Desde inicios de la pandemia de covid-19 nos hemos visto bombardeados con todo tipo de neologismos, eufemismos y términos científicos para referirnos a la enfermedad y sus consecuencias. Muchos de ellos han entrado al idioma para quedarse y otros simplemente dejarán de usarse una vez termine la pandemia. En este artículo me refiero especialmente al eufemismo usado como estrategia desinformativa por parte de la clase política.
El eufemismo es una de las estrategias comunicativas que más utilizamos en nuestra vida cotidiana con nuestros interlocutores. Consiste en cambiar una palabra o frase que se considera tabú u ofensiva por otra que es socialmente “aceptable” o “políticamente correcta”. Lo hacemos por cortesía o cuando queremos ser respetuosos con las personas con quienes hablamos. La muerte, por ejemplo, es, en la mayoría de las sociedades, un tema tabú, por lo que en casi todos los idiomas existen alternativas eufemísticas para referirse a ella, como “pasar a mejor vida” o, más coloquialmente, “estirar la pata”. Ahora se les llama a los viejos “adultos mayores” o de la “tercera edad” y a los gordos “personas con sobrepeso”. A estos eufemismos se les llama lenguaje “políticamente correcto”.
Sin embargo, el eufemismo puede también tener un uso más oscuro para disfrazar la realidad. Frecuentemente, políticos, religiosos, comerciantes, empresas trasnacionales y otros, utilizan el lenguaje para moldear nuestras creencias, manipular nuestra percepción de la realidad y llevarnos hacia la aceptación de ideas y conceptos que, de otra forma, podríamos rechazar. Es decir, el uso del lenguaje no es inocente, aunque el lenguaje en sí mismo lo sea. Así, escuchamos a un ministro de Hacienda hablar de un “crecimiento negativo de la economía” en lugar de un “decrecimiento”; a un religioso hablar de “infidelidad responsable”, en lugar de infidelidad, a secas; y a empresas tecnológicas refiriéndose a la “obsolescencia programada” de sus productos, en lugar de decir que sus dispositivos tecnológicos están diseñados para fallar en un tiempo determinado para que el usuario se vea obligado a comprar uno nuevo.
Es debido a este poder que tiene el lenguaje de manipular la realidad que muchos políticos lo utilizan como herramienta desinformativa para falsear la realidad y confundir al pueblo, promoviendo su imagen y justificando sus acciones, que muy probablemente serían rechazadas al llamarlas por lo que en realidad son. Es decir, el uso cortés cotidiano del eufemismo que hace el pueblo se vuelve una herramienta de engaño en manos de un político, un religioso o un comerciante astuto e inescrupuloso.
En tiempos de crisis (política, económica, sanitaria, etc.), los políticos hacen sus mejores esfuerzos para justificar sus decisiones, esconder sus errores o, simplemente, vender ideas y manipular o esconder la verdad del público. La covid-19 ha hecho que políticos alrededor del mundo hagan gala de sus mejores habilidades lingüísticas para justificar sus decisiones y esconder sus errores. El presidente Donald Trump ha sido constantemente señalado por el uso de estrategias desinformativas, eufemismos y doble discurso, para justificar sus políticas, ganar adeptos o, simplemente, engañar a la población. Al nuevo coronavirus lo llamó primero “a hoax” (un engaño) y no más peligrosa que una simple gripe. Sus frases en contra de los migrantes como “the hispanic invasion” o la que nos dedicó a nosotros al llamarnos “shithole country” son famosas internacionalmente y se suman a la interpretación de su más famosa frase de campaña “Make America Great Again”, que, basándonos en su discurso político, podría traducirse como “Make America White Again”.
En El Salvador, la clase dominante no se queda atrás y siempre ha hecho uso del lenguaje para beneficio propio, utilizando todo tipo de eufemismos y doble discurso. A continuación, discuto algunos ejemplos tomados del discurso político salvadoreño en tiempos de pandemia. Por la abundancia de ejemplos, solo me referiré a algunos, pero el lector es libre de añadir los propios que haya identificado (de seguro saldría un pequeño diccionario de eufemismos y doble discurso político salvadoreño de este ejercicio).
Una de las frases más utilizadas, no solo en el país, sino a nivel mundial durante la pandemia, ha sido el “distanciamiento social” para referirse a la distancia que debemos mantener entre las personas para que las gotitas de saliva que alguno pueda lanzar al estornudar o toser no nos alcancen. Ese no es, en realidad, un distanciamiento social, sino un “distanciamiento físico” o “guardar la distancia entre personas”. El distanciamiento social se entiende como la falta de contacto o relación entre los diferentes estratos o grupos sociales que conforman la sociedad. Creo que lo peor en una situación de encierro domiciliario como la que vivimos ahora sería acentuar el distanciamiento social que ya existe en el país. Al contrario, debemos acercarnos socialmente (no físicamente), utilizando la tecnología, cuando sea posible, con los demás grupos sociales, de tal manera que la solidaridad, la cohesión social y la empatía nos permitan superar la crisis. No es lo mismo sufrir el encierro con seis familiares en una casa de 40 mts2 y con un presupuesto mínimo que pasarlo solo con 2 en una mansión de 500 mts2 con un extenso patio, piscina y área de juegos y con un presupuesto abultado.
Al encierro en casa se le ha llamado “confinamiento domiciliario”, lo cual es una contradicción semántica. Según la RAE, el confinamiento se entiende como “Pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio.” Si el confinamiento debe ser en un lugar distinto al domicilio, entonces, ¿cómo puede ser el confinamiento “domiciliario”? Más bien es un encierro o una cuarentena en casa. El verbo confinar, en sus dos acepciones, se refiere a lo mismo: i) Desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria, ii) Recluir algo o a alguien dentro de límites. Esta última definición podría justificar la frase “confinamiento domiciliario”.
Según esta definición de confinamiento, los llamados “centros de contención” en los que los ciudadanos son confinados por el Gobierno por transgredir el “confinamiento domiciliario” son, en realidad, “centros de confinamiento” o “centros de detención”. Para referirse a estos centros de confinamiento, el Gobierno ha utilizado otros términos como “centros de resguardo”. Cuando las autoridades se llevan a una persona a un centro de “detención” es porque ha cometido algún delito, pero si lo llevan a un centro de “contención” no es porque haya cometido delito alguno, aunque siempre esté detenido. Quien autoriza la “contención” no es un juez, sino el ministro de Salud, por lo que los confinados/detenidos se transforman en “pacientes” que están “privados de libertad” (algunos “pacientes” se han fugado), para usar otro eufemismo de moda. El doble discurso en este ejemplo es de libro de texto. No solo es falaz —muchos de los confinados han denunciado que se les han negado las pruebas para determinar sin son portadores del virus o, cuando les han hecho las pruebas, no se les ha entregado el resultado, lo cual es un derecho de todo “paciente”—, sino también, infortunadamente, legal, ya que se incluye en los varios decretos ejecutivos emitidos durante la pandemia.
Una de las frases del presidente Bukele que, a simple vista, pareciera nada más que metafórica, en realidad tiene la intención de justificar muchas de sus acciones durante la pandemia. Me refiero a la que pronunció en cadena nacional al referirse a la pandemia: “algunos aún no se han dado cuenta, pero ya inició la Tercera Guerra Mundial”. Comparar la pandemia con una guerra justifica muchas de sus acciones futuras. Entre ellas, justifica el uso del Ejército, el estado de sitio y el uso de todos los recursos del Estado a discreción del Ejecutivo. Es decir, estamos en guerra y, por lo tanto, cualquier decisión que se tome para no “perder la batalla” es justificable, como restringir la movilidad de las personas, detenerlas por andar en la calle, incautarles sus vehículos, invadir sus residencias y privarlas de sus derechos fundamentales. No importa, si con eso “ganamos la guerra”.
El pueblo, en general, decodifica el mensaje y comprende que estamos en guerra, y en la guerra se puede morir. El enemigo es invisible, lo portan personas que se vuelven, automáticamente, también enemigos, por lo que el pueblo acepta las restricciones impuestas por el Estado sin cuestionarlas, aunque, en realidad, no estemos en una guerra real ni los conciudadanos infectados sean nuestros enemigos. De hecho, al principio de la pandemia, cuando se identificó al paciente cero y se supo que había entrado por un punto ciego, ¡todos querían lincharlo! En ese momento, este infortunado ciudadano metapaneco, se convirtió en el chivo expiatorio de la pandemia.
Durante el último repunte de asesinatos adjudicados a los grupos pandilleriles, el presidente publicó en su cuenta de Twitter que “El uso de la fuerza letal está autorizado para defensa propia o para la defensa de la vida de los salvadoreños”. Ya nos había dicho que estamos en guerra y ahora autoriza fuerza letal para proteger a salvadoreños de otros salvadoreños, delincuentes. Frase que algunos funcionarios matizaron diciendo que era un uso “proporcional” de la fuerza letal. Es decir, con esa fuerza letal, solo los matarían “proporcionalmente”.
El objetivo de este artículo es nada más llamar la atención sobre el abuso que la clase política hace del lenguaje a través del eufemismo y el doble discurso. Al mejor estilo orwelliano, el eufemismo y el doble discurso pueden tergiversar la realidad y manipular la opinión pública para beneficio del establecimiento sociopolítico. Este uso lleva al inocente eufemismo a usos inmorales y antiéticos. Nadie es inocente. Otros actores políticos, presentes y pasados, han convertido, también, al lenguaje en una herramienta de poder y dominación.