No, esto no es una guerra. Es una crisis sanitaria que trae aparejada una crisis económica. Lo que se requiere es un plan diseñado con medidas de política pública integrales, con base en la ciencia; una decisión política que garantice el bienestar para todas las personas, empezando por los grupos más vulnerables y un equipo técnico adecuado para implementarlo.
Es una crisis inédita y, quizá, una de las más graves, por lo menos en el último siglo. A pesar de los miles de muertos y los millones de personas con contagios de COVID-19 que ya se contabilizan en todo el mundo, el Director de la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido que lo peor está por venir. Y en lo económico también. Lo cierto es que la pandemia vino a hacer más evidentes todos los problemas que hemos cargado por años.
Antes de la llegada del coronavirus, El Salvador era el país que menos había crecido en las últimas dos décadas en Centroamérica. Más de dos millones de salvadoreños estaban sumidos en la pobreza y, más de dos millones y medio no comían lo suficiente o padecían hambre. Solo 1 de cada 4 personas que tenían un trabajo remunerado, cotizaba al seguro social. En los últimos 15 años, mientras los trabajadores sufrían una caída en la participación de sueldos y salarios en la producción nacional, las empresas experimentaban un aumento de las ganancias en la participación del PIB.
Todo esto ha sido fruto de un modelo económico fracasado, donde el desprecio hacia lo público se convirtió en un dogma –porque el neoliberalismo no ha sido solo un modelo económico, sino que se convirtió, para algunos, en una religión–. Decisiones extremas como la privatización del sistema de pensiones o la dolarización, mutilaron la capacidad de responder a crisis como la que hoy enfrentamos. Vivimos bajo un modelo económico parasitario que se basa en el deterioro del medio ambiente y de la subvención del trabajo no remunerado de las mujeres, que lo único que logró fue posicionar a los migrantes salvadoreños como el mayor producto de exportación.
Se abandonó la planificación – en los noventa se eliminó el Ministerio de Planificación y el 1 de junio de 2019 se dio la última estocada al eliminar la Secretaría Técnica de la Presidencia y de Planificación – y se apostó por el individualismo como camino para resolver los problemas de la sociedad. Se mercantilizó el bienestar de las personas y se instauró el sálvese quien pueda. Aupados por una élite que más que económica es rentista y por una clase política encantada con debilitar lo público mientras lo succionaban con la corrupción. Todo esto impulsado por cuatro gobiernos de Arena claramente defensores de este modelo y dos del FMLN que, aunque críticos del diente al labio, se sintieron muy cómodos con él.
El hartazgo hizo que Nayib Bukele pasara a la historia al ganar la presidencia sin partido. Le bastó un vehículo electoral para capitalizar el descontento de la población. A partir del 1 de junio, sus decisiones en el ámbito económico demostraron que lo que se dice en campaña electoral ahí se queda, y que eran iguales a las de los mismos de siempre. Solo que esta vez con más cámaras y mejores tuits. Todo esto abonado con un mayor peso al militarismo, como se puede ver en el presupuesto aprobado para 2020, donde la institución que más aumentó su presupuesto fue el Ministerio de la Defensa.
El presupuesto es donde se expresa la política fiscal de un país y donde se puede observar cuáles son las prioridades, pero también el tipo de Estado con el que se cuenta. En el caso de El Salvador, por muchos años se ha tenido un Estado transformer que mientras para la mayoría funciona como un autobús viejo del transporte público, que otorga un servicio de mala calidad y que en ocasiones ni siquiera quiere llevar a quienes lo pagan (a través de sus impuestos), para un pequeño grupo de privilegiados es una limusina con privilegios fiscales y onerosos contratos. Y así nos encontró el COVID-19.
Ningún Estado estaba preparado para enfrentar esta crisis, pero evidentemente es más difícil hacerlo con una administración pública mutilada y con un liderazgo megalómano. Si bien El Salvador fue de los países que más rápido tomó medidas sanitarias, también se embarcó en una fútil dicotomía: decidir entre la salud o la economía. Este falso debate solo ha servido para intentar disfrazar la falta de un plan integral. El Salvador no tiene Plan de Gobierno y tampoco tiene plan anticrisis; se está enfrentando a esta crisis inédita con la improvisación como regla. El desprecio a lo técnico, la obsesión por la popularidad y la aberración a la transparencia se han convertido en ingredientes de una receta, cuya combinación causará una enorme indigestión a la sociedad salvadoreña.
Hay una coincidencia entre las proyecciones de entidades como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) respecto a que la economía salvadoreña podría ser la más afectada de toda la región centroamericana. De hecho, las estimaciones del Icefi indican que en 2020 se podrían llegar a perder hasta 216 mil empleos, lo que a su vez llevaría a un incremento de la pobreza y la desigualdad, empeorando una situación que ya era crítica.
Ante la carencia de una política monetaria y la falta de ingresos suficientes, el Ejecutivo solicitó a la Asamblea Legislativa adquirir hasta 5 mil millones de dólares de deuda (casi la totalidad de la recaudación de impuestos esperado para 2020). Hasta ahora le han aprobado más de 3 mil millones, un poco menos de la mitad del presupuesto del gobierno central para 2020. De estos fondos aprobados, alrededor de 400 millones de dólares sirvieron para las transferencias de los 300 dólares a los hogares; una buena idea con una pésima implementación que provocó que los hogares más pobres, que incluso no tienen energía eléctrica, no recibieran este dinero. Se evidencia, pues, la importancia de que las políticas públicas se elaboren con base en la realidad del país, no del privilegio de quien las diseña.
Es importante señalar, además, que los últimos mil millones de deuda, aprobados de madrugada el pasado 5 de mayo, al estilo de los mismos de siempre, todos van al sector privado: 140 millones son para subsidios a salarios de empresas privadas (micro, pequeña y mediana), sin definir el mecanismo de entrega. Por ahora solo sabemos que: 360 millones de dólares serán orientados a un programa de créditos para el sector privado –para el que tampoco se ha definido el mecanismo de entrega– y del cual también podrán beneficiarse empresas grandes; se entregarán 100 millones de dólares en créditos para el sector informal, pero solo para aquellos que estén solventes con sus deudas y tengan una calificación de crédito A o B –las calificaciones van desde A hasta la E, siendo A la mejor y E la peor- en su perfil crediticio, por lo que la mayor parte del sector informal no será beneficiada; y que 400 millones de dólares serán para devolución de IVA a los exportadores y para el pago de proveedores, lo cual no tiene nada que ver con el COVID-19, sino que confirma que el presupuesto aprobado para 2020 era mentiroso al subestimar partidas presupuestarias.
Del resto de endeudamiento, no se tiene certeza en qué se van a utilizar y menos se sabe de los resultados que se van a obtener con estos montos extraordinarios de endeudamiento. Con este financiamiento aprobado, El Salvador podría cerrar el 2020 con una deuda arriba del 90 % del PIB. Es decir que de cada 100 dólares que se produzcan en el país, se van a deber 90 dólares, una cifra que puede aumentar si la crisis se agrava.
La falta de un plan, los altos niveles de endeudamiento, así como la alergia del presidente al respeto del Estado de derecho y a la separación de poderes, han estimulado que el perfil de riesgo del país aumente, provocando dos escenarios muy peligrosos. 1. Que si se sale a colocar bonos en el mercado internacional, la tasa de interés que va a pagar el país será muy alta, lo que significaría hipotecar los presupuestos de los próximos años, porque la partida presupuestaría más grande sería el servicio de la deuda, es decir el pago de intereses y amortizaciones. Esto significa que habría menos recursos para el gasto social, lo que en términos prácticos implicaría menos medicinas en los hospitales, menos niños y niñas en las escuelas, más personas sin comida. 2. Que nadie quiera comprar los bonos de El Salvador, implicando que, recién empezando la crisis, los mercados se habrían cerrado para el país, lo que cuál sería además de inédito, muy grave, pues el Gobierno no tendría el dinero suficiente para pagar la compra de equipo médico, los salarios de los empleados públicos, apoyar a las empresas ni a las personas que más lo necesiten.
Por si fuera poco, para que el Ejecutivo tuviera liquidez en estos momentos, se optó por colocar Letes y Cetes, dos instrumentos de deuda pública de corto plazo, que son como las tarjetas de crédito, donde consiguió más de 700 millones de dólares a través de la bolsa de valores de El Salvador. Los compradores fueron principalmente los bancos privados de El Salvador, a quienes se les pagará una tasa de interés altísima, alrededor de 9.5 %. El pequeño detalle es que para que los bancos privados compraran los Letes y Cetes, el Banco Central de Reserva autorizó que se redujeran las reservas de liquidez, lo que podría provocar un efecto peligroso que, sumado a la caída de las exportaciones y de las remesas, puede provocar que el país se quede sin suficientes dólares para atender la demanda, poniendo en riesgo la propia dolarización. Desdolarizar, de manera desordenada y en medio de una pandemia, provocaría una hecatombe económica.
Llama muchísimo la atención que luego de tanto tiempo, el Ejecutivo no haya presentado una propuesta de readecuación presupuestaria para eliminar los gastos innecesarios o que en estos momentos no son prioritarios (publicidad, viáticos, seguros médicos para funcionarios públicos, consultorías, compra de equipo militar y un gran etcétera) para trasladarlos como aumento a las instituciones prioritarias, como el Ministerio de Salud, al cual, en plena pandemia, no se le ha aumentado sus recursos.
Los peores efectos de la crisis económica no han llegado y el Estado prácticamente ya no tiene capacidad para enfrentarla. En una sociedad donde la mayor parte de las personas se encuentran en el sector informal, sino se les garantiza un ingreso básico y no se les permite salir, por decreto se estaría aprobado que tengan hambre. Y eso tuvo que haberse previsto desde que se tomaron las primeras medidas sanitarias. Y de no hacerse ninguna reforma fiscal los costos de esta crisis los pagaran, como siempre, los más vulnerables, los más pobres, esos que a veces ni aparecen en las estadísticas oficiales.
Sin embargo, como toda crisis, esta también puede ser una oportunidad para impulsar acciones que nos permitan transitar hacia un modelo económico más justo, sostenible y sostenido; así como a un Estado que garantice el bienestar de toda la población por medio del cumplimiento efectivo de los derechos.
El éxito de este Gobierno, no por su popularidad sino por el cumplimiento de su mandato constitucional, pasa por su capacidad política para liderar y alcanzar un pacto fiscal que, a través del diálogo democrático, nos permita definir el tipo de país en el que queremos vivir, cuánto cuesta y cómo lo vamos a financiar, adoptando esquemas de responsabilidades compartidas con equidad entre empresarios, políticos, trabajadores y la sociedad en su conjunto. Y para esto no es necesario ni comandantes ni dictadores, basta con un gobernante con sensatez y, por supuesto, un plan, para dejar de improvisar.