Columnas / Desigualdad

El COVID-19 ha desnudado la vulnerabilidad del agro salvadoreño

Es sobre los hombros de personas pobres -muchas de la tercera edad, los más vulnerables a la COVID-19-, que cargamos la alimentación de un país y de ellos mismos.

Viernes, 8 de mayo de 2020
Luis Vargas

Los desafíos que supone el avance del SARS-CoV-2 para las sociedades actuales son múltiples y complejos, con la urgencia de salvar vidas sobre cualquier otro. En ese orden de prioridades, las medidas para administrar la situación sanitaria han implicado una paralización drástica de las actividades económicas que llevarán a una recesión inducida a nivel mundial. Sus consecuencias inmediatas ya son evidentes y sensibles; su impacto y horizonte temporal aún está por verse.

En El Salvador la situación ya es delicada. Si bien el número oficial de contagios detectados aún es relativamente bajo, la actividad económica se limita a aquellas que son esenciales y las consecuencias de la parálisis ya se viven de manera generalizada en los hogares. A ello se sumarán los efectos de la recesión estadounidense con una notable disminución en remesas y demanda exportable, entre otros, que debilitará aún más la economía. La incertidumbre actual dibuja un escenario oscuro en el corto y mediano plazo, como se visualiza en las primeras proyecciones de diferentes entidades.

Si bien podemos hablar de impactos agregados, las crisis se caracterizan también por afectar más a unos que a otros. Suelen desnudar las condiciones de desigualdad y exclusión esenciales para el funcionamiento de las sociedades actuales y, con sus consecuencias, acentuar las mismas. Aunque algunos funcionarios parecen recién darse cuenta, ya lo mencionaba Rousseau en el siglo XVIII: …necesitamos vino en nuestra mesa; es por ello que los campesinos solo beben agua”, señalando que pobreza y riqueza se sientan en la misma mesa, pero no comen del mismo plato. En esta ocasión no es distinto: son los sectores vulnerables los más afectados y es urgente volver la mirada a uno en especial por sus condiciones particulares: el sector agrícola.

Si otros países pueden detener esta actividad del sector primario, en El Salvador ese es un lujo que no nos podemos dar. A nivel micro, los hogares cuyos integrantes se dedican a actividades agrícolas, ubicados principalmente en las áreas rurales, tienen una alta dependencia del ciclo para garantizar su alimento anual, bajo esquemas de autoabastecimiento y agricultura familiar. A nivel macro, el gobierno central deberá hacer malabares presupuestarios para resolver un potencial problema de desabastecimiento bajo el enfoque de derechos. El cargamento de 33 mil toneladas de maíz blanco que ingresó al país el 14 de abril según el portal del Ministerio de Agricultura y Ganadería es importante, pero equivale a solamente 720 mil quintales para un país que consume anualmente alrededor de 20 millones. La reserva es suficiente para dos semanas de consumo nacional, aproximadamente. Si se focaliza, puede abastecer algunas semanas adicionales.

El alto nivel de pobreza en ese sector poblacional, la urgencia del día a día y bajas reservas de alimentos en manos de hogares productores y sociedad en general, además de los riesgos potenciales de una reducida oferta regional por las mismas causas, son suficientes elementos para enterarnos de que paralizar las parcelas, fincas o ganaderías no es opción. Es una excepción interesante sobre la que, incluso, se creó un mecanismo oficial con cartas formato para autorizar la circulación y trabajo de la población productora: “Quédate en casa (restricciones aplican)”.

Al cierre del ciclo agrícola 2019/20 y a las puertas del inicio del ciclo agrícola 2020/21, a El Salvador parece serle indispensable que una numerosa cantidad de sus habitantes, más de 430 mil personas, 15 % de la población ocupada según la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples 2018, salga a trabajar en estas actividades. El alimento del país no es negociable y dado lo precario de sus ingresos mensuales promedio, $168.54 (por rama de actividad económica) o $272.7 (por grupo de ocupación), no es difícil comprender que si las productoras y productores agropecuarios salen y se arriesgan a trabajar es porque simplemente no tienen opción.

El riesgo del asunto se dimensiona cuando recordamos que, según datos oficiales recogidos por el Departamento de Economía de la UCA en 2017, 40 de cada 100 productores pasan de 40 años, y 27 de cada 100 son mayores de 60 años. Es sobre los hombros de personas pobres -muchas de la tercera edad- los más vulnerables a la COVID-19, que cargamos la alimentación de un país y de ellos mismos. Entre tanta incertidumbre, los agricultores tienen una certeza: el hambre mata. No hay heroísmo, solo necesidad.

Coyunturalmente, debe tomarse con mucha seriedad la ejecución del Programa de Entrega de Paquetes Agrícolas por parte del Ministerio de Agricultura y Ganadería, en cumplimiento de la Ley de Desarrollo y Protección Social. Aunque no se ha revelado el dato exacto de beneficiarios presentes en el padrón oficial, mecanismo central para asegurar la transparencia en la entrega, el programa convoca a alrededor de 400 mil productoras y productores. En principio, la medida de segmentar la entrega en tres momentos y aumentar los puntos de entrega -de los 61 puntos habituales a más de 500- es acertada para minimizar las aglomeraciones. Es conveniente que se publique, como en años anteriores, la dirección exacta de las bodegas para evitar entregas “extraoficiales”, cuyo control salga de las manos de las autoridades.

No obstante, preocupa la suspensión de entrega de paquetes anunciada la noche del día 6 de mayo. La culminación exitosa de un ciclo agrícola en nuestro país depende en buena medida del momento justo de la siembra para que la estación lluviosa cubra los requerimientos hídricos del cultivo en cada etapa de su desarrollo. Los 15 días de retraso que se han anunciado puede significar que el momento crucial de floración coincida con la recurrente canícula de julio y, con ello, se disminuya significativamente la producción del grano y la seguridad alimentaria de la población, no solo productora sino en general. La actividad agrícola no puede desligarse de la estación lluviosa y esta última no entiende de decretos o leyes.

El caso de la agricultura y el programa de paquetes agrícolas es un claro ejemplo del frágil balance que es indispensable encontrar entre actividad económica y salud, sopesando con rigurosidad los costos de cada decisión que les involucra. No es una o la otra, como ese mal interpretado dilema de la voz oficial, sino ambas, indisolubles, y máximo cuando se trata de una actividad económica con miles de personas en condición vulnerable, pero que abastecen alrededor del 80 % del consumo interno de maíz blanco.  

El alto nivel de autoabastecimiento en granos básicos, principalmente maíz, frijol y sorgo, es una excepción en el país. En el caso de hortalizas, indispensables en la dieta común de los hogares, la dependencia de importaciones supera en algunos productos el 80 % y nuestros principales proveedores son aquellos países con que compartimos frontera o región. No es lejana la posibilidad de encontrar restricciones a las exportaciones en esos países si su producción cae a niveles en que sea necesario priorizar la demanda interna, por lo que asegurar el aprovisionamiento nacional pasa por mantener el diálogo en instancias regionales en las que, por cierto, la representación del país ha brillado por su ausencia en ciertos momentos.

El café, por su parte, enfrenta una situación preocupante. Su alto nivel de endeudamiento, bajos precios internacionales y una muy probable disminución en la demanda en mercados externos acentuará la crisis de liquidez del subsector, con dos efectos igualmente graves: disminución en la demanda de trabajo para las labores ordinarias del ciclo y, además, afectación en la capacidad de garantizar el manejo adecuado que requieren los cafetales, ambas con potenciales consecuencias sobre una producción que ya en el ciclo que finaliza registró un mínimo histórico. Según el Consejo Salvadoreño del Café, en su informe actualizado a febrero 2020, el último ciclo agrícola cierra con una producción estimada de solamente 662 mil quintales, el menor en muchas décadas. La caída de demanda externa puede afectar a otros productos como azúcar, miel y productos nostálgicos en el mercado norteamericano.

En el caso de las ganaderías, los productores de leche están enfrentando desde hace varios años dificultades con el precio de venta por botella que no le permite cubrir sus costos. La fuerte competencia que implican las importaciones de países vecinos y una demanda interna insuficiente tiene en franca vulnerabilidad a la matriz de productores. De deprimirse la actividad económica interna, como está pasando, la demanda doméstica de leche disminuirá y con ello se acentuarán los problemas del sector.

Como vemos -aunque no se ha analizado cada subsector- las consecuencias del gran onfinamiento sobre el sector agropecuario son varias, complejas y los canales de transmisión vastos. Si bien su peso dentro de las cuentas nacionales no es grande, se trata de un sector altamente generador de empleos, ocupación y, según el Departamento de Economía de la UCA en 2018, alto nivel de encadenamiento, por lo que es urgente reflexionar sobre la particularidad de su situación y potencial para la recuperación económica en general.

La vulnerabilidad de productoras y productores agropecuarias no es nueva. Sus causas son históricas, estructurales, y su profundización a partir del desmontaje del aparato productivo derivado del modelo neoliberal es de sobra conocido. Las particularidades de la pandemia solo evidencian lo que ya sucede en otros escenarios, como los efectos del cambio climático y recurrencia de sequías o inundaciones. Si bien a corto plazo es necesario ejecutar las acciones que aseguren el abastecimiento, lo cierto es que el agro enfrenta, de manera perenne, dificultades de todo tipo y diversas consecuencias, que solo serán superadas en la medida que se diseñen estrategias nacionales y regionales innovadoras que fortalezcan su resiliencia, con presupuesto suficiente para políticas sectoriales efectivas e inclusivas que potencien la matriz productiva nacional. Lo anterior pasa por valorar en su justa medida, ahora más que nunca, el trabajo de nuestras productoras y productores y reconocer las condiciones desfavorables en que se desenvuelven a diario.

Luis Vargas es economista salvadoreño por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Cuenta  con una maestría en Economía de los Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, por la  Universidad Nacional Autónoma de México y es parte del colectivo Economistas para la Vida.
Luis Vargas es economista salvadoreño por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Cuenta  con una maestría en Economía de los Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, por la  Universidad Nacional Autónoma de México y es parte del colectivo Economistas para la Vida.
 
logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.