Existe un lugar especial en la historia para aquellos líderes que producen transformaciones importantes en la sociedad. Pase lo que pase, Nayib Bukele ya se ganó un lugar en la memoria histórica del país. Se lo ha ganado porque su gestión va a marcar el punto de inflexión en El Salvador: o el país se hunde definitivamente en el caos y en la miseria, como producto de la incompetencia y el autoritarismo del gobierno de Bukele, o el país se reconstituye y se levanta como producto de la necesidad de resistir al asalto autocrático del actual presidente. En otras palabras, Bukele transformará al país para bien o mal. Tal y como van las cosas, los signos apuntan, desafortunadamente, a que lo hará para mal. Bien mal.
Para ser justos, él no será el único responsable. El pecado original no es el suyo. La prominencia de un presidente que se comporta de forma infantil, opaca y antidemocrática es el resultado de años de corrupción, impunidad e incompetencia de quienes gobernaron en el pasado. Es también el resultado de élites económicas y sectores organizados que antepusieron sus intereses personales y muy particulares a costa del desarrollo y la institucionalidad del país. Bukele es el fruto de la podredumbre que los políticos y sus aliados sembraron en el país por muchos años.
Bukele tiene razón cuando culpa a los gobernantes anteriores de muchos de los problemas de los que adolece actualmente el país. Hugo Chávez, el difunto populista venezolano, también tenía razón cuando culpaba a los partidos y al establecimiento político tradicional de los males de su país. Chávez, sin embargo, utilizó esa excusa para acumular poder y desmontar todo el aparato institucional, incluidas las organizaciones que habían contribuido al desarrollo de Venezuela. Bañado de popularidad, Chávez destruyó a un sistema democrático —que sin duda tenía serios problemas— y lo orilló al abismo de la dictadura. Ahora, la miseria social generalizada reina en Venezuela a pesar de la riqueza de su territorio.
El Salvador, en cambio, no tiene otra fortuna más que su gente. Pero con Bukele El Salvador podría enfrentar un futuro similar, sino acaso peor, porque su Gobierno no tiene ni los recursos ni la capacidad de liderar al país.
Al centro de la estrategia de gobernanza de Bukele se encuentra la expansión y robustecimiento de las fuerzas de seguridad, no el desarrollo de las instituciones de representación cívica ni tampoco el fortalecimiento de las entidades que generan capital humano y social. En ausencia de una base partidaria y territorial propia, Bukele ha convertido a la Policía y al Ejército en sus bases políticas. El llamado Plan de Control Territorial no es un plan de seguridad pública, es, fundamentalmente, una estrategia de control político. Para asegurar lealtades, ha colocado personajes cuestionables al frente de las instituciones de seguridad y ha comprado sus voluntades con incrementos significativos en los presupuestos de los aparatos represivos del Estado. Bajo este Gobierno, la misma Policía que separa familias arbitrariamente, organiza jornadas de oración ignorando el carácter laico del Estado. La misma Policía que, siguiendo la tradición del Ejército en tiempos de la guerra, viola los derechos humanos de cualquier ciudadano pobre, también organiza campañas de acción cívica con los paquetes alimenticios para ganarse a la población. La emergencia generada por la pandemia le ha servido al Gobierno como excusa para ensayar la severidad con la cual puede usar los instrumentos del Estado para someter a la población.
No hay duda alguna de que la magnitud de la amenaza generada por la covid-19 exige respuestas extraordinarias y que el Gobierno tiene el deber de proteger la vida de todas las personas. Pero la crisis exigía el liderazgo y las respuestas de los aparatos de protección civil y de sanidad, no del aparato coercitivo del Estado.
Si alguien tiene dudas de lo que este presidente es capaz de hacer para mantenerse en el poder, basta con regresar al 9 de febrero de 2020. Con solo ocho meses en el poder, Bukele utilizó las fuerzas de seguridad para tomarse la Asamblea Legislativa y amenazar a quienes se le oponen. Fue incapaz de dialogar y volvió al pasado, al pasado más retrógrado, el cual utiliza la razón de las armas para resolver las diferencias políticas.
En el transcurso de un año, y escudado en la emergencia generada por la covid-19, Bukele ha sumido al país en el caos institucional, ha debilitado los mecanismos que frenan el abuso del poder y ha sometido a miles de salvadoreños a mucho más sufrimiento que la pandemia podría generar en las primeras etapas. Con decisiones antojadizas que rayan en la crueldad, el gobierno de Bukele es el responsable de varias muertes que no debieron haber ocurrido bajo una emergencia de salud pública. Con la excusa de la pandemia, Bukele y sus colaboradores han desatado el proyecto más ambicioso, sistemático y descarado de perversión de la función pública desde el fin de la guerra civil. Al mismo tiempo, han dado rienda suelta a las mismas prácticas groseras de nepotismo y falta de transparencia de administraciones anteriores.
Bukele ha convertido al país en un gran calabozo en un momento en el cual las energías institucionales debieron estar enfocadas en la implementación de un sistema de Protección Civil eficiente. Luego de más de dos meses de encierro, de numerosos decretos confusos, de millones de dólares en proyectos improvisados, El Salvador no está en mejores condiciones de enfrentar la crisis de la pandemia. Todo lo contrario. Las hipérboles del presidente, de sus cómplices en el Gobierno y de sus secuaces en las redes sociales son incapaces de ocultar el hambre y la desesperanza que ya predominan en el país.
Lo más desconcertante de todo esto es que la crisis apenas comienza. El gobierno de Bukele ha sido incapaz de articular un plan consistente y realista que cuente con el apoyo de todas fuerzas sociales relevantes del país. En su lugar, ha demandado pleitesía incondicional y ha quemado los puentes necesarios para reformar el aparato institucional de forma eficiente.
Al impacto sobre la salud de la población se sumará inexorablemente un país en quiebra e incapaz de generar las oportunidades, los empleos y la riqueza necesaria para enfrentar las penurias que se avecinan. A la crisis generada por la emergencia sanitaria se sumarán desastres naturales que, como Amanda, prolongarán el sufrimiento de la población y la bancarrota del país.
Pero existe una oportunidad. La arremetida autocrática de Bukele es de tal envergadura y su resistencia a rendir cuentas es tan insolente que muchas ciudadanas y ciudadanos se están sintiendo en la necesidad de alzar su voz y organizarse en nuevos vehículos de participación ciudadana y representación política. Muchas personas han comprendido que si bien la democracia electoral puede tener sus limitaciones, es mejor que el autoritarismo que el país tanto luchó para dejar atrás.
El gobierno de Bukele no resolverá los problemas del país. Todo lo contrario. Su incompetencia y autoritarismo agravarán mucho más la crisis. La salida pasa por establecer mecanismos de rendición de cuentas, pasa por la organización ciudadana para monitorear las acciones del Gobierno y contribuir a las soluciones en beneficio de las mayorías. Pasa también por abrir canales de diálogo entre las diversas fuerzas sociales para enfrentar los desafíos de forma sostenida y coordinada. Esa tarea no será fácil. Este Gobierno no tiene vocación para el diálogo ni para el respeto de la institucionalidad. Pero lo peor que puede suceder es resignarse y permitir que El Salvador se hunda definitivamente.