Pitar es un insulto si la serenata tiene tres notas y te la dan en el tráfico de Los Chorros. O es esperanza si estás flotando en el océano luego de un naufragio y los rescatistas vienen por ti, abriéndose paso entre cadáveres. Un pito en la boca de un árbitro, a seis minutos del final del partido, le puede matar la ilusión a un país entero; pero también, como en aquel merengue del 93, puede ser un llamado a la pasión si alguien te pregunta desde el cuarto continuo ¿Pitaste?
Pitar, tan sencillo como suena, puede ser eso y más. Sexo, frustración, esperanza y, sobre todo, el insulto local llamado la vieja. Pero en El Salvador, desde el miércoles 13 de mayo de 2020, ahora también significa otra cosa: protesta.
Lo que un día antes había empezado como una tímida olita de mar en calma fue haciendo tumbos y arrastrando piedras hasta reventar la noche del pasado miércoles, a la misma hora que Moisés Urbina anunciaba los titulares en Canal 6. A los solos de trompetas vehiculares se unieron los tambores de cacerolas. El fin era hacer llegar a los oídos de miembros del Gobierno el descontento por la falta de transparencia, la desinformación, la desorganización y la terquedad de no querer cumplir sentencias de la Sala de lo Constitucional durante la pandemia por covid-19.
El Ejecutivo y sus aplaudidores minimizaron la ruidosa afrenta y trataron de contrarrestarla con hashtags, como si estos fueran corchos que uno puede insertarse en la oreja y se acabó. Otros, aunque quizás compartían el fin, no justificaban los medios. Mientras que los restantes, los activistas, se sentían satisfechos porque, en una sociedad acostumbrada a cenar apatía con frijoles, la acción parece ser la primera señal de que llevamos un tigre adentro, que ya despertó y que se levantó con hambre.
Los defensores del Gobierno la tuvieron fácil el primer día. Crearon la etiqueta #ProtestaDeRicos y se burlaron. En efecto, esa primera vez, los cláxones venían, sobre todo, de Santa Elena y San Benito, donde Uber Eats llega con pedidos de Delikat y los residentes entran con tarjeta electrónica. Sin embargo, pronto el Ejecutivo se vio desnudo de argumentos. Primero, varios residentes de barrios de casas sin cochera se unieron a otros iguales que desde el día anterior habían izados toallas blancas desde sus balcones en nombre del hambre. Y segundo, el miércoles a las 8, la sonora demanda se comenzó a expandir como reventazón de cuetes el 31 diciembre, ya no solo por el sur-poniente exclusivo del Gran San Salvador, sino por casi todos los municipios y, con mucha menor fuerza, por algunos lugares del interior del país. Pitar como protesta, desde ese momento, ya no fue solo cosa de ricos.
Entonces el Gobierno optó por minimizarla. La estrategia, sin embargo, lo ha exhibido como un ente incapaz de escuchar quejas y atenderlas. Además, deja claro que confeccionar hashtags –algunos de poca clase, como #LosTocaPito– y usarlos como tapones para acallar las críticas solo sirve para jugar al monito que no ve, no habla y no escucha. Y esa es una actitud poco lista. Además, soberbia.
Luego están los que, simplemente, no conciben que se pueda protestar con ruido. Sus argumentos, que podrían provenir igual de Nayilibers que de haters, son amplios. Van desde que los pitidos contaminan igual que un vecino con taladro, que estresan a los perritos, que despiertan a los niños –incluyendo a la hija del presidente– y que interrumpen las clases nocturnas en Zoom o Meet de los universitarios. Pueden que en todas tengan razón. Sin embargo, también es cierto que las mejoras sociales casi nunca se fraguaron con caricias ni con música de ascensor. Además, parte de protestar es hacerse notar. Y estando así, encerrados, los cláxones o cacerolas cumplen la misma función que la marcha y la manta en las calles. El simbolismo de los pitidos, pues, bien vale la incomodidad momentánea.
Por último, están los que protestaron. Muchos no buscan romper el confinamiento ni el distanciamiento social; tampoco babean por ver cadáveres tirados en la calle, como pensaría Nayib. El eje central de su demanda es, más bien, exigirle al Gobierno más información, más orden y más apego a la Constitución. Nada que un país decente no se merezca. El problema es que la idea cayó muy pronto en las manos finas –pero sucias– de los políticos. La oposición, si a Arena y al Frente le podemos llamar así, vio una puerta abierta a una fiesta con piñata y decidieron meterse. Total, era gratis. Además, en medio de la sinfonía de pitos y cacerolas, nadie iba a saber si el que estaba dentro del carro o con el sartén en mano tenía una boina roja o la cara de d'Aubuisson en la camisa. Así que, si bien en la protesta había auténticos defensores de la Constitución, también es cierto que aparecieron ventajistas que, nomás olieron sangre, se lanzaron a hurgar en la herida abierta de la imagen del presidente.
Me parece, sin embargo, que ni los políticos infiltrados ni las incomodidades de oído por una pitazón estéreo deberían desviar la atención sobre lo importante. Y lo importante, así lo creo, es el acto de protesta de un grupo de ciudadanos que se hartó de la forma en que se ha manejado la emergencia: ocultando, desinformando y haciendo origami con las leyes. Parece que, aunque tarde, El Salvador se unió a ese despertar de países, como Guatemala, en donde, hace años, se fueron a las plazas a exigir; y eso es trascendental.
Finalmente, insisto, de todos los enemigos de la bulla organizada, el que menos debería ignorarla es el Gobierno. Muchos de esos pitos vienen de votantes desencantados, así que el Ejecutivo bien podría tomarlo como un llamado a reconciliar pasiones separadas y, como en el merengue ¿Pitaste?, ir a su encuentro. Pero si, en cambio, los funcionarios se mantienen soberbios, jugando a la guerra de hashtags para distraernos en lugar de procesar los reclamos con humildad, puede que la próxima vez que escuchen un pitido sea en día de elecciones; y en lugar de cláxones, lo que les explote en los oídos sea aquella serenata de las tres viejas notas que los salvadoreños dedicamos con cariño en el tráfico.