hijos. En familias de pocos recursos que reconocen la escuela como oportunidad de salir adelante, su apoyo a la escuela es más fuerte. Igual en familias con posibilidades de costear un colegio privado elitista, su claridad sobre los beneficios de la educación lleva a mayor interés.
Más allá de las perspectivas de la familia, las escuelas y los colegios ponen límites también al grado de participación de la familia en el proceso educativo. No quieren necesariamente una participación plena en la toma de decisiones, evitan la controlaría social o retroalimentación de las familias, rechazan mayor exigencia o supervisión de su trabajo. No todas las escuelas cuentan con los recursos para ofrecer la educación que la familia quiere; tampoco todas las familias están en condiciones de participar en o contribuir a la escuela. La escuela y sus docentes desempeñan un rol importante, con relación a la familia, en la detección de abusos o faltas a la protección de la niñez. Si bien las escuelas cumplen un papel fundamental de comunicación, seguimiento y apoyo moral a las familias, no están delimitadas las responsabilidades de cada parte.
Es difícil predecir si la quebrantada relación familia y escuela se recuperará una vez que nos reincorporemos nuevamente en los espacios escolares físicos en el futuro. En redes sociales, algunos dicen que todos valoraremos mejor la escuela y apreciaremos más el trabajo docente. Otros podrían pensar, después del ensayo de escuela en casa, que el tipo de educación que tenemos no es muy pertinente ni necesario. Pero este punto de quiebre nos ha hecho ver las múltiples funciones que cumple la escuela en la sociedad: guardería, entretenimiento, socialización con pares, aprendizaje, costumbre, cohesión social, etcétera. Nos hace reflexionar sobre qué realmente necesitamos y queremos de nuestras escuelas, cuáles son los roles de cada actor educativo y cómo debemos complementarnos para trabajar con más fuerza y resistir esta crisis que nos agobia.