Nayib Bukele cumple un año de presidencia atrapado en el combate a la pandemia de covid-19 y golpeado por la tragedia de la tormenta Amanda, que en un fin de semana ha causado una docena de muertos y deja a miles de familias sin vivienda. Dos crisis de enormes dimensiones en un país en crisis perpetua. Un país que esperaba encontrar en Bukele, un empresario joven y enfrentado con los partidos tradicionales, un cambio, una mejora, modernidad, una respuesta distinta.
La aplastante mayoría de los salvadoreños aún le respalda. Aplauden su agresividad verbal y creen todavía en ese cambio, aunque las señales apuntan en dirección contraria.
Su respuesta a la amenaza de Amanda sirve para ilustrarlo. El presidente declaró alerta amarilla el miércoles 27, por Twitter, dando una orden vacía al director de Protección Civil, la persona que en teoría debió hacer ese anuncio a partir de criterios técnicos. Cuando el sábado 30 arreciaron las lluvias y se declaró alerta naranja, nada había sucedido: ni despliegue preventivo, ni coordinación territorial, ni evacuaciones, ni disposición de albergues.
Los ríos desbordados, las inundaciones de casa, los deslaves, las muertes, llegaron como si fuera una sorpresa y barrieron la capacidad gubernamental, de por sí limitada porque Protección Civil estuvo desactivada durante los casi tres meses de emergencia por la pandemia y que este gobierno no ha querido utilizar la Política Integral Para Gestión de Riesgos que heredó del anterior ni la ha sustituido con una nueva. Cuando el domingo por la mañana se decretó la alerta roja, el país ya había sufrido los efectos de un nuevo desastre. Esa misma noche, el presidente, iracundo, apenas tuvo palabras para las víctimas pero buscó culpables: desde la comunidad Nueva Israel, una de las más golpeadas en la capital, insultó a los diputados, culpó a la oposición y despreció a la prensa.
Es una pincelada más en el retrato del primer año de la administración Bukele. Una confirmación de su negligencia, de que su obsesión por la imagen se combina con una creciente tendencia a improvisar, de su alergia a la institucionalidad y su patológico rechazo a la crítica. No se puede culpar al gobierno actual de la vulnerabilidad de El Salvador, consecuencia no solo de la irresponsabilidad de gobiernos anteriores sino también, de forma indirecta, de los millonarios desfalcos de dinero público perpetrados, desde sus esferas más altas, por gobiernos de Arena y el FMLN. Pero sí recae sobre Bukele la responsabilidad de haber desmantelado la frágil institucionalidad que heredó, sin construir una nueva.
La decisión de no nombrar gobernadores departamentales, anclaje territorial del Estado en caso de emergencias, es parte de un patrón. En sus primeros días en el cargo, Bukele eliminó por decreto, sin análisis técnico ni legal previo ni más explicación que la del ahorro de plazas, cinco secretarías entre las que estaban la de Transparencia, la de Inclusión Social -responsable de los primeros pasos que había dado El Salvador en política de género y combate a la discriminación de población LGBTI- y la Secretaría Técnica, entidad encargada de la planificación y la estrategia gubernamental. Las borró de la estructura estatal sin crear nada en su lugar. Un año después, sufrimos las consecuencias de esos y otros vacíos en la gestión de un hombre tan ansioso por acumular poder como decidido a no transparentar cómo y a través de quiénes lo ejerce.
Hace mucho que perdió sentido excusar el caos gubernamental con palabras como inexperiencia o restructuración. Si asumimos que el primer año de un gobierno es un periodo de adaptación, de asentar un equipo de trabajo, también sirve para que se defina el estilo de un nuevo gobernante, sus principios y su relación con el resto de actores políticos y sociales del país.
Acuerpado por una popularidad inédita en nuestra vida democrática, Bukele pudo aprovechar su enorme capital político para unir a un país dividido durante décadas por ideologías, abrirse al diálogo y al concurso de una sociedad civil capaz y dispuesta a ayudarle a liderar las transformaciones urgentes en el país, sobre todo en materia de combate a la corrupción y a la pobreza, y en mejor distribución de la riqueza. En vez de eso, decidió gobernar con un discurso constante de odio contra sus críticos y cerrarse a cualquier idea que no salga de su entorno.
Rodeado de un equipo de trabajo de cuestionable solidez técnica pero lealtad absoluta a su líder, y asesorado por un pequeño círculo de confianza formado por sus hermanos y otros familiares, Bukele no consideró necesario conocer el funcionamiento de un Estado al que gobierna de manera errática, y del que le incomoda cualquier sistema de control, toda expresión de la independencia y sujeción mutua de poderes.
A lo largo de este año no solo ha insultado regularmente sino que ya ha desconocido en varias ocasiones al poder legislativo y a la Corte Suprema de justicia, y descalifica a diario no solo a la oposición política sino a toda organización civil o expresión ciudadana que se interponga en su camino. Se ha autoproclamado intérprete legítimo de la Constitución y roto en más de una ocasión el cuerpo de leyes que juró cumplir.
Hay que destacar desde luego logros en su primer año de gestión. Destaca la notoria reducción de la tasa de homicidios, en sus niveles más bajos desde que se comenzaron a llevar registros confiables. Aunque no está clara la actual política de seguridad y son una nebulosa las razones del descenso, es cierto que hoy los salvadoreños se sienten mucho más seguros.
También hay que aplaudir su velocidad de reacción a la pandemia de covid-19 y las medidas drásticas que frenaron el impacto del virus en nuestro maltrecho sistema de salud. Lamentablemente, sus audaces medidas iniciales no fueron acompañadas de protocolos sanitarios, opiniones científicas o mínima planificación de medio plazo o articulación con otros actores, causando un caos en la distribución de ayuda; centros de cuarentena que se convirtieron en focos de contagio; desorden y falta de recursos en hospitales; brutales abusos de poder por parte de las fuerzas de seguridad a las que se encomendó hacer valer la cuarentena; una reiterada resistencia a rendir cuentas de los millonarios fondos utilizados para la emergencia; incapacidad para lograr acuerdos y coordinación mínima con otros organismos de Estado; y la mentira y la descalificación como principal herramienta para evadir estos problemas. La crisis por la pandemia ha revelado al peor Bukele y se ha convertido en una crisis institucional.
Pero cuando llegó el virus, Nayib Bukele había sumido ya al país en una profunda crisis política y constitucional.
La militarización y toma de la Asamblea Legislativa, el 9 de febrero, indicó definitivamente el rumbo de esta administración: el irrespeto a la Constitución, el atropello a otro órgano de Estado, la instrumentalización política del Ejército y la Policía, el populismo y el mesianismo de un jefe de Estado que usurpó la silla del presidente del Congreso para preguntar a algún dios si disolvía o no el poder legislativo. Un acto tan violento contra nuestra vida democrática difícilmente se borrará de la memoria nacional.
No fue un exabrupto sino el paradigma de una forma de gobernar. El punto de no retorno de un hombre sin visión democrática de Estado, que entiende la política como un conflicto permanente con cualquiera que mínimamente desafíe su poder absoluto y la escenificación constante de ese poder.
En vez de utilizar su enorme caudal político para llevar al país a un nuevo estadio de bienestar, en vez de impulsar consensos de largo plazo y encabezar transformaciones eternamente postergadas, Bukele ha utilizado su liderazgo para debilitar cualquier resistencia a su visión autoritaria, que espera consolidar por la vía de las urnas en la elección legislativa de febrero de 2021.
Sus seguidores, aparentemente decididos a entregarle el poder legislativo, no valoran aún que, al despreciar el estado de derecho, Bukele desprotege a los ciudadanos, que ni siquiera saben ahora qué derechos tienen ni cómo hacerlos valer. Que la falta de seguridad jurídica y el irrespeto a las leyes tendrá también consecuencias económicas a corto plazo, porque la fascinación internacional que el presidente despertó en sus primeros meses se ha resquebrajado, y no será fácil atraer inversión a un país cuyo presidente desconoce la ley y utiliza la fuerza del Estado para cerrar, como ya lo ha hecho, empresas cuyos propietarios le son incómodos políticamente.
El nivel de popularidad y respaldo a Nayib Bukele, el mayor entre los presidentes de todo el continente, debe despertar una profunda reflexión, entre quienes le aplauden y entre sus críticos. Encuentra una explicación evidente en la total ausencia de liderazgos alternativos en el país, en el desprestigio de los partidos de oposición y, no menos grave, en la reiterada filiación de buena parte de la ciudadanía por políticos que prometen mano dura. El autoritarismo, hace años que lo advierten las encuestas, no es un problema para la mayoría de salvadoreños, a quienes la democracia ha sido incapaz de resolver necesidades urgentes y que idealizan liderazgos mesiánicos.
No es casualidad que, en sus momentos más difíciles, cuando algunas de sus decisiones se han demostrado equivocadas y los cuestionamientos desde la sociedad civil y los organismos internacionales han arreciado, el presidente esté insistiendo en el uso de Dios como guía y argumento. Sus seguidores deberían preguntarse si no son esas -la opacidad, el ataque a toda crítica, el discurso religioso- maniobras que ya utilizaron presidentes anteriores de los que Bukele presume de distinguirse.
Pero el mayor desafío es, un año después de la llegada de Nayib Bukele al poder, para quienes proclaman defender la democracia. Este gobierno no cambiará su estilo confrontativo y antidemocrático. Es su naturaleza. El reto, frente a ello, es extremo. Implica la participación activa de ciudadanos en la construcción y defensa de la democracia. Requiere la dignificación urgente de los partidos políticos, que han preferido todos, hasta hoy, defender a sus miembros más nocivos por encima de sus propias ideas y de su responsabilidad ante la nación. Supone acción y la palabra inmediata,constante, plural, valiente, para evitar que continúe el retroceso institucional.
Y sabedores de que hay múltiples factores sociales y políticos que han colocado una alfombra roja a este gobierno antidemocrático, enfrentarlo pasa también por la autocrítica, por escuchar, comprender y hablar a los salvadoreños que no creen que el país se encamine a un abismo. O que están dispuestos a lanzarse a él.