El primer año de mandato del Presidente Nayib Bukele ha finalizado. Para muchos, aquel 1 de junio de 2019 significó el inicio de una nueva era política en nuestro país, llena de esperanza y con expectativas de cambio reales. Algo similar, quizá, a lo ocurrido diez años antes, en 2009, cuando Mauricio Funes asumió la presidencia de la República. Bukele asumió su mandato, además, prometiendo que no sería más de lo mismo, hasta el punto de asegurar que no está atado a ninguna ideología, ni a la derecha ni a la izquierda; a pesar de afiliarse a un partido político con raíces en el espectro de la derecha nacional, para presentar su candidatura presidencial.
Ahora bien, la intención de estas palabras no es hacer un análisis de la inclinación ideológica presidencial ni la veracidad o falsedad de sus discursos. Desde la perspectiva de los derechos humanos, el examen se realiza a partir de los actos estatales o gubernamentales, puesto que la defensa de la dignidad humana debe hacerse, en principio, frente a las manifestaciones del poder, para identificar si estas se dirigen hacia la protección de aquella, al ser racionales y proporcionales o, por el contrario, hacia su vulneración, si son desmesuradas, arbitrarias y hasta ilegales. Tampoco se puede negar, no obstante, que los discursos pueden promover o provocar violaciones de derechos humanos: comenzando con el honor, pasando por la libertad de expresión, hasta llegar a la integridad física, sicológica y sexual, por citar algunos ejemplos.
Para evaluar el cumplimiento de las obligaciones de respeto y protección que los derechos humanos le plantean al Estado y, en esta ocasión, al Gobierno, me concentraré en cuatro momentos claves del primer año de la presidencia Bukele: tres en relación al trascurso del mandato (al inicio, en medio y al final) y otro presente de forma transversal.
Al inicio de su mandato, bajo el discurso de que realizaría mejoras en la administración pública, promoviendo la meritocracia, el presidente inició una campaña de despidos ordenados por Twitter, argumentando que las personas despedidas se encontraban en cargos públicos solo por ser familiares de los gobernantes anteriores. Una ola de despidos que provocó múltiples demandas de amparo ante la Sala de lo Constitucional, puesto que las personas gozaban de los derechos de estabilidad en el cargo, audiencia y de defensa y, por tanto, solo podían ser destituidas mediante el debido proceso legal.
Este proceder, característico de la actual gestión gubernamental, auguraba las tensiones al principio y al derecho de seguridad jurídica. Al mismo tiempo, anunciaba la instalación de Twitter como medio de difusión del órgano Ejecutivo, más gubernativo que el Diario Oficial, inclusive. Esto también representa un atentado contra la seguridad jurídica, ya que, en muchas ocasiones, el mero anuncio de la decisión gubernamental se impone incluso antes de que el acto jurídico se haya adoptado y configurado. La difusión por medio del Diario Oficial, en cambio, implica que el acto publicado reúne, al menos, todas las formalidades de ley.
Los despidos fueron acompañados por el cierre de diversas instancias gubernamentales, particularmente, varias secretarías de la presidencia de la República, instancias que representaban la institucionalidad encargada de velar por el cumplimiento de distintos derechos sociales, económicos y culturales, o de grupos vulnerables o vulnerados. Si bien se trató de enmendar la deficiencia generada, trasladando formalmente tales responsabilidades a algunos ministerios. Esto fue insuficiente, porque los destinatarios no las asumieron decididamente o porque las recibieron, pero sin la respectiva asignación presupuestaria para atenderlas. Este fue el caso, por ejemplo, de la atención a la población de la diversidad sexual y a las víctimas del conflicto armado, cuyo acompañamiento efectivo ha quedado truncado o es insuficiente.
Visto desde la perspectiva del principio de progresividad de los derechos humanos, junto a la prohibición de regresión de los mismos, la decisión presidencial de eliminar tales secretarías, sin garantizar que otras instancias gubernamentales asumieran el seguimiento de sus actividades de forma adecuada y suficiente, ha implicado el retroceso en la protección de tales derechos o grupos sociales. La eficacia de los derechos humanos no solo implica el reconocimiento formal de los mismos, sino que también requiere de su consecución material a través de la institucionalidad pública. En definitiva, al cercenar tales secretarías y no garantizar el debido cumplimiento de las responsabilidades gubernamentales, frente grupos vulnerables o vulnerados, el presidente Bukele afectó negativamente la progresividad de los derechos humanos, facilitando su regresión, hasta ahora.
Los informes que supuestamente habrían justificado los despidos y la desaparición de las secretarías fueron declarados reservados por la presidencia de la República. Un atentado, esta vez, contra el derecho de acceso a la información pública y un incumplimiento a la obligación gubernamental de transparencia y rendición de cuentas sobre asuntos de relevancia social, por su relación con los derechos humanos.
A la mitad de su mandato, el presidente tuvo la oportunidad histórica de saldar la deuda que este país carga con las víctimas civiles del conflicto armado. No obstante, fiel a su discurso de darle la vuelta a la página de la posguerra – al fin–, decidió continuar con esa deuda histórica, al menos en lo que respecta al derecho a la reparación. Si bien criticó y vetó la Ley de impunidad que aprobó la Asamblea Legislativa, no buscó promover el diálogo con las distintas organizaciones de víctimas y de derechos humanos, ni ejercer la iniciativa de ley que le asiste, con el fin de presentar un proyecto de ley alternativo al promovido por los grupos parlamentarios, o respaldar el de las víctimas. Al contrario, en su veto expuso algunos argumentos contrarios a los reclamos históricos de estas.
Entre otras cosas, enfiló su veto contra el capital fundacional del fondo que serviría para el financiamiento de las medidas de reparación a favor de las víctimas. Previo a hacerlo, por ejemplo, el presidente pudo haber generado un diálogo con las organizaciones para abordar temas como este. Se opuso a la impunidad, pero también negó el financiamiento para la reparación. Una actitud que contrasta con la decisión de este Gobierno de aumentar el fondo para las compensaciones de los veteranos y excombatientes, es decir, quienes integraron las partes beligerantes del conflicto armado.
Por otro lado, no se puede negar que la actual presidencia, antes de la pandemia, mostró una especial atención hacia las víctimas de El Mozote. Algo que está muy bien. Sin embargo, hasta donde se conoce, la lógica de intervención en la comunidad responde a la perspectiva tradicional del desarrollo local, como obligación genérica del Estado. Es decir, el actuar gubernamental no responde a un enfoque de atención con fines de reparación y restauración, donde la comunidad no es un mero objeto de la intervención estatal, sino que es sujeto activo en el diseño, planificación, ejecución y evaluación de la misma. Dicha intervención debe buscar la promoción y el empoderamiento de la comunidad como actor social independiente y capaz. De confirmar que el actuar gubernamental se guía desde lo tradicional, aún queda mucha tarea pendiente desde la perspectiva de los derechos humanos.
En los aspectos simbólicos de la justicia transicional, también se han observado preocupantes vaivenes de parte del actual Gobierno. Por un lado, en junio de 2019, se ordenó retirar el nombre del teniente coronel Domingo Monterrosa al cuartel de San Miguel, por ser uno de los acusados como actores intelectuales de la Masacre de El Mozote. Pero un mes después, en julio del mismo año, le otorgó una condecoración militar al general Juan Orlando Zepeda, uno de los acusados en la Masacre de la UCA (Caso Jesuitas). Además de generar confusión y dudas en cuanto a su compromiso con la superación de la impunidad, también deja una deuda pendiente de cara a las víctimas, porque comportamientos gubernamentales contradictorios como este pueden generar un sentimiento de revictimización entre la población civil que sufrió graves violaciones de derechos humanos, en el contexto del conflicto armado; incumpliéndose así la jurisprudencia constitucional e internacional relativa a la justicia transicional.
En el momento actual, mientras transcurre la pandemia y el presidente Bukele lucha por imponer su estrategia sanitaria, las transgresiones contra los principios de división de poderes y de sometimiento al ordenamiento jurídico, por los ataques contra la Asamblea Legislativa y la Sala de lo Constitucional, también producen más inseguridad jurídica y atentan contra la obligación presidencial de procurar la armonía y tranquilidad en el país, la que estaría relacionada con el derecho de la sociedad a la paz y el buen gobierno.
Otra preocupación es la provocada por la lógica presidencial que subyace en el discurso justificativo de su estrategia sanitaria. Las acciones gubernamentales, principalmente encaminadas a restringir algunas libertades, se pretenden justificar en la protección a la salud y la vida, como únicos derechos a protegerse durante la pandemia, al menos hasta ahora. Un discurso que, además, contrasta con los hechos, dado que las primeras muertes de personas albergadas no fueron causadas por el virus, sino por la supuesta falta de atención médica dentro del Hospital Saldaña. Ahora, en la cuarentena especial, algunas personas con enfermedades crónicas tienen problemas para asistir a sus controles médicos, por la prohibición de todo tipo de transporte público y la incapacidad gubernamental de brindar este servicio de forma suficiente.
La manera cerrada en la que el presidente presenta esta –aparente– protección rompe con la naturaleza interrelacionada de los derechos humanos, donde ninguno es superior al resto. Anula, también, la obligación de guardar la racionalidad, razonabilidad y proporcionalidad de las medidas adoptadas, que deberían ser médico-científicas, tal como lo exige la protección de los derechos humanos cuando colisionan dos o más. Es decir, los planteamientos presidenciales, hasta ahora, ahogan la posibilidad de ejercer una efectiva promoción y protección de los derechos humanos, tal como debe ocurrir en cualquier circunstancia, de acuerdo al contexto concreto. Este modo de proceder rompe, sin duda, con lo dispuesto por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su resolución 1/2020, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en su Declaración 1/2020, y en la jurisprudencia dictada por la Sala de lo Constitucional durante la pandemia.
Estamos frente a una lógica peligrosa, porque, de imponerse, podría abrir la puerta a que los únicos derechos que importen, y las únicas vías para su protección, serían las impuestas por el presidente.
Finalmente, un aspecto que ha caracterizado el actual periodo presidencial, hasta ahora, es el ataque o la estimulación del mismo, entre sus seguidores, contra quienes son etiquetados como opositores, parte “del 3 %”; una etiqueta que también se les coloca a periodistas y personas defensoras de derechos humanos, por el simple hecho de realizar su labor democrática. Un ataque que se vuelve más generalizado, sistemático y virulento cuando se realiza en contra de mujeres.
Esta circunstancia ha provocado a lo largo de este año que un buen grupo de personas haya sido objeto de discriminaciones, marginaciones, censuras y hasta de amenazas contra su vida e integridad, física y sexual, y la de sus familiares, sin que las autoridades gubernamentales se hayan pronunciado ni llamado a su erradicación, ni siquiera a la calma. Esta omisión implica, en el caso del presidente, el incumplimiento de su obligación constitucional de procurar la armonía, tranquilidad y paz social, en las redes sociales, en este caso. Un llamado como este está al alcance del presidente, si lo quisiera. Así lo hizo en enero pasado al ordenarle vía Twitter a Walter Araujo, una de las personas más agresivas en redes sociales, que dejara de estar peleando y siguiera transmitiendo su programa Toda la verdad: un programa desde donde, en muchas ocasiones, lanza diatribas mordaces en contra de los etiquetados como opositores.
Ahora bien, como todo comportamiento, lo descrito anteriormente es posible cambiarlo, solo falta querer hacerlo y buscar la ayuda adecuada, sobre todo si el comportamiento se ha convertido en un vicio.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, aún falta mucho por hacer, ya que más allá de que el actual Gobierno no se defina ni de derecha ni de izquierda, las acciones gubernamentales que ha emprendido o mantenido –como ocurre en la seguridad pública, por la lógica militarista y militarizante–, continúan tensionando o vulnerando los derechos humanos de todas las personas y de grupos sociales específicos.
Tal como bien lo ha planteado el presidente Bukele en reiteradas ocasiones, antes y durante la pandemia, es una locura hacer lo mismo esperando un resultado distinto, y el señalamiento de deficiencias o errores sirve para corregir y mejorar. La oportunidad de romper con lo mismo de siempre, con la tradición de vulnerar los derechos humanos, imponiendo visiones sin generar un verdadero diálogo y participación social, con respeto y protección de las diferencias y las minorías, es una oportunidad que está ahí, y que podría comenzar a aprovecharse desde ya, con hechos más que con palabras.
Después de todo, los derechos humanos, todos y para todos, no son obstáculos de nada. Por el contrario, son potenciadores de la dignidad humana y del quehacer estatal, pues lo que procuran es que las cosas se hagan bien, con base en las reglas del Estado democrático de Derecho; logrado, en gran medida, gracias al sacrificio de las mayorías populares y de las víctimas civiles que sufrieron el conflicto armado.