Los gobernantes siempre han entendido a El Salvador como una finca de café, a los funcionarios como sus capataces y administradores, y a la población como meros peones.
Desde finales del siglo XIX, cuando se empezaron a sembrar los primeros cafetos y a expropiar las tierras ejidales y comunales para sembrar esa planta de moda, El Salvador ha funcionado de esa manera. Hombres con mucho capital traslapando el desarrollo económico del país con el de ellos mismos; legislando en función de los intereses de grupos muy pequeños. Durante el siglo XX esto llegó a tal grado que, entre 1913 y 1931, un solo grupo de familias, los Melendez-Quiñones-Romero, gobernaron pasándose el poder como si fuese la batuta en una carrera de relevos.
El autoritarismo estaba tan enquistado en esa política caudillista, y en la sociedad misma, que el primer presidente del siglo XX, elegido con modernos sistemas democráticos, apenas duró nueves meses. Sí, como un embarazo. El presidente Arturo Araujo, quien llegó al poder lleno de ideas extrañas, como democracia, libertad de prensa, derechos laborales, fue derrocado por un militar con evidentes signos de afecciones psiquiátricas: el general Maximiliano Hernández Martínez, su propio ministro de Guerra. La oligarquía cafetalera prefirió al general que al hombre de ideas nuevas. Prefirieron seguir en la finca en vez de habitar una República.
Ese general de excéntricas ideas teosóficas gobernó por 13 años, tiempo en el que trató de imponer sus creencias esotéricas a todo el país. El dictador, para darles un ejemplo, se automedicaba con unas extrañas aguas azules, las mismas que recomendaba en sus discursos radiofónicos tomar a toda la población para protegerse de epidemias como la viruela y el cólera. Si las aguas azules eran buenas para el dueño de la finca, ¿por qué no para los mozos?
Este error nos costó caro. Carísimo. Este hombre mutiló al país, o terminó de hacerlo, de una de sus expresiones culturales más ricas: la cultura indígena del occidente salvadoreño. La Guardia Nacional, por mandato suyo, anegó con sangre las revueltas indígenas de 1932. El general le dio una amarga medicina al “problema indígena”. Alrededor de 30 mil indígenas fueron masacrados como a una plaga peligrosa. Esos son los costos cuando la política tiene en su corazón la lógica de la finca. Esos indígenas no regresarán y esa cultura se perdió casi en su totalidad para siempre. La finca siguió operando durante décadas, con lentas y mínimas variaciones de estilo.
Luego del general vinieron otros dueños, siempre con el general o el coronel antecediendo su nombre. Luego vino la guerra, el tiempo de los dueños ungidos por los Estados Unidos, los dueños de la gran finca americana. Luego les llegó la hora a los empresarios. Todos, sin excepción, tratando a El Salvador como su propiedad, metiendo y sacando mano de la caja fuerte, castigando a los mozos rebeldes y repartiéndose las parcelas y los frutos entre ellos. Siempre entre ellos.
En mi caso, y en el caso de muchos de mis amigos y familiares, creímos que esa lógica se terminaba cuando llegó al poder un hombre sin pasado político y con un discurso que manaba esperanza por todos los orificios. Un discurso de “nueva izquierda”. Se llamaba Mauricio Funes.
Yo no solo voté por él. La esperanza me alcanzó para ir ese domingo 15 de marzo de 2009 al redondel Masferrer a celebrar junto a miles de salvadoreños. Dentro de nuestra ingenuidad de muchachos, ese día se rompía esa maldita tradición de la finca. Se acababa por fin la era de los gobernantes que metían manos en las arcas del Estado, como hacendados codiciosos, hasta dejarla en bancarrota. Creímos que esa línea, apenas interrumpida por Araujo, de cafetaleros, militares y empresarios llegaba a su fin.
Esa noche nos subimos a un árbol junto a un amigo para ver a esa nueva era encarnada en aquel hombre en la tarima, parado junto a los viejos comandantes de la guerrilla. Admito, sin vergüenza pero con dolor, que fui uno de los que cantó, borracho y orgulloso, el himno nacional ese día. Creímos que las cosas habían cambiado, pero a los meses empezó a circular una pomposa caravana presidencial por las calles de San Salvador con hasta 14 vehículos. Luego, sin ningún consenso, ese presidente dio a financistas de su campaña contratos estatales.
El periodista Sergio Arauz, mi amigo, publicó una nota sobre estas irregularidades, donde además estaba involucrado el hijo del presidente. Al siguiente día, el muchacho le llamó para amenazarlo: “¿Vos creés que no te puedo dar verga?”, le dijo. Esa misma semana, el guardaespaldas de ese muchacho, amenazó y abofeteó en la cara a Sergio. Otra vez regresó el maldito olor a finca, otra vez los fantasmas de los capataces y el peso aplastante de los sacos de café sobre nuestra espalda.
A ese hijo del presidente me lo encontré varias veces, entrada la madrugada, en un bar de la colonia Escalón. Le gustaba formar a sus guardaespaldas, miembros de la PNC y del batallón presidencial, frente a él. Los policías hacían un semicírculo con las manos en las pistolas y el muchacho les decía, con la mano, a quién podían dejar entrar y a quién no a ese semicírculo. En dos ocasiones vi a esos mismos policías ayudarle a bajar las gradas y entrar, balbuceando, a camionetas propiedad del Estado. Sentí en esas noches el olor dulzón del café recién cortado. Aunque formalmente vivía en una República, escenas como esa me trasladaron de nuevo a una finca.
Luego vinieron los zapatos Ferragamo, los viajes en jet privado, los regalos costosos, los habanos con su cara impresa, los bustos de sí mismo, las donaciones privadas de dinero oscuro, los desfiles en carros de lujo, las colecciones de armas, los negocios ficticios. Con los años las investigaciones periodísticas y fiscales encontraron que este hombre extrajo del Estado, en buena medida dentro de bolsas de basura, más de 300 millones de dólares. Ahora vive asilado en otra finca, la de la familia Ortega-Murillo, una propiedad que antes fue de los Somoza, desde donde se burla de nosotros casi todos los días desde Twitter.
Una administración después, la del presidente Salvador Sánchez Cerén, que se caracterizó por la violencia y la represión, llegó el nuevo presidente Nayib Bukele, con su color cian, con sus calcetines azules, con su irreverencia hacia los dos partidos grandes, esos que se creían invencibles, esos que nos creían adictos a ellos. Ese hombre, en menos de diez años, vaporizó el sólido sistema de partidos salvadoreño. Les hizo daño a esos partidos de la Guerra Fría. Fue tan fácil. Estábamos todos tan hartos. Yo mismo apoyé con mi firma el movimiento Nuevas Ideas. La esperanza no me alcanzó para marcar la bandera de Gana en las presidenciales, pero compartí –lo admito y esta vez con un poco de vergüenza–, la sensación de que todo cambiaría. La sensación de que empezaba una nueva era en la política. Fue agradable ver a esos viejos políticos malvados por fin cabizbajos, por fin perdiendo.
Una de las primeras cosas que hizo el presidente Bukele al llegar al poder fue destituir de sus cargos a gran parte de los familiares de los funcionarios del anterior gobierno. Que cólera nos dio a todos darnos cuenta de la cantidad de personas que no estaban ahí por sus credenciales, sino por compartir sangre con los excomandantes. Sabíamos de estos cargos, pero no que eran tantos. Solo el expresidente Sánchez Cerén tenía 10 miembros de su familia trabajando en el Gobierno. ¡Diez! Bukele hizo estos despidos como un exabrupto de momento, a modo de escarnio público y lo hizo por Twitter, pero igual nos alegramos. Era nuestro dinero el que se estaban llevando a sus bolsas. Era nuestro Estado el que estaban arruinando con su inoperancia y su corrupción. Pero, entonces, el presidente puso en varios cargos a sus familiares y amigos…
El presidente Bukele, ese hombre de ideas cian y debilidad por maltratar a la política ortodoxa, colocó a su hermano al frente del Instituto Nacional de los Deportes, a uno de sus parientes al frente de la Secretaría de Comercio. Dio a los primos Anliker, sus amigos de infancia, el Ministerio de Agricultura y Ganadería, y la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma (CEPA). Colocó a su primo al frente del partido que creó con tremendo apoyo popular y el cual vendió como un proyecto amplio y diferente. Y esto por hablar solo de algunos puestos. Ahora, en tiempos de pandemia y de crisis, nos hemos dado cuenta de que, además de estos cargos, otro de sus hermanos es una especie de comisionado presidencial para negociar con los diputados de diferentes partidos. Incluso ha dado declaraciones públicas donde se refiere al Gobierno como “nosotros”.
Cuando los periodistas le preguntaron por este último “cargo”, el presidente dijo que se debía a que su hermano era de su confianza. Agregó que si no nos gustaba “que nos aguantáramos”. Tiempo de siembra en la finca.
Este protagonismo familiar no lo veíamos desde los años de los Meléndez, aquellos cafetaleros oligarcas que menciono al principio de esta columna.
El viernes 7 de febrero, en medio de una negociación por la aprobación de un préstamo para sus planes de seguridad, el presidente convocó a una concentración frente a la Asamblea Legislativa , como forma de presión hacia los diputados. Decenas de empleados públicos fueron obligados a asistir el domingo 9 de febrero. Vehículos de varias instituciones de gobierno fueron usados para acarrear a las personas hacia la Asamblea. Luego apareció el presidente, rodeado de un impresionante despliegue militar. Dio un discurso. Se dejó aplaudir. Insultó. Posteriormente, junto a decenas de militares con fusiles y en uniforme de faena, invadió el Salón Azul. Se sentó en la silla del presidente del congreso y rezó. Se cubrió la cara con las manos, murmuró, apuntó los ojos hacia arriba y volvió a cubrirse la cara con sus manos temblorosas. Luego dijo a los medios que esos militares en realidad estaban protegiendo a los diputados de posibles agresiones de los manifestantes que él mismo llevó. Esas declaraciones fueron, para mí, el equivalente al sonido de la molienda y el grito de los capataces.
Pero lo arrebatos no han sido solo contra los diputados. En abril del presente año, en plena pandemia, la Sala de lo Constitucional, el máximo ente a la hora de interpretar la Constitución de la República, le prohibió seguir arrestando personas por violar la cuarentena. El presidente les llamó “5 hombres con sellos y firmas” y les desobedeció. Se le olvida al presidente que la separación de poderes es la base de una democracia y de la República. Se le olvida que murieron personas para que esto fuera así. O quizá no se le olvida, quizá solo considere que eso está bien para los países democráticos, no para las fincas.
Como buen hacendado buscapleitos, Bukele ha usado a la Fuerza Armada y a la PNC como si fuesen sus guardaespaldas personales. En septiembre de 2019, después de unas disputas personales con el empresario Fito Salume, envió al Ministerio de Trabajo, Ministerio de Salud y al Ministerio de Hacienda, acompañados por policías, a cerrarle varios de sus restaurantes. No dio mayor explicación. Nueve meses más tarde, el 13 de mayo 2020, después de serias disputas con Javier Simán, el presidente de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), no solo lo desconoció como interlocutor, sino que envió varios vehículos militares a cercar una de las empresas de la familia de este. Quizá se le olvida al presidente que la PNC es resultado de los Acuerdos de Paz de 1992. Esos acuerdos que solo fueron posibles después de que decenas de miles de hombres y mujeres sacrificaran su vida, sus miembros o su cordura. Se le olvida que no son sus matones y que no están acá para cumplir sus caprichos o amedrentar a sus adversarios, sino para cuidarnos, para “servir y proteger”. O quizá no se le olvida, quizá lo considera apropiado para su finca.
Si de algo ha servido la pandemia es para que el presidente Bukele muestre su rostro más autoritario. Se ha mostrado errático y colérico en sus largos mensajes televisivos. Al igual que el militar golpista de los años 30, se automedica, y nos llama a todos a hacerlo, con medicamentos peligrosos, aunque antes haya dicho todo lo contrario. Qué más da: si está bien para el dueño, ¿por qué no para los mozos?
Todo esto ha sucedido en el transcurso de apenas el primer año en el poder, en medio de la aprobación masiva de la población hacia el presidente y sus maneras de gobernar.
Yo, con lo visto y ahora menos optimista que hace un año, empiezo a convencerme de que en realidad nunca he salido de la finca. Es más, creo que nunca viviré fuera de ella.