Las fotos poseen una estética morbosa. Filas interminables de pandilleros como si remaran coordinados o ensayaran una coreografía sincronizada. Una masa que elimina toda individualidad y privilegia las geometrías del conjunto; un organismo de hombres iguales, fabricados en serie, rapados, desnudos salvo por una calzoneta blanca, llenos de tatuajes, sentados con las piernas abiertas para tocar con el pecho al de enfrente, con las manos esposadas atrás, en contacto inevitable con la entrepierna y los testículos del reo a sus espaldas, que a su vez tiene las manos esposadas atrás, las piernas abiertas y la cabeza recostada sobre la espalda del reo de adelante. Pegados uno al otro al otro al otro, hasta el infinito visual. Tan pegados que, si en uno de los extremos alguien conectara electricidad, esta correría en cadena hasta el otro extremo. O un virus.
Sin una cámara allí, la escena no tendría ningún sentido. Los reos fueron sacados de sus celdas, colocados en el patio hasta lograr el ensamble ideal para los fotógrafos del gobierno salvadoreño. El retrato planificado de un conjunto de criminales, como un monstruo de mil cabezas sometido por la mano dura del Estado. Mano dura. Una vez más.
No hay nada espontáneo en la escena. Difundidas por Casa Presidencial, las fotos ilustraron portadas de periódicos en todo el mundo, sorprendiendo a sus editores no solo por la fuerza visual, sino por lo que declaran: propaganda, populismo, brutalidad premeditada. Una masa de seres humanos ensamblada por el gobierno salvadoreño en plena pandemia de coronavirus; acompañada, además, por un tuit del presidente Nayib Bukele, en el que autorizaba a la Policía a utilizar “fuerza letal” en el combate a las pandillas.
En El Salvador, en cambio, las imágenes –y el tuit presidencial– fueron celebradas, probablemente por las mismas razones. ¿Cómo se explica que los salvadoreños celebren lo que afuera se condena con tanta energía?
Las fotos fueron tomadas después de la mayor ola de asesinatos que este Gobierno ha enfrentado, atribuida a pandilleros de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. Sesenta muertos en tres días, entre ellos pequeños comerciantes, vendedoras, panaderos, asesinados por no pagar una extorsión. Así ha vivido buena parte de los salvadoreños desde hace tres décadas: sometidos a los designios de criminales que violan a sus hijas, que matan a sus hijos, que extorsionan y controlan comunidades enteras.
Lo confieso: después de años de escuchar relatos de horrores cometidos por pandilleros, ya no tengo estómago para decir nada por ellos. Comprendo que son un grito en nuestra cara de lo mal que lo hemos hecho como sociedad, que son ellos mismos víctimas del abandono del Estado. Que crecieron en un mundo que les dejó pocas opciones, en el que la pandilla daba sentido a una vida condenada a la miseria y en el que la violencia era su única agencia de poder o de sobrevivencia. Todo eso lo entiendo. Pero cada vez que recuerdo a las madres buscando a sus hijos o llorando el asesinato de sus hijas, me quedo con el estómago revuelto. Cada vez que escucho o leo testimonios de su crueldad, muchas veces descritos por ellos mismos, me asqueo. Son actos abominables. Ahora imagino: si esto me sucede a mí, ¿cómo pulsarán las venas de los familiares de esas víctimas?
Pocas cosas me parecen más naturales que el hecho de que esas madres y esos padres aprueben cualquier acto que someta a esos criminales y que se sientan reivindicados con cualquier acción que cause sufrimiento a los responsables de su propio sufrimiento y el de su familia. Por eso comprendo la aceptación de las imágenes de los reos en filas, como han sido celebradas las ejecuciones extrajudiciales que policías cometen contra presuntos pandilleros, ya sometidos, y como lo es la invitación de Bukele a policías y soldados a usar “fuerza letal”.
El razonamiento es muy simple: si los pandilleros son los responsables de la mayoría de los homicidios; si mantienen sometidos a cientos de miles de salvadoreños bajo su cruel dominio, si violan a sus hijas, asesinan a sus hijos y les extorsionan a ellos… Si son el cáncer de nuestra sociedad, ¿por qué criticar a quienes ayudan, de cualquier manera, a extirpar el tumor? Esa es la lógica de los fondos de las espirales de violencia. Pero no se debe extraer lecciones morales de ciudadanos desesperados. Ni exigírselas.
El problema lo tenemos cuando nuestras autoridades son las que violan la ley. Cuando los policías o soldados se convierten en captores, jueces y ejecutores. Cuando el presidente se compromete a utilizar todos los recursos del Estado para defender a policías que hayan abusado de esa fuerza letal. Cuando en plena pandemia se organiza el hacinamiento para enviar un mensaje político mediante imágenes coreografiadas del esperpento. El desprecio a los derechos humanos es escandaloso. Inmoral, sí. Pero es también ilegal.
De las autoridades debemos esperar, y exigir, que cumplan las leyes y que limiten sus actos a lo que ellas les permiten. De lo contrario, deslegitiman el sistema, las instituciones de la República. Anulan el mismo Estado de derecho que están obligadas a garantizar y que es lo que les confiere, justamente, autoridad. Y deben cumplir la ley con todos los ciudadanos. Con los que han sido buenos ciudadanos y también con los que han sido malos ciudadanos, cuyo castigo por atentar contra nuestro contrato social o contra nuestros derechos está también contemplado en la ley. Es nuestra única justificación como sociedad para mantener a seres humanos encerrados en nuestras prisiones: es el castigo previsto para quienes violan la ley. Es un principio elemental para la vida en comunidad: todos sus miembros tenemos derechos y las autoridades están obligadas no solo a respetar nuestros derechos sino a garantizarlos.
Tienen razón quienes dicen que los pandilleros son los primeros en no reconocer los derechos de los demás. Nos indignamos todos a cada nuevo reporte de las aberraciones que cometen muchos de ellos. Pero ello no exime al Estado de cumplir con sus obligaciones legales. En eso consiste el Estado de derecho. Cuando la Policía o el presidente violan la ley no están protegiendo a sus ciudadanos; sino traicionando los mecanismos diseñados para ello, que son las leyes y los tribunales que aplican justicia. Lo que hacen es convertir el país en un sálvese quien pueda en el que las leyes ya no pueden proteger a los ciudadanos. Solo la capacidad de ejercer violencia.
“No se puede hacer un mal para alcanzar un bien”, advirtió monseñor Romero en una de sus cartas pastorales, y lo repitió una y otra vez en sus homilías. Cuando se hace un mal, se alcanzan males mayores.
Casi todos esos pandilleros que aparecen hacinados, en las fotos que difundió Casa Presidencial, eran unos niños en 2003. Aquel año, el presidente Francisco Flores lanzó la primera campaña de represión contra las pandillas. Metió a policías a patear puertas en comunidades pobres, a medianoche, fusiles al frente, y a hacer redadas masivas de muchachos tatuados. En esas mismas casas estaban aquellos niños, hermanos o vecinos o hijos de los capturados. ¿Qué esperábamos que pasara con ellos? ¿Y qué esperábamos que pasara en la Policía, después de dejar impune la primera ejecución extrajudicial, y la segunda, y la tercera?
Es una constante en nuestra historia: cuando el Estado es quien viola las leyes, lo único que hace es perpetuar el ciclo de la violencia. Lo sabemos porque políticos de distintos partidos han utilizado a las pandillas para obtener réditos electorales. Su intención no es erradicar la violencia, sino rentabilizar la desesperación de las víctimas que piden soluciones urgentes a sus problemas urgentes. Exponer a los criminales para que la gente les escupa, les exprese su desprecio, les desee que los mate el virus o que se maten entre ellos o que los mate la Policía. O han pactado con ellos para que reduzcan las tasas de homicidios, convirtiéndolos en actores políticos.
La violencia, repetía Romero, solo se erradica atendiendo sus causas estructurales. Romero fue el más prominente defensor de los derechos humanos. Las autoridades que violan la ley, advertía, deben responder por esos delitos.
Traigo esto a la memoria porque, con Nayib Bukele, son ya tres presidentes quienes, acompañados por el retrato de Romero en Casa Presidencial, autorizan violaciones a los derechos humanos y arremeten contra las organizaciones dedicadas a la defensa de estos principios fundamentales. No es que los presidentes anteriores no incursionaran en los terrenos de la brutalidad; es simplemente que no contaban con el retrato de Óscar Romero en Casa Presidencial, inaugurado apenas por Mauricio Funes.
No ha sido Bukele distinto. En las últimas semanas, acusó a las organizaciones defensoras de derechos humanos de ser “organizaciones de fachada” que defienden intereses oscuros. Lamentablemente es un discurso que conocemos en El Salvador desde antes incluso de que comenzara la guerra. Y cada vez que lo hemos escuchado proviene de quien pretende violar derechos humanos amparándose en el combate a los enemigos del pueblo.
Los retratos de la masa de pandilleros son autorretratos del Estado. Concebidos como propaganda –imagen, violencia, política–, rebajan al Estado a la misma estatura moral de las pandillas como organizaciones criminales. Me explico: los pandilleros asesinan, violan, extorsionan, someten, amenazan; tienen gruesos prontuarios de actos de barbarie, de actos inhumanos. El Estado, en cambio, es humanista en su concepción. (El ser humano es, dice el primer artículo constitucional, el origen y fin de la actividad del Estado). Es civilizado. Es una diferencia fundamental. El Estado posee el monopolio de la fuerza, pero para que sea legítima debe utilizarse en apego estricto a las leyes.
En la estrategia contra las pandillas o contra bandas de secuestradores o narcotraficantes, lo que está en juego es justamente el triunfo del Estado (institucional, constitucional, de derecho) sobre quienes amenazan esos valores. Es decir, de la civilización sobre la barbarie. La paradoja es que, en vez de reformar criminales, de civilizarlos, es el Estado el que se ha brutalizado. Si esta es una guerra entre pandilleros y el Estado, como la ha planteado el Gobierno, pues parece claro quién va ganando.
El 28 de abril, tras una ola de críticas de organizaciones de jurisprudencia y de derechos humanos nacionales e internacionales, Bukele tuiteó: “Ya todos sabemos cuál es su agenda internacional, que nada tiene que ver con derechos humanos. Su agenda es defender a los que violan, secuestran, matan y descuartizan”. El 2 de mayo continuó el ataque: “Ya sabemos la agenda de esas ONG de fachada, financiadas por poderes oscuros, que quieren ver a Latinoamérica sumida en el caos. Gracias a Dios, sus comunicados y cartas, son irrelevantes en El Salvador”. Es una acusación muy popular en América Latina: los defensores de derechos humanos callan cuando los violadores de esos derechos son los criminales y solo protestan cuando los afectados son esos criminales. Por tanto, defienden criminales. Esto es, por supuesto, una falacia.
Hay cosas que los acusados de violar derechos humanos casi invariablemente pretenden desconocer: los ciudadanos afectados por los actos de otro (las víctimas de robos, de actos violentos, de homicidio, de extorsión etc.) cuentan con la protección del Estado y sus instituciones –fiscalía, tribunales– para procurarles justicia. ¿Pero quién protege a los ciudadanos cuando es el Estado mismo, o algunos de sus funcionarios, quienes vulneran los derechos de los ciudadanos?
Los defensores y procuradores de derechos humanos tienen por mandato justamente defender a los ciudadanos (los buenos y los malos) cuando las autoridades han violentado sus derechos. Para eso nacieron originalmente esas figuras. En El Salvador, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos fue creada en los Acuerdos de Paz como una garantía para que no volviéramos a quedar indefensos ante los abusos de poder. Para que los ciudadanos tuvieran adónde acudir cuando el Estado les victimizara. A todos los demás, incluyendo a las víctimas de actos cometidos por pandilleros, es el Estado el encargado de protegerlos y garantizar sus derechos. Si las instituciones no resuelven (por negligencia o malicia y corrupción), las víctimas pueden acudir a la PDDH, porque además de víctimas de un delito son también víctimas de un Estado que no les ha procurado justicia. También existen las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, que tienen como principal función la denuncia y el acompañamiento a las víctimas.
A Bukele las leyes le estorban y los derechos humanos también. Su cumplimiento y protección se interponen en la concepción de poder de un presidente que no cree en compartirlo con otros poderes del Estado y que mira obstáculos en los contrapesos del sistema democrático, llámense estos Asamblea, Corte Suprema, Fiscalía, PDDH, medios de comunicación, Human Rights Watch, Amnistía Internacional, la Alta Comisionada de la ONU para Derechos Humanos, gremiales empresariales, la universidad jesuita UCA, el Colegio Médico o cualquier otra organización que critique sus acciones. Que se interponga entre sus designios y sus tropas.
Simone Weil, la filósofa francesa que abrazó el catolicismo obrero entre las dos grandes guerras, reflexionó sobre estas cosas. Concluyó que “la brutalidad, la violencia, la deshumanización tienen un prestigio inmenso… las virtudes contrarias, para alcanzar un prestigio equivalente, deben ser ejercidas de manera constante y efectiva”.
Cuando la brutalidad se combate con brutalidad, cuando la barbarie se combate con la barbarie, el resultado es inequívocamente el mismo: la continuidad del ciclo de violencia.
Despreciar los derechos humanos y atacar a los defensores de derechos humanos tiene como objetivo político, como casi todas las expresiones de esta administración, desviar la atención del verdadero problema, que es estructural. Solucionarlo, es decir romper el ciclo de violencia, requiere justo de las medidas contrarias: de la atención a sus causas estructurales desde el respeto a la ley. Es decir, desde la civilización. Incluso con los pandilleros.