Siete días después de la gran tormenta, la Colonia Altos de Santa Anita seguía abandonada a su suerte. Ninguna autoridad había aparecido ni para inspeccionar los daños en las quebradas, ni para mitigar los riesgos, ni para repartir bolsas de víveres, ni siquiera para preguntar cómo estaban los vecinos. “Estamos como que fuéramos los olvidados del mundo”, decía Dalila Meléndez, miembro de la directiva comunal. Por eso, la mañana de sábado 6 de junio, unas 20 personas de la comunidad se habían apostado en la entrada de la colonia, a la orilla de la calle antigua a Tonacatepeque, para intentar lanzar un SOS. Salieron con mantas blancas, banderas blancas, cualquier trapo blanco que en estos días de pandemia y lluvias es sinónimo de hambre y necesidad.
'Venite, Morris, la gracia es que nos vean… Don Chico, póngala recta, ¿ve?… Hey, ustedes, sepárense más…", decía una muchacha, rubia, camiseta del Alianza, de unos 25 años, tratando de ordenar aquel desparpajo.
La desesperación y el hambre han provocado que ahora ondear una bandera blanca no solo sea un acto de sobrevivencia, sino también una competencia frente a otras banderas levantadas en lugares donde también hay necesidades apremiantes. Dalila y otros directivos sabían de ayudas que habían llegado a colonias aledañas y por eso querían asegurarse que, al pedir ayuda, al menos hubiera alguien viendo. A un grupo de jóvenes de la colonia se le ocurrió que podían llamar al noticiero 4 Visión, pero alguien recomendó mejor hacer una convocatoria de prensa más amplia. Ese fue el origen de la foto que llegó a mi celular la noche del viernes cinco de junio. Sobre una hoja de papel blanco alguien escribió con su puño y letra un breve texto en el que explica las penas de esta colonia vecina de la célebre La Campanera.
“Soyapango, 05 de junio 2020
Señor/a,
Jefe de prensa medio de comunicación.
Presente.
Por este medio, le extendemos la convocatoria para cubrir la siguiente actividad:
Concentración de habitantes Col. Altos de Santa Anita. Objetivo: solicitar a alcaldía e instituciones de gobierno la ejecución de obras de mitigación priorizando plastico y canastas de víveres. Familias afectadas, 500 que urgen atención.-”.
Belgini Jacobo, una joven que esa mañana estuvo tomando fotos y videos de la protesta, me explicó que la carta la escribió una muchacha de una oenegé que el viernes llegó a repartir unos cuantos platos de comida caliente que habían sobrado de otra repartición en una colonia cercana. Los platos no alcanzaron para todos y entonces la muchacha, de nombre Beatriz, se ofreció a ayudarles a escribir la convocatoria de prensa. A las 8:18 de la noche de ese mismo día, la foto de la convocatoria llegó a un chat donde hay más de 250 periodistas. Y para mala suerte de los soyapanecos, su llamado de auxilio competía en horario con una conferencia de prensa del alcalde capitalino, Ernesto Muysondt, donde daría a conocer medidas sanitarias para permitir que los vendedores informales volvieran a trabajar en el centro de la ciudad.
Por eso el sábado, tras casi 80 días de cuarentena domiciliar obligatoria, que restringió las posibilidades de trabajo del 75% de la población que se dedica a labores informales, y tras una semana de lluvias que obligaron a una declaratoria de emergencia nacional en todo el país, solo un medio atendió la convocatoria.
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La pendiente que amenaza a Altos de Santa Anita es pronunciada y el barranco, que suele estar tapizado de verde en tiempo lluvioso, ahora se ve interrumpido por enormes manchas cafés que muestran las partes donde ha habido desprendimientos de tierra. Gonzalo Arévalo, otro directivo de la colonia, señaló indignado unas casas a la orilla de un precipicio: “Les dimos ocho metros de plástico y mire: ni lo están usando, ¡bien se lo hubiéramos dado a otra familia!”, se quejó. A la directiva de Altos de Santa Anita le toca hacer malabares con dinero que escasea. Después de la tormenta Amanda, lo único que pudieron ofrecerle a su gente fue plástico, 120 dólares de plástico negro que intentaron repartir entre todos. Pero, como casi todo en la colonia, no alcanzó.
Altos de Santa Anita es una lotificación surgida a finales de los 80, apenas unos años antes que La Campanera. Aquí viven unas 1,200 personas. “En barrancos y quizás no tan bonitas, pero aquí las casas son amplias”, presumió Gonzalo. Las hay de materiales mixtos pero también de lámina; hay terrazas, cocheras, antenas de cable pero también monte y muchos árboles frutales que, junto a los barrancos, le dan a la colonia un aire rural. Las calles internas fueron de tierra hasta que en 2016 un proyecto de Obras Públicas las pavimentó e hizo algunas obras de mitigación. Esos trabajos marcaron un antes y después en la apesarada vida de esas familias, y es frecuente que los vecinos del lugar muestren a los visitantes un muro o un tapial y digan que lo hizo el MOP, como si fuera una especie de valiosa reliquia. Hay también quejas contra el gobierno: los vecinos dicen que la segunda etapa del proyecto nunca se terminó. El Gobierno, según la directiva comunal, debía garantizar el traslado de unas 30 familias del pasaje El Alba a otro lugar, debido a que sus casas están levantadas en una zona declarada inhabitable.
Prácticamente no hay mayor obra de mitigación de riesgos, la calle principal sigue siendo de tierra, y con las lluvias, una parte de la comunidad siempre corre grave riesgo porque colinda con barrancos. La alcaldía y el Gobierno central, entonces ambos administrados por el FMLN, intentaron mover a la gente pero nadie quiso irse. Les ofrecieron 10 mil dólares a cada familia, pero el apego al lugar donde habían crecido y el estigma que pesa sobre esta zona controlada por la pandilla 18 volvió imposible que la gente se moviera de lugar.
“Quien no tiene dónde ir, debe esperar su muerte quizás”, me dijo Marta Lidia Díaz, una mujer que roza los 50 años y que habita la última casa del pasaje El Alba. Marta vive al borde de la barranca con su papá de 87 años, un tío de 67, y siete personas más, entre hijos y nietos. Su casa es un solo galerón con techo de lámina. Con la pandemia de covid-19, su tío ya no pudo rebuscarse con trabajos esporádicos, igual que sus tres hijos de entre 16 y 19 años. Su papá tiene amputado un pie, ya casi no habla, y su hija quedó viuda porque a su compañero de vida dice que alguien lo envenenó. “A veces no tenemos para comer. Pero tortillas siempre hay, aunque sea fiadas las consigo”, dijo Marta. Cada invierno, las lluvias se van comiendo las paredes del barranco y el precipicio se va haciendo más y más ancho. Marta Lilian piensa que sería mejor salir de ahí. Pero sin ahorros, todo se complica. Ella cuenta que cuando la alcaldía de Carlos “El Diablito” Ruiz (actual diputado) les dijo que debían desalojar, les prometieron que si conseguían un sitio donde reubicarse el gobierno correría con los gastos. Marta y su familia descartaron de inmediato La Campanera –“mucho muchacho hay ahí”– y pensaron en la colonia que está al otro extremo, la San Francisco. “Pero aquí somos 10, ¿cómo vamos a caber en una casita de esas?”, dice.
En el pasaje El Alba hay varias casas al borde del barranco. Casi todas han colocado plásticos para evitar más desprendimientos de tierra. “Nadie ha venido aquí, ni la alcaldía y menos el Gobierno”, dijo desde el cerco de su casa una vecina de Marta. Ella vive frente a un camino que se ha ido haciendo más angosto por los deslaves. Ya hay tuberías colgando. 'Necesitamos ayuda”, dijo la vecina.
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Hasta el sábado 6 de junio, la covid-19 había provocado 53 muertes en el país. Soyapango, con sus casi 300 mil habitantes, es el segundo municipio con más casos positivos después de San Salvador. Por eso, que colonias pobres como Altos de Santa Anita no reporten ningún caso en sus viviendas no es poca cosa. La explicación quizás se deba al estricto control de entrada que existe en la comunidad. Nadie entra sin antes lavarse las manos con agua y jabón, y sin recibir una enorme descarga de desinfectante rociado sobre la vestimenta. Quien maneja este puesto de control –un barril con agua y grifo; jabón líquido; una alfombra empapada de lejía; y un rociador de desinfectante manual- es un grupo de jóvenes. “Son los varones jóvenes los que están ahí, ellos pusieron desde abril ese puesto”, me explicó un directivo comunal.
Mientras entrevistaba a otros directivos aquella mañana, frente a la estación de control, un joven corpulento y de mirada seria pidió dos veces que no nos aglomeráramos mientras duraba la entrevista. A la segunda vez, el muchacho alzó la voz: “¡Es en serio, Isaías, sepárense!”.
Isaías, un hombre ya mayor, retrocedió unos pasos y siguió platicando con la mascarilla puesta. Cuando salieron a protestar con las banderas, todos guardaban distancia entre sí y también usaban tapabocas. Y cuando el fotógrafo y yo pedimos entrar a la colonia para ver los daños causados por las lluvias, debimos pasamos por el proceso de desinfección. El muchacho de mirada seria es el encargado de rociarnos la vestimenta. “Dese la vuelta”, dice a cada uno de los visitantes. En algunas comunidades, las pandillas amenazaron con que tomarían represalias contra quien incumpliera la cuarentena , según explicaron a este periódico distintos miembros de las tres estructuras criminales más importantes del país.
“Esperamos que ya podamos volver a trabajar. Este mes ya no me pagaron en la maquila”, dijo Iris Díaz, de 41 años, que vive en compañía de dos hijos. Su hijo mayor trabajaba en el Pollo Campero y por ahora ha quedado sin plaza. La casa donde viven está al borde de otro barranco y ayer tuvieron que botar un árbol de jiote que amenazaba con dañar más el talud. “Aquí estamos aguantando pero ojalá ya primero Dios podamos volver a trabajar”, dice Iris. Otra directiva, Dalila Meléndez, trabaja como operaria en otra maquila. Gana 280 dólares al mes y por fortuna, dice ella, el sueldo le sigue llegando puntual. No tiene hijos, pero tiene a su cargo el cuidado de una persona mayor. “Solo sé que el dueño de la maquila es un gringo. Cada catorcena me quedan 80 dólares, después de todos los descuentos”, dice Dalila. Dice que como directiva sabe las necesidades de la colonia y por eso acuerpó que se hiciera la protesta de banderas blancas.
Caminamos en las calles de la colonia y varios vecinos reclamaron a Dalila y a otros directivos que no se les había tomado en cuenta para las ayudas y víveres. Resignados y un tanto molestos, los directivos respondieron que no hay ayuda y que por eso están protestando allá afuera. Los vecinos no les creen. Los increpan. Les dicen que están siendo injustos. Dalila y el resto de directivos comunales callaba. Siguieron caminando, con mirada angustiosa.
Por la tarde del sábado, escribí por Whatsapp a Dalila, para preguntar si alguna ayuda había llegado. “Hasta esta hora, nadie ha venido”, dijo Dalila.